«Tiempo atrás creían que un enorme dragón de piedra, metales y gemas habitaba el interior del planeta. La cabeza tocaba una cara, la cola la otra, y una vez en cada ciclo se revolvía y hacía temblar los continentes. La criatura representaba la fuerza insalvable, pero también la sabiduría. Su corazón latía justo en el centro, bombeando la sangre roja que otorgaba el conocimiento. Mediante los ríos de venas y capilares alcanzaba cada punto de su piel, cada diente, garra y escama. Y había lugares bendecidos donde esa savia se filtraba hasta la superficie a través de estas plantas, semejantes a las entrañas del Dragón. Hay un templo y una escultura, haciéndose pedazos en lo alto de la isla, que lo recuerdan».
Reunión en las ramas muertas de Nakahel. Ilustración de Mar Espinosa
«La explanada que se extendía ante el paso de grandes rocas del río solía servir de marco al evento. Los moradores de las ramas muertas se sacudían su acostumbrada reserva, se reunían en el lugar y lo acondicionaban montando mostradores donde servir comida, carpas y cintas y banderolas moradas, rojas, verdes y plateadas. Pequeñas hogueras circundaban el espacio central, despejado para encender la estrella de la noche, la Gran Pira de Lita».
Miroir. Ilustración de Mar Espinosa
Miroir era un jacq. El término, que aludía en argot a quienes se conectaban mediante cable a dispositivos inseguros, había pasado a denominar en exclusiva a los profesionales del sexo. En una sociedad donde la ley obligaba a todos y cada uno de los ciudadanos a llevar módulos neurales —los llamados implantes— desde su nacimiento, el propio cerebro se convertía en un órgano vulnerable que había que defender de posibles asaltos externos. Solo alguien muy confiado —o muy temerario— se atrevía a introducir un cable extraño en uno de los puertos de la base de su cráneo, arriesgándose así a ser víctima de manipulación, sustracción de datos o, incluso, un ataque físico.
Si bien las relaciones sexuales neurales se habían convertido en la norma, la prostitución en sí chocaba de frente con los estándares morales de la sociedad. Enfrentados a los riesgos de contratarla en su versión inalámbrica y quedar expuestos —las conexiones inalámbricas eran menos nocivas pero más fáciles de interceptar por terceros—, los entendidos preferían acudir a un jacq. Aunque eso los obligaba a contar con un buen arsenal de programas de defensa, también les proporcionaba privacidad, ocultación y un increíble mundo de percepciones que únicamente podían lograrse mediante una unión tan íntima y profunda.
Miroir y Gareth. Ilustración de Mar Espinosa
Por el rabillo del ojo, el joven moreno atisbó el codo de su compañero clavado en la roca, flanqueándolo. Intentó no recordar a qué sabía su lengua ni revivir la sensación punzante de la barba rubia sobre su mentón. Y era tan difícil… Estaba muy cerca, el calor de su aliento se tornaba algo palpable en el aire frío y húmedo que emanaba del curso del río. Si bien Ogmi le había inculcado que el contacto no era prudente, una pequeña voz no dejaba de preguntarle por qué. Gareth estaba en lo cierto, al fin y al cabo; ya sabía lo que era y no iba a denunciarlo, podía confiar en él. ¿Podía? ¿Tenía la certeza de que no lo traicionaría cuando esto terminara? Por otro lado, ¿importaba? Dudaba que la confianza estuviese relacionada con el placer. ¿Acaso él se fiaba de sus clientes cuando compartían sus fantasías sexuales? ¿No tenían los hombres… necesidades?
Los dedos del mercenario se deslizaron por su nuca y arrancaron un estremecimiento a las áreas de piel sensible en torno a sus puertos. Al tratar de controlar el redoble dentro de su pecho, descubrió que era mucho más complicado que en el burdel. Tampoco era sencillo dejar de ser él mismo y olvidar los temores que lo habían acompañado todos aquellos ciclos.