En las alturas •Para extender las alas•

Este relato es posterior a la novela Para extender las alas. No lo leas antes de haber terminado ese antrito porque, para empezar, lo más probable es que no te enteres de nada y, además, te destriparía la historia.

Corintia

PARA EXTENDER LAS ALAS:
En las alturas

—¿Rafael?

—¿Mìcheal?

 

Aquellos dos nombres hicieron eco en los oídos de Rafael Cienfuegos. Fue como escuchar una hermosa, pero incomprensible historia que alguien hubiera estado susurrando durante mucho tiempo y que, de repente, las palabras cobraran sentido; fue mejor que los brazos que lo rodeaban, mejor que el sexo.

Oscuridad, y silencio.

Y llegó la luz, bajo la forma de un rostro inclinado sobre él. Hermoso, sonriente, orlado por un halo de cabellos rubios.

—Hola, Rafa. Abre ya los ojos, dormilón.

Obedeció, tras parpadear varias veces, y enfocó la vista en las familiares facciones.

—Mick… Mick, ¿qué…?

Era difícil de procesar. Instantes atrás había creído ser un sudafricano de dieciséis años afincado en la India. ¿Dónde se hallaba entonces? ¿Quién era de verdad? Estiró la mano, tratando de distinguir si la figura era real, si había despertado o aún seguía dentro de un sueño.

—Tranquilo, te sentirás débil al principio. Trata de incorporarte con cuidado, a mí me llevó un par de minutos lograr sostenerme. Agárrate a mi mano… así…

Al sentarse, Rafael observó que había estado tendido en una cápsula cuya cubierta transparente se alzaba a sus espaldas. Era ancha, y lo suficientemente larga para que quedase un metro y medio vacío a sus pies, como si estuviese concebida para ocupantes mayores. Un débil resplandor purpúreo resaltaba las líneas de la estructura. Con la ayuda de su compañero, abandonó el extraño receptáculo y aguardó a que se le restableciera la circulación de las piernas.

—¿Dónde est…?

No vio venir el puñetazo que lo tumbó de nuevo, esta vez en el suelo, y salpicó de sangre su barbilla. Incapaz de entender el motivo de semejante reacción, alzó los asombrados ojos verdes y enfrentó las sombrías facciones de Mìcheal Munro. El joven rubio lo contempló con los puños crispados; luego se arrodilló y lo estrechó entre sus brazos, tan fuerte que apenas le dejó un resquicio para respirar.

—Te dejaste matar. Eres un maldito cabrón hijo de puta —murmuró, sin dejar de apretar—. Si vuelves a ocultarme algo o a actuar a mis espaldas, te juro que…

—Lo siento, Mick, lo siento, no encontré otra salida. Solo quería que las cosas fuesen diferentes para ti, solo… Perdóname. Por favor, perdóname.

Mìcheal le apartó el cabello cobrizo de la cara y reclinó la frente contra la suya. Separadas por pocos milímetros, sus bocas compartieron un único y agitado aliento.

—Sé lo que me diste, sé a cuánto renunciaste. Gracias. No te atrevas a repetir algo así, pero gracias.

—Mick, te…

Rafael no pudo continuar la frase, pues unos labios ansiosos lo interrumpieron. Le impidieron, de hecho, decir nada más durante un buen rato.

—En respuesta a tu pregunta —dijo Mìcheal, tras soltarlo con cierta reluctancia—, ¿dónde crees tú que estamos?

Se apartó para permitirle echar un vistazo. El muchacho pelirrojo volvió a fijarse en la especie de urna de la que había salido, en el curioso metal de color amatista con el que estaba fabricada y en la sofisticada cubierta translúcida. Y, al mirar más allá…

Había más cápsulas: docenas de ellas, dispuestas en ordenadas filas. Todas las pantallas estaban bajadas y, al menos hasta donde le llegaban los ojos, todas brillaban con aquella luz violácea.

—No me digas que…

—Sí, Kenak cruzó el portal. Al fin hemos entrado en el palacio, en la pirámide invertida.

Como en un sueño, Rafael volvió a ponerse de pie y caminó entre las estilizadas celdas. Rostros conocidos desfilaron ante él desde el interior de cada una de ellas, en un aparente estado de animación suspendida: Erin, la fiel Erin, a la que había fallado en el último ciclo; George; Andrade; Bhiku… La facción roja al completo. Y aún quedaban muchas más, también ocupadas. Una, en concreto, lo hizo detenerse en seco con el ceño fruncido: contenía a un Owen Faulkner más joven, congelado en el tiempo con la misma edad que el resto de los durmientes.

—Adivino que debo explicarte varias cosas —apuntó Mìcheal—. Te prometo que lo haré enseguida, después de que nos ocupemos de otros asuntos más urgentes. Porque estamos en pelotas, no sé si te habrás dado cuenta —era muy cierto, el traje de nacimiento era el uniforme estándar en aquella sala—, y, aunque puede que tengas la impresión de que estábamos dándole al tema hace nada, en nuestro escenario en la India, técnicamente hace setenta y dos años que no te subo a mi grupa. Si sigues provocándome, te empujaré sobre esa cápsula que tanto te interesa, y tendrás que pasar un rato mirándole el paquete a Owen mientras le recuerdo a tu precioso culo quién es el que manda.

Mìcheal guiñó un ojo.

 

El interior de la pirámide era una colosal arquitectura en la que brillaban el blanco y una increíble gama de amatistas, púrpuras, malvas y violetas. De esos colores eran también las únicas ropas disponibles, una especie de monos de material aislante ajustables a cada anatomía. No eran nada discretos, pero mejoraban, según se mirase, la alternativa de pasearse desnudos. Tras enfundárselos, pudieron continuar el examen de aquellas salas y ampliar su cuota de descubrimientos.

Recibieron la primera revelación al percatarse de que las cápsulas no eran simples soportes de descanso o de animación suspendida, sino que estaban conectadas a una hilera de tanques cuya finalidad era servir de matrices artificiales. Y su número no se detenía en ciento once: varios centenares más, cascarones vacíos y asépticos, ofrecían una nueva perspectiva sobre la cuantía de la tripulación que las máquinas alcanzaban a generar. Puede que los nacimientos de los nuevos heraldos de los Hermanos se produjesen en la Tierra, como había ocurrido con los suyos en el pasado, pero la materia prima de la que estaban hechos salía de allí. Eran elegidos, sí, mas no entre los humanos, sino entre los registros de alguna base de datos genéticos.

Con esa premisa, y considerando la mitología que les habían hecho creer, la cantidad de cápsulas no dejaba de tener sentido; «sacar a alguien del círculo de reencarnaciones» o reemplazar a los Alpheh implicaba contar con sustitutos. Hicieron recuento de todas esas incubadoras vacías. Pensaron en los caídos en desgracia, en sus ciento once relevos, en los que habrían de suceder a quienes eran ahora parte del juego. ¿Significaba eso que había más de los suyos allá arriba, congéneres con quienes aún no habían llegado a contactar?

La naturaleza de las vistas que se desplegaron ante ellos, aun en una fracción tan pequeña de su nuevo hogar, les hizo olvidar por el momento las cuestiones trascendentales. Maravillarse juntos en el recinto que creaba paraísos de la nada, en los baños con mareas, en la campana musical donde no se oían más que armonías… Habiendo esperado siglos para conseguirse el uno al otro, ¿no merecían, acaso, un pequeño descanso?

—Una gigantesca nave con forma de pirámide invertida —comentó Rafael más tarde, cuando el sentido del deber empezó a aguijonearles el costado—. No voy a decir que me sorprende. ¿Qué otra cosa podría haber sido? ¿Y dices que Monitore…, bueno, que Kenak fue quien te infundió los conocimientos necesarios para interactuar con lo que hemos visto hasta ahora?

—Sí. Ya sabes cómo discurren los Hermanos, siempre tiene que haber alguien al frente. Y como tú te encargaste de que me convirtiera en el líder de los Rojos, la facción ganadora, supongo que ese debía ser yo. Cuando logre perdonarte te enseñaré otras cosas que me he callado. Si te portas bien.

—Es increíble. ¿Ya no tendremos que seguir luchando? ¿O aún estamos dentro de un sueño, como ese… encuentro que tuvimos en la India?

—Eso fue un regalo de despedida de Kenak, un bonito recuerdo antes de despertar. Por un segundo creí que tú y yo habíamos logrado reunirnos antes que los demás durante el nuevo ciclo. Claro que no tendría sentido, ¿verdad? Todo estaba tal cual lo dejamos, mientras que ahí abajo corre, en realidad, el año 2084. Nuestro pequeño planeta habrá cambiado mucho.

—No me importa. Tengo lo que quiero, lo único que quiero. No me importa en absoluto. —Tomó a su compañero por la cintura, hundió el rostro en su cuello, entre la alborotada masa de cabellos dorados, y lo besó—. Lo que me cuesta tragar es ese asuntillo de dos metros al que le he visto la minga en la sección de congelados. Joder, Mick, ¿por qué lo incluiste en la merced que solicitaste a Kenak? ¿Tendré que pasarme los próximos siglos aguantando a ese gilipollas?

—Owen ya no será un problema y, si lo es, lidiaremos con él juntos. Era mentira, ¿sabes, Rafa? Cortar las alas te sacaba del círculo de reencarnaciones solo por capricho de los Hermanos. Lo cierto es que todos aguardábamos siempre aquí, esperando a que ellos quisieran usarnos de peones. Creí que sería lo justo. Creí que, si teníamos una posibilidad de ser libres, debíamos aprovecharla todos los elegidos; que ya nos habían vapuleado bastante.

—Tienes razón. Siempre tienes razón, a mí ni siquiera se me habría ocurrido. ¿Lo ves? Debiste ser tú el Alpheh rojo desde el principio, posees mucha más madera de líder que yo. Ahora bien, te advierto una cosa: si pillo a Faulkner intentando ponerte las manos encima, te doy mi palabra de que se las cortaré y se las meteré por el recto. Y después se las haré comer.

—Qué maniobra más complicada.

—Por no hablar de Jang. Fijo que le encantaría retomar vuestra relación ahora que ya no sueltas descargas como un cable pelado.

—Rafa, a excepción de Owen, Ho-Jun y El Abyad (y doy gracias al cielo por poder excluirlos), ¿a cuántos de esa sala no has llegado a tirarte en algún momento de tu fulgurante carrera de seis ciclos? —Mìcheal arqueó las cejas—. No contestes, sé muy bien cuántos son y me sobran los dedos de una mano para contarlos. Antes de venir a restregarme mi puñado de posibles acosadores, creo que deberías meditar sobre las íntimas relaciones que disfrutasteis tus cien amiguitos (con los que yo deberé compartir techo) y tú.

—No es lo mismo. Nunca tuve elección, ya lo sab…

—Detalles que no me importan, pichabrava.

Rafael se masticó los labios. Sabía que en aquella discusión tenía las de perder, así que decidió, sabiamente, cambiar de tema.

—Lo que me recuerda… ¿Cuándo vas a despertar a la colección de Bellos Durmientes?

—Oh, ellos. —Mìcheal tiró de su compañero y jugueteó con su oreja—. Que esperen un poco. Aún hay algunos sitios que me gustaría visitar en paz, antes de tener que lidiar con un centenar de gatos rabiosos. —Su mano bajó desde la melena pelirroja hasta la suave depresión que desembocaba en sus nalgas—. Por cierto, hay uno que está aquí mismo.

—¿Y por qué habríamos de fiarnos de que respetaréis la tregua? Sois mayoría. Juráis que nadie tiene motivos para atacar a nadie, cuando lo cierto es que jamás seremos libres para oponernos, ya que vuestro número os dará siempre la última palabra.

—¿La última palabra respecto a qué? Este lugar es descomunal, todos podemos disfrutarlo por igual y durante el tiempo que deseemos. ¿Por qué tendría nadie que discrepar?

—Siempre habrá motivos. ¿Acaso no lo hicieron los Hermanos durante varios siglos? Y ellos eran tres… cuatro, mientras que nosotros somos ciento once.

—Las cosas se solucionan dialogando. El diablo sabe cuántos ciclos hemos pasado asesinándonos unos a otros. Ahora que ya nada nos obliga a hacerlo, ahora que hemos ganado el premio, ¿aún piensas en pelear?

—Soy realista. No quiero terminar en alguna esquina con una daga sobresaliéndome de la espalda, ni tener que esperar décadas a la próxima reencarnación.

—Eso no sucederá aquí arriba. Los Hermanos aprendieron a reprogramar las máquinas para que hicieran sus cuerpos casi indestructibles y acelerasen el proceso de sanación. Utiliza tu cerebro, los Días Marcados eran una restricción que nos impusieron arbitrariamente y ya no hay leyes estúpidas que nos limiten, eso ha quedado para los pobres infelices que nos reemplazan en la Tierra. Somos lo que somos, y somos iguales a ellos. No habrá más Días Marcados para nosotros.

—Eso es lo que tú dices. Además, ¿quién nos asegura que compartirás lo que sabes con todos? ¿Que no te guardarás información esencial?

—No puedes saberlo, señor Paranoias. Nunca podrás. Caminarás siempre con la espalda pegada a la pared, en lugar de aprovechar lo que tienes (que, te recuerdo, es lo que cada uno de nosotros esperaba desde el principio), solo porque la última victoria no se tiñó con el color de tus alitas.

—Pero no le falta razón en algunas cosas. Y los Hermanos aquí son los amos y podrían barrernos si se lo propusieran.

—Pues cierra el pico y no te cruces en su camino. ¿Ves por aquí a alguno? Claro que no; no les importamos en lo más mínimo, van a continuar evitándonos e ignorándonos mientras no nos mezclemos en sus asuntos. Ya se están ocupando de ese nuevo grupo de elegidos que los entretienen y lo único que llena sus pensamientos es su jueguecito enfermizo. Mantened las distancias y nos dejarán en paz.

—¿Cómo lo sabes? ¿Os lo dijo vuestro señor antes de largarse de manera tan oportuna? Qué apropiado. Con semejantes favoritismos, ¿cómo no iban a ganar los Rojos?

—Escucha, pedazo de imbécil: las victorias de los Rojos eran merecidas, teníamos al mejor Alpheh para liderarnos.

—¡No sabíamos que existierais! ¡Eso es favoritismo!

—¡Eso es utilizar con sabiduría una recompensa! Una que el Alpheh blanco, al que Rafael derrotó en primer lugar, desperdició notoriamente.

—¡Eh, muestra respeto por nuestro líder, cabrón! ¡Nosotros no habíamos abierto la boca hasta ahora!

 

«Un centenar de gatos rabiosos»… Ciento once gatos, para ser más precisos —la hornada de elegidos al completo—, protagonizaban una acalorada discusión en una de las innumerables salas de la pirámide. Mìcheal mantenía el tipo al frente del tumultuoso grupo y un silencioso Rafael lo respaldaba, permaneciendo en un segundo plano. Por el volumen de sus voces, se habría podido afirmar que había momentos en los cuales hablaban todos a la vez.

¿Cómo se había producido semejante caos? Tras sacar del sueño inducido a la primera facción, la de los Rojos, ambos jóvenes corroboraron que Kenak les había permitido a todos conservar los recuerdos del último ciclo. Su alegría por el triunfo no conoció límites, si bien manifestaron, igual que Rafael, cierta dosis de suspicacia al saber que se repartirían el premio con los perdedores. Haciendo gala de prudencia y sagacidad, Mìcheal despertó de seguido al pequeño grupo de elegidos a los que los Alpheh no habían conseguido localizar durante la confrontación, quienes acogieron con el mismo regocijo sus nuevas perspectivas.

Y entonces continuó con los Grises. Las emociones que sacudieron a Ho-Jun Jang cuando lo pusieron al corriente de todo fueron contradictorias: asombro, desconfianza, agradecimiento, inquietud, ilusión… También rencor, al descubrir el papel jugado por el pelirrojo, y una indiscutible aversión a posar los ojos en la dormida figura de Faulkner. Al final ganó el agradecimiento. Lo que aún sentía por Mìcheal, sin importarle si era parcialmente provocado por las maquinaciones de su antiguo señor, se impuso a todo lo demás. Él y sus aliados harían causa común con quienes acababan de tenderles la mano.

La expresión de El Abyad, siguiente en la lista, fue difícil de interpretar; el antiguo Alpheh blanco siempre había sido parco en palabras. Aunque batió sus recuperadas alas y recibió su golpe de fortuna con media sonrisa, no dejó traslucir lo que pensaba.

En cuanto a Owen Faulkner…

 

—Es muy divertido. Un elegido que no tuvo reparos en traicionar a su bando y unirse a los marrulleros de las sombras nos pide confianza —sentenció Faulkner cuando se decidió a intervenir en la contienda verbal—. Así opino yo y así opina mi facción, cuyos miembros te conocen bien, a diferencia del resto de los tipos aquí presentes, que parecen dispuestos a creerse cualquier cosa.

Se hizo el silencio. En contraste con los puños apretados de Rafael, Mìcheal no movió ni un músculo. No se esperaba menos.

—No son tu facción, Owen —respondió—, tú ya no eres su Alpheh. Aquí no hay activos, ni pasivos, ni dominantes, ni dominados. De hecho, si tus alas siguen siendo negras será por elección propia, dado que ya no sirves a Nurand y no tienes que exhibir su color.

—Oh, ¿de veras? Qué fácil y conveniente para ti. Después de todo, fue una jodida casualidad que terminaras al frente de un grupo. Es evidente que no tienes madera de Alpheh. Nunca la has tenido y nunca la tendrás.

—¿Y qué es, según tu estimación, «tener madera de Alpheh»? —preguntó el aludido, con voz suave, mientras se acercaba a su antiguo líder—. Algo que tiene que ver con la apariencia, ¿a que sí? ¿Me tomarías más en serio… si estuviésemos a la misma altura?

Mìcheal cambió. Nadie pudo asegurar si su cuerpo se transformó o si fue la propia percepción de los presentes la que resultó embaucada; lo cierto es que creció y se ensanchó hasta alcanzar el tamaño de su interlocutor, y lo miró a los ojos sin tener que alzar la cabeza. Intimidado, Faulkner retrocedió.

—¿Y ahora, Owen? ¿Bastante respetable?

—Es… No es más que un truco —entornó los ojos grises y tragó saliva—, uno de esos trucos tecnológicos de la pirámide que debes haber aprendido a nuestras espaldas.

—En efecto, Faulkner —Rafael no aguantó más y se unió a la discusión—, es un buen truco. Hay mucho que aprender aquí y tú no estás siendo cortés con quien tiene la amable intención de instruirte. Eres una rata desagradecida. Si no hubiera sido por Mick, ahora estarías en el limbo, en vez de paseándote por estos pasillos. Créeme, yo no habría sido así de generoso.

El maldito pelirrojo… Faulkner tuvo que luchar contra su habitual impulso de estrangularlo. Estaba tan cerca, sería tan fácil… Estirar los brazos y apretar las manos alrededor de ese cuello pálido, apartar las hebras cobrizas para que no se interpusieran en su línea de visión, observar cómo el blanco viraba a rosado y ganaba intensidad… Hundir el rostro en su piel y oírlo jadear mientras su corazón latía más y más rápido…

Quizá Mìcheal supo leer algo en las familiares facciones, pues apretó los labios y tiró de Rafael.

—No me hagas arrepentirme, Owen —susurró—. Por el bien de todos, tengamos la fiesta en paz. Y a estas alturas ya deberías saber que hay ciertas cosas para las que el tamaño no importa.

Dicho esto, el joven recuperó su aspecto habitual y abandonó la reunión, llevándose tras de sí a su compañero.

—No puedo creerme que, al fin, podamos estar juntos sin nadie que nos persiga, sin tener que mirar por encima del hombro, sin temor a que, en cualquier momento, alguien irrumpa en la habitación y lo eche todo a perder…

Estaban en una vivienda desocupada en la Tierra, dentro de un dormitorio rodeado por impresionantes cristaleras con vistas a un jardín exuberante. Aunque técnicamente era allanamiento de morada, disfrutaban a voluntad de la capacidad de desplazarse sin ser vistos. ¿Quién iba a venir a pedirles cuentas?

Mìcheal desvestía a toda prisa a Rafael sobre la cama gigantesca. El mono ajustado que llevaba era estimulante de por sí, claro que nada comparado con lo que se desplegaba ante sus ojos cuando apartaba aquel tejido de color violeta tan peculiar. Ni con lo que se ponía en el camino de sus labios.

—Hmmm, ¿y no temes que haya alguien espiando en el vértice, Mick? —continuó el pelirrojo, dejándolo hacer con algún que otro jadeo furtivo—. A estas alturas ya deben… oh… haber aprendido a manejar el observatorio.

—Los Hermanos llevan siglos haciéndolo y grabándonos. Considerando lo que hemos pasado, me importa una mierda. Levanta el culo, encanto, que los pantalones no van a salir solos.

—Espera un momento. Sooo, caballo, vas muy lanzado. —En un movimiento que tomó a Mìcheal por sorpresa, Rafael lo agarró por las muñecas y lo clavó al colchón—. Ya no tienes las limitaciones de un Alpheh ni estás vinculado a nadie. Si piensas que hoy te voy a dejar escapar sin hacerte mordisquear la almohada, estás muy equivocado.

Una sonrisa de lo más lasciva acompañó el intenso frotamiento de sus pelvis. El joven rubio lanzó un bufido que pretendía ser de desencanto, aunque la verdad era que la excitación dejaba poco espacio a los otros sentimientos.

—Ah… No es justo. Todavía no me he… puesto a la par contigo, ni de lejos —protestó.

—Me dijiste que habían pasado setenta y dos años —agarró el extraño cierre de sus ropas con los dientes y tiró muy despacio— desde la última ocasión en que me subiste a tu grupa. Bien, hace… hum… ciento setenta y seis que yo no te subo a la mía. —Hizo un alto en su ombligo antes de continuar hacia regiones aún más interesantes—. Creo que te gano.

—Es que… me va a llevar un aburridísimo rato acondicionar… el aparcamiento para que quepa lo que tienes ahí abajo. Este cuerpo está por estrenar. Ah…

Rafael apartó la tela con la barbilla y se sumergió en el vello dorado. El recién liberado miembro saltó como un resorte para recibirlo; la punta de la lengua tremoló sobre su extremo antes de deslizarse lentamente hacia la base y lamer a conciencia.

—Mi cuerpo también estaba por estrenar y eso no te impidió antes —cerró los labios y absorbió con suavidad— darme lo mío a base de bien.

—Dios, no… ah… no es lo mismo. No vas a comparar mi… polla de tamaño humano con eso que… el bastardo de Kenak ha vuelto a ponerte… entre las piernas. —El resto de su vestimenta salió volando. Las manos de Rafael se colaron bajo sus muslos, los separaron y los alzaron—. Y se suponía que yo era el nuevo Alpheh. que eras su favoritOOOH…

Cuando la boca se adentró entre sus nalgas, a Mìcheal se le pasaron las ganas de hablar. Era mucho esperar que pudiese conservar intactas sus facultades mentales mientras aquel resbaladizo músculo se abría camino dentro de él. Rafael perseveró hasta conseguir que las piernas entre las que estaba encajado se separasen por voluntad propia para permitirle acceso libre y sin restricciones. Entonces se incorporó y lo miró a los ojos.

—Ya no eres mi Alpheh, Mick —dijo, atravesándolo con esa intensa mirada verde—, ni yo soy el tuyo. Solo somos tú y yo. No puede haber nada mejor que eso.

—Skye, ¿eh? —El joven rubio alzó las comisuras de los labios, asió la erección que rozaba su entrada y completó él mismo el sacrificio. Su expresión de dolor y placer era tan sensual que Rafael no pudo contener las ganas de besarlo—. Ugh… Demasiado grande, igual que siempre. ¿Te he comentado… ah… lo cabrones que son esos Hermanos?

—Ve más… despacio, Mick, tenemos tiempo. Todo el tiempo… del mundo.

—Yo no tengo tiempo. Quiero… que me folles bien duro. Quiero ver tu cara… cuando te corras, y quiero que sigas follándome hasta que no… puedas más, y entonces será mi turno.

—Vaya, lo tienes todo planeado. Eres… muy optimista.

—Puedes apostar… tu culo a que sí.

—Eso es lo que tú quisieras…

Rafael se concentró en la hermosa visión que era Mìcheal a horcajadas sobre su regazo. El destino le había devuelto aquellos ojos azules que brillaban entre los indómitos mechones dorados; le había devuelto a aquel elegido tan exigente, tan salvaje, que se empalaba en él sin ningún remilgo y lo miraba desde lo alto con lujuria y orgullo. Con semejante avalancha de estímulos, ¿habría sido extraño que se disparase en un tiempo récord? No, haría lo que fuera para resistirse. Hundió los dedos en sus glúteos, los separó con violencia y guió su cabalgada a más y más profundidad, estirando el cuello para besar la boca que se alzaba a lo lejos.

«Que se alzaba demasiado lejos»… Un momento, eso no lo había rescatado de sus recuerdos. La dura realidad era que su constitución, más ligera que la de previas reencarnaciones, ya no le permitía llegar a él con la misma sencillez. Tiró con firmeza hasta sumergirse dentro de las estrechas paredes y dejó escapar un profundo suspiro al acercárselo. Su cálida satisfacción no duró mucho, porque Mìcheal se elevó sobre sus rodillas para quedarse a media asta y comenzó a impulsarse sobre él. Oh, Dios, oh, Dios… Demasiado bueno para pretender quejarse. Aunque de nuevo… demasiado lejos.

—Oooh, joder, cómo echo de menos… mi antiguo tamaño —se lamentó—. Ni siquiera puedo alcanzarte la boca. Cuando volvamos a la… ah… pirámide, investigaré para ver si es posible hacerme unos arreglos y recuperarlo.

Mìcheal se detuvo con brusquedad, sobresaltando a su enardecida montura. Lo tomó por las mejillas, lo obligó a encararlo y se inclinó hasta colocarse muy cerca, entre una nube de jadeos entrecortados.

—Ni se te ocurra, Cienfuegos. —Sonrió con malicia—. Ni de coña. Te quedarás con este cuerpo, yo me quedaré con el mío, y así serán las cosas. ¿Que no alcanzas algo? Pues pídelo.

Rafael respondió a su sonrisa, volvió a poner en movimiento sus caderas y alzó las manos sobre su espalda muy despacio, simplemente para abrazarlo. Abrazarlo como no lo había abrazado nunca.

Dada la increíble multitud de niveles, estancias e interminables corredores que abarrotaban el interior de la pirámide, ninguno de los elegidos había sido capaz de visitarla en su totalidad. Ya corría el rumor de que existían algunas salas donde cualquiera podía entrar y no volver a salir en días. Y, por supuesto, estaban las zonas prohibidas, las que los Hermanos habían reclamado para sí y cuyo acceso estaba vedado a los demás; básicamente se trataban de la cámara bajo el observatorio y de su propio compartimento en el piramidión. Por lo demás, sus escondites debían ser perfectos, dado que nadie se había cruzado con ninguno de los tres. Nunca.

Mìcheal y su inseparable Rafael eran los únicos que poseían un conocimiento sólido de las prestaciones básicas de la nave. Estas eran limitadas, había explicado el joven a los demás, porque dependían de las filas de paneles fotovoltaicos que cubrían la cara superior, los cuales, a pesar de la optimización de su aprovechamiento, no alcanzaban para que el complejo funcionase a máxima capacidad. ¿Quién sabía lo que serían capaces de hacer si existiese una fuente de energía alternativa y la preparación necesaria para operarla?

En cualquier caso, Mìcheal disfrutó mucho su paseo por la gigantesca plataforma superior, en la que también se alzaba la torre con la semiesfera translúcida. Le resultó muy curioso descubrir que el material del que estaba hecha era de un llamativo color verde, tono que huía de la escueta gama cromática con la que sus constructores habían tenido a bien diseñar la estructura.

Su otro rincón favorito era el piramidión. Seguía sintiendo la necesidad de conocer la suerte del planeta al cual aquel imponente observatorio apuntaba, así que había dedicado horas a curiosear a través de los sofisticados sistemas de control. Sus actividades siempre promovían imitadores. Muchos de sus compañeros habían comprobado lo sencillo que era rastrear una región, un lugar o cualquier persona que eligieran, con solo situarse al otro lado de los paneles. La eterna omnipresencia de los Hermanos no obedecía a recursos místicos, sino a mera tecnología.

Uno de los elegidos se había colado dentro de un puesto de control para orientar los instrumentos hacia una…, no, hacia dos personas en concreto; el temor de Rafael de que alguien los estuviese espiando desde el vértice había resultado profético. En cuanto al observador, no era otro que Owen Faulkner.

El antiguo Alpheh negro los contemplaba en silencio, sus labios convertidos en una fina y tensa línea. A pesar de que habían pasado décadas, su vida pasada era para él un recuerdo muy reciente que impregnaba todas sus percepciones. No tenía por qué creerse, cavilaba, esa historia que le habían contado sobre las maquinaciones de su antiguo señor. Y, aun si fuese cierta, no alteraba lo que sentía al verlos en aquella cama. Tampoco frenaba en absoluto el acuciante impulso de colocar las palmas de las manos en torno al cuello del condenado pelirrojo y apretar, apretar, hasta oírlo jadear como hacía entonces…, pero por razones muy diferentes. Seguía observándolos más tarde, en pleno cambio de posiciones: Mìcheal se colocaba a la espalda mientras él se dejaba caer sobre los codos y las rodillas y le permitía…

La inesperada respuesta de su cuerpo delató que la venganza no era su única razón para querer oír jadeos. Se lamió los repentinamente resecos labios y deslizó la mano derecha sobre su vientre, hasta la entrepierna, donde una erección dolorosa presionaba bajo aquel ridículo y ajustado uniforme purpúreo. Comenzó a frotársela, casi de manera inconsciente, sin dejar de concentrarse en las imágenes. Deseó…

—¿Interrumpo, Faulkner?

El interpelado saltó en el cubículo en el que estaba instalado y se arrancó el visor de un tirón. Jang. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Lo encaró con desconfianza, no sin antes echar un vistazo a su entorno. Respiró; nada revelaba su reciente arranque de debilidad.

—¿A qué has venido? Si vuelves a escurrirte detrás de mí, como una serpiente, no responderé de mis reacciones.

El asiático alargó los dedos hacia el panel y los pasó por una superficie aparentemente neutra, donde se iluminó una nítida imagen tridimensional de los dos últimos Alpheh rojos… en la misma íntima situación que mostrara el visor. Faulkner se puso rígido e intentó desconectar el aparato, sin éxito.

—¿No crees que esta curiosidad tuya es malsana y destructiva? —preguntó Jang, tras echar una mirada—. ¿O es solo un consuelo por lo que no puedes tener?

—Cuando quiera tus jodidos servicios de psicoanalista —respondió el otro, entornando los iracundos ojos grises—, te los pediré. Y ahora, lárgate de aquí.

—Ho-Jun.

—¿Qué?

—Mi nombre es Ho-Jun. Vamos a ser compañeros de destino durante los próximos tiempos, deberías usarlo.

—Si piensas que voy a comportarme como si fuésemos amigos de toda la vida…

—Tanto peor para ti, yo voy a llamarte Owen. No te pido que cambies de la noche a la mañana. Sin embargo, quisiera hacerte notar que nos separamos en muy… malos términos y que, aun así, estoy dispuesto a olvidar todo lo ocurrido.

—Perdón, ¿he de sentirme culpable? —observó Faulkner, con ironía—. En mi lugar, tú habrías actuado igual.

—No lo creo. En fin, no voy a discutir por eso pues, para ser sinceros, el desarrollo de los acontecimientos fue obra del señor Cienfuegos. No le estoy agradecido por la parte que me toca, pero tengo que confesar que lo admiro. Yo no habría renunciado a mi condición por nadie, ni aun por Mìcheal.

—¿Y quién nos dice que no sabía lo que iba a pasar y por eso se atrevió a hacerlo? Me siento utilizado, un peón de una jugada que ya estaba preparada de antemano, y nadie, ni los Hermanos, se ha dignado a darnos explicaciones. Es tan… —Faulkner se mordió la lengua— frustrante…

—¿Que sabía lo que iba a pasar? Eso implicaría que estaba al tanto de que acabaríamos todos aquí, con lo cual la maniobra habría sido muy rebuscada, ¿no te parece? No, yo creo que fue gracias a la merced solicitada por Mìcheal. Es una persona muy especial. Deberías rendirte y darle las gracias, Owen.

—Evidentemente, no fue a ti a quien cortó las alas —gruñó.

—No, eso me lo hiciste tú. Y aquí estoy, conversando contigo de manera civilizada. Estamos vivos y hemos recuperado lo que perdimos, el pasado ya no debería tener importancia.

El antiguo Alpheh negro estudió las bellas y serenas facciones del gris. Justo entonces, la imagen tridimensional, que mostraba a los otros dos jóvenes durante un paréntesis de charla, enmudeció, parpadeó y desapareció.

—¿La has apagado tú? —inquirió un extrañado Faulkner.

—No.

—Genial, estos trastos fallan.

—No lo hacen. No deberían hacerlo. —Ho-Jun frunció el ceño—. Él me explicó que la tecnología de la nave es infalible, y que los puestos de control no pueden ser desconectados en tanto reciban energía.

—Es obvio que mentía o se equivocaba. A menos que exista un sistema para interferirlos que no se hayan molestado en mencionar.

Miraron de nuevo, sumidos en interrogantes. La superficie permaneció oscura y silenciosa.

—Hmmm… Déjame descansar un poco…

—No te habrás hecho la ilusión de que eso ha sido todo, ¿eh, pelirrojo? —dijo Mìcheal en tono de burla, lamiéndole ligeramente la nuca.

—Claro que no. Pero no te pienses que me es fácil sonreír como un bobalicón cuando me taladras de esa forma. Son demasiados años al otro lado de la frontera, maldito animal en celo.

—¿Frontera? ¿De qué narices hablas? Deberías probar una del tamaño de la tuya para saber lo que son buenos motivos para quejarse. Un momento, no, olvida que he dicho eso —lo instó el joven cuando sorprendió el destello malévolo en los ojos verdes—. No voy a darte argumentos para que me engañes con los otros sementales. A menos que… ¿No estabas hablando antes de usar las máquinas para hacerte pequeñas reformas corporales?

—Sigue soñando, rubio. ¿Yo no puedo recuperar mi antiguo cuerpo? Pues tú no puedes tener una polla más grande.

—Aguafiestas… —graznó, pellizcándole una tetilla—. Entonces te quedas sin probar armamento pesado de Alpheh.

—Me muero de la decepción. Aparte de que ellos estarían mucho más dispuestos a atravesarme con la otra espada, la de verdad. A El Abyad le corté las alas, a Jang lo manipulé, a Faulkner… Mejor no hablamos sobre lo mucho que Faulkner me ama. A ti te iría mejor con cualquiera de ellos.

—En estos momentos no soy el santo de la devoción de nadie, Rafa. Los que eran Grises y Blancos me desprecian, los Negros piensan que soy un traidor y los Rojos me consideran un advenedizo. Advenedizo… —Sonrió—. Una palabra de sabiondo que nunca habría usado de no poseer tus recuerdos.

—No eres un advenedizo. Eres el mejor, y por eso Kenak te convirtió en su Alpheh.

—Ahora que mencionas a Kenak, me gustaría comentarte algo. —Su tono se volvió más reflexivo—. Verás, es el primer año del nuevo ciclo; deberíamos ser poco más que un embrión a la espera de ser implantado y, en lugar de eso, ya hemos alcanzado la madurez.

—Ya has visto cómo funcionan las máquinas incubadoras, nosotros nos hemos desarrollado directamente en la nave. El triste privilegio de empezar en la piel de un humano cualquiera les ha correspondido a los nuevos elegidos.

—Sí, pero lleva su tiempo cultivar un cuerpo adulto y programar sus recuerdos. Si tenemos en cuenta que Kenak acaba de cruzar el portal, podemos dar por sentado que debió prepararlo todo mucho antes, casi… como si supiera que iba a ocurrir. Que iba a ser capaz de marcharse.

Rafael frunció el ceño.

—¿Crees que lo sabía? —preguntó.

—Es posible. La tecnología de la pirámide es muy compleja, los Hermanos han vivido aquí durante cientos y cientos de años y no han sido capaces de comprender del todo su funcionamiento. Ahora bien, ¿y si el portal no es tan aleatorio? ¿Y si aprendió a ajustarlo para que aumentaran las posibilidades de cruzar?

—De todos nosotros, tú eres el que más ha penetrado en su cabeza. ¿Qué piensas?

—Que no lo sabía durante el último ciclo, o no habría preparado una estrategia así de complicada; se habría limitado a procurar que ganases, y punto. No, ha tenido que descubrir el método después.

—O quizá alguien se lo enseñó —apuntó una tercera voz.

El pelirrojo se incorporó de golpe, gracias a unos reflejos afilados durante siglos. Mìcheal lo imitó al instante. Había alguien más allí, alguien que los contemplaba con total tranquilidad desde la puerta.

—¡Tú! —gritaron los jóvenes al unísono.

—Mis disculpas por la interrupción —dijo el intruso—. Rafael (¿ese es tu nombre ahora, si no he oído mal?) es un viejo conocido mío, a pesar de que lo encuentro algo cambiado. Mas por lo que a usted respecta, señor Mìcheal, estoy seguro de que nunca nos habían presentado. ¿Cómo es que le resulto familiar?

—Es… una larga historia —balbució el pelirrojo—. ¿De dónde has salido ?

—Otra larga historia. Sin duda, podremos intercambiarlas más tarde. Lo que me trae aquí es una cuestión más apremiante que tiene que ver con vuestra pirámide, Rafael, y prefiero que lo que tengo que contarte no llegue a conocimiento de los actuales operadores.

—Desde el observatorio pueden seguirnos en todo momento —murmuró Rafael—. No deberías hablar ahora.

—¿Qué? Oh, no. —El visitante rechazó la sugerencia con un vaivén de la mano izquierda—. Ya me he ocupado de eso, nadie nos oye. Bien, iré al grano: podemos proporcionaros toda la información que necesitáis sobre vuestro origen, vuestra nave, su tripulación y los secretos que ni los operadores… los Hermanos, los llamáis vosotros, conocen. Podemos, incluso, estudiar la posibilidad de suministraros energía adicional y liberaros de las limitaciones de los paneles fotovoltaicos. Os convertiremos en magos de la tecnología, y no tendréis que mover un dedo. Os interesa.

No fue una pregunta, sino una afirmación. Olvidando la extraña situación en la que se encontraban, Rafael y Mìcheal se miraron.

Existía un compartimento en el piramidión que ninguno de los elegidos había franqueado. Sabían que era el área privada de los Hermanos, y ese dato bastaba para mantenerlos apartados. Por eso fue algo inusitado que Mìcheal Munro trasteara con el panel de control, se las arreglase para forzar la entrada y la traspasara junto con Rafael Cienfuegos. La puerta se cerró tras ellos, con lo que nadie más pudo asistir a lo que ocurrió allí dentro.

Tres seres se volvieron hacia los jóvenes con un ligero ceño en sus rostros. Eran completamente humanos, salvo por su tamaño, que doblaba al de una persona normal, sus cabelleras blancas y la inusitada coloración purpúrea de su piel. Al notar que la intromisión los había enfurecido, el pelirrojo avanzó un paso para colocarse, protector, ante su compañero. El joven rubio no se amilanó. Alzó la vista y habló sin titubear.

—Hola, Nurand, Beland y Gelak, seáis quienes seáis cada uno. Os habéis olvidado de salir a darnos la bienvenida, así que nos hemos tomado la libertad de acudir nosotros mismos. Antes de que penséis en patearnos el trasero, os aviso que hay un asunto del que os convendría mucho enteraros: sé cómo calibrar el portal para que lo crucéis con seguridad sin esperar a la próxima venida del cometa, y sé cómo se podría modificar la cabina para que lo haga más de uno a la vez. ¿Qué decís? ¿Os interesa la conversación o preferís que nos demos el piro?

Los Hermanos buscaron una cauta confirmación en sus respectivas miradas. La duda ya se había instalado entre ellos; era poco probable que expulsaran a los entrometidos en un futuro próximo.

Rafael colocó la mano en el hombro de Mìcheal. Ambos imaginaban un porvenir de descubrimientos, cabinas teletransportadoras, viajes, nuevos y viejos amigos… y tiempo. Mucho tiempo para vivirlo todo.

Sonrieron.

Algunas dudas han quedado resueltas… y otras tantas han surgido. Si quieres depejarlas, pásate por el blog de Corintia o por su perfil de Wattpad y disfruta de Con la vista al cielo, una historia que comparte ambientación con Para extender las alas y que Cori tiene a bien compartir con todos los lectores. ¡Ah!, y si lees Las ramas muertas de Nakahel, te vas a llevar una grata sorpresa.

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