Para extender las alas •Capítulo 5•

V. Do you remember the first summer?

 

—Lo conocí en el año 1677. Aunque se me da de pena recordar las fechas, esa la tengo grabada; esa, y cualquier otra relacionada con él. En medio de la jodida colección de fotos en sepia con los cantos retorcidos que es mi pasado, él es lo único que no ha perdido nitidez. Los momentos que hemos pasado juntos, el cielo, la hierba, la arena, los colores, los sonidos, el timbre de su voz… Nada de eso puede salir de aquí dentro. Está grabado en mi memoria, a tanta profundidad que me es imposible crear nuevos recuerdos si han de ocupar y borrar los espacios que le pertenecen.

»Fue en un poblado perdido en la isla de Skye, en la costa oeste escocesa, ¿te acuerdas? Claro que te acuerdas, qué pregunta más imbécil. Por eso me sorprendió que ahora tuviese un nombre Gàidhlig[1], extraña casualidad… Era verano. Allá, el verano no era tan compasivo como en Italia o en África, pero la gente estaba acostumbrada y yo me conformaba con que el viento no se me llevara por delante. La playa de arenas gruesas y blancas era hermosa, la brisa era fresca, y he de admitir que el sol brillaba durante aquellos días. Tanto que me deslumbraba.

»Aunque no sabía quién era, y nunca lo había visto antes, sé que fue él quien me atrajo a aquel lugar. Y no solo porque algo se sacudió bajo mi kilt en cuanto le puse los ojos encima. No, fue algo mucho más intenso, algo nuevo para mí. ¿Sabes lo que son los escalofríos, ese hormigueo que te sube por las pantorrillas, te eriza el vello de los antebrazos y apelotona la sangre en tus mejillas? Después de experimentar todo eso, me sentí un gilipollas completo. Tenía dieciocho años, había montado a un buen número de hombres y mujeres y había hecho cosas mucho peores, no era un maldito mocoso. ¿Por qué me comportaba como uno? ¿Por qué hacía que me ruborizase igual que una damisela? Además, aún le faltaban algunas semanas para madurar, no tenía sentido quedarme perdiendo el tiempo cuando debía haber otros, ya maduros, no muy lejos de allí. Mi cerebro sabía todo eso, sí, pero los pies me habían echado raíces y ni un puñetero huracán habría conseguido moverme. Ganaron los pies. De nada le sirvió a mi sentido común tratar de razonar con ellos mientras me llevaban a zancadas hasta mi objetivo.

»Por entonces no se llamaba Mìcheal, por supuesto. Al principio disfrutaba atesorando el nombre que, para mí, era una de sus señas de identidad. Cuando lo pronunciaba, el sonido se convertía en un mantra que hacía rodar en mi lengua y me apaciguaba si estábamos separados. Lo utilicé muchos, muchos años, hasta que comprendí que eso no tenía sentido y mi mente dejó de relacionar ambos conceptos. No, él no era su nombre, y en el increíble cúmulo de detalles que le eran únicos y se repetían vida tras vida, ¿qué importancia tenía una palabra? Desde entonces intento olvidarlos todos y empezar de cero, con la esperanza, lo confieso, de que eso ayude a cambiar las cosas.

»Se ganaba la vida haciendo de juglar o, usando la vieja palabra celta, de bardo. Ya lo ves, desde el primer momento tuvo bien claro cuáles eran sus pasiones en la vida y nunca han variado, nunca. Su cabeza siempre ha estado mejor amueblada que la mía. Bueno, como decía, allí estaba él, con quince años, un laúd hecho polvo que había heredado de su padre muerto y una hermana, un par de años mayor, a la que alimentar. Iban de pueblo en pueblo, acudían a la taberna, él a cantar y ella a pasar el plato, y con lo que sacaban se las arreglaban para vivir. No era mucho, pero así la chica no tenía que abrirse de piernas por un trozo de pan. Tenía una voz tan hermosa, y tanto talento… Hasta aquellos tipos con el refinamiento de un nabo eran capaces de reconocer el genio cuando les golpeaba en la coronilla. Aunque no había puesto en práctica ni una de las picardías sobre las que cantaba, sabía cómo entretener al público, en qué momento había que guiñar un ojo o hacer un insinuante movimiento de caderas. En cuanto al laúd, cuidaba aquel pedazo de madera con cuerdas con todo el amor del mundo y sé que nadie más que él habría podido arrancarle aquellas notas. En fin… Al terminar se resguardaban donde podían y así continuaban, jornada tras jornada, hasta que los lugareños, cansados de la novedad, cerraban los cordones de sus bolsas y los forzaban a salir de nuevo a los caminos.

»En aquellas fechas habitaban una choza abandonada, cerca de la playa. Recuerdo el instante en que lo vi por primera vez, delante de la puerta desvencijada. El sol se reflejaba sobre el agua y el brillo era menos intenso que el de su pelo; el mar tenía un color que más habría merecido llamarse gris, comparado con sus ojos. ¿Te doy ganas de vomitar? Yo no era un jodido poeta por entonces, era un jodido guerrero y un jodido reproductor, pero ahí lo tienes, mi cerebro primitivo era capaz de conmoverse. Supongo que su primera reacción al pillarme con la mandíbula inferior descolgada y una boba expresión de borrego fue pensar que estaba comiéndome con la vista a su hermana, y su instinto protector se activó enseguida. No estaba armado y era un renacuajo en contraste con mi corpachón de bigardo, lo que no le impidió enfrentarse a mí y preguntarme, de muy malos modos, quién era y qué pretendía.

»Me quedé en blanco durante varios segundos. Aquella era una buena pregunta: ¿qué identidad me convenía adoptar? No tenía oficio, nunca lo había necesitado. Solo poseía mis espadas y las había dejado a buen recaudo, pues no convenía que un don nadie de mi calaña hiciese ostentación de ellas. Miré a mi alrededor, desesperado. Me fijé en la choza, cuyo tejado amenazaba con hundirse, la señalé y dije:

»—Soy techador. Te reparo el techo de la casa.

»—Faltaba más, señor techador, nada me haría más feliz. Lamentablemente, mi mayoral se retrasa con el dinero de mis rentas y estoy escaso de fondos para pagarle. Venga más avanzado el año, con la cosecha de otoño, quizá.

»Se sonrió, muy a su pesar. Mi expresión y mi poca vista debían resultarle divertidas. Y yo me sonreí, también a mi pesar. Por mucho que se estuviese cachondeando de mí, tenía las suficientes entendederas para apreciar que el chico era ingenioso. Ingenioso, y muy guapo.

»—Soy forastero en estas tierras y no conozco a nadie. En tanto busco una forma de ganar dinero, yo te arreglo el techo y tú me permites quedarme debajo de él. Es un buen trato.

»Le echó una mirada de reojo a su hermana. Era evidente que no le hacía gracia tener a un tipo más alto que el marco de la puerta campando a menos de un tiro de piedra.

»—Por San Andrés, nunca le pondría una mano encima a la muchacha —le dije.

»—Claro. Si es por San Andrés, entonces confiaré a ciegas. ¿Cómo no fiarme de alguien que jura por San Andrés? —preguntó con ironía.

»Me considero un hombre paciente a menos que las circunstancias requieran lo contrario. Ni era un animal, ni tomaba las cosas por la fuerza…, y mucho menos a él. Decidí ir despacio. Me di la vuelta y me alejé.

»—¿A dónde vas?

»—A buscar un hueco para sentarme entre aquellas piedras. Si a la caída de la noche un buen creyente se atreve a dejar a otro dormir al raso, no sé a dónde habremos llegado.

»No sé si era buen creyente, ¡pero yo dormí al raso! Después de verme vagabundeando durante horas con lo que aspiraba a ser un rostro desamparado no logré conmoverlo, y allá me quedé, acechando la choza y recordándome que era esencial que mantuviera mis manos alejadas de su cuello. No podía culparlo, los tiempos siempre habían sido duros y su hermana era muy bonita. Casi tanto como él.

»A la mañana siguiente, en cuanto abandonaron la playa y se dirigieron al poblado, hice el curso práctico de techador más rápido de la historia y me las apañé para parchear aquella ruina. Ya venían por el camino. Corrí a mi hueco entre las rocas y puse cara de circunstancias mientras el chico escudriñaba el techo, luego a mí y de nuevo mi precario trabajo. Dudaba. Daba la impresión de que estaba tentado de aproximarse a donde yo estaba pero no se atrevía. ¿Cuál fue el resultado? Otra noche haciendo de cachorro abandonado a la puerta de la casa. Esperaba que, por los menos, los remordimientos no lo dejasen descansar.

»Y al otro día se repitió el chiste, y yo completé mi obra maestra. Me alegra afirmar que aquello terminó de ablandarlo. Se acercó, algo ceñudo.

»—¿Me das tu palabra, por lo más sagrado, de que…?

»—No tocaré a la muchacha —completé—. Ya te lo he dicho, solo quiero un techo bajo el que dormir.

»Luchaba con su impulso de guardar las distancias. Sabes, ella era todo lo que tenía y, aun así, me dejó entrar en sus vidas. Quise creer que fue porque veía algo en mí, algo que lo atraía. Una fracción, siquiera, de lo que yo veía en él.

»En cuanto aprendes a reparar un techo, puedes reparar ciento. Qué diablos, yo era un tipo grande y fuerte y la gente podía permitirse algunas monedas para pagarme trabajillos aquí y allá. Cuando contribuí a llenarle el estómago a su hermana comenzó a verme con otros ojos, mucho más aliviados. Además, mi comportamiento no era nada inapropiado. No era ella la que me interesaba.

»No puedo decir lo mismo de la chica, que llegó a tomarme… un afecto notable. Las sonrisitas encubiertas tras la mano y los ojitos tiernos siempre han sido un lenguaje universal. En otras circunstancias me habría sentido halagado, pero me estaba costando la misma vida ganarme su confianza y no iba a estropearlo por un polvo tras las rocas que ni me apetecía. En mis pensamientos solo reinaba aquel chico inteligente que había visto mundo y, a la vez, conservaba una extraña candidez tan contradictoria como magnética. Lo oía contarme su corta vida, lo escuchaba cantar, lo miraba… Simplemente me sentaba en la arena y lo miraba correr por la orilla del mar en persecución de su hermana, riendo con ganas, haciendo volar el agua hasta ella de una patada certera. Luego se paraba sobre la franja húmeda, aguardaba a que pasara una ola y sonreía cuando sus pies se hundían y el agua le hacía cosquillas al retirarse. La luz de la tarde decaía, y su silueta se oscurecía hasta que debía esforzarme para distinguirlo. Estaba loco por él.

»En una de aquellas ocasiones ella corrió hacia mí, tropezó —eso quiero creer— y aterrizó en medio de mis piernas separadas. Se tomó su tiempo para apartarse y se restregó de forma innecesaria. No supe qué hacer con las manos; él estaba atento y no deseaba que me viese plantarlas en ninguna porción de la anatomía de su hermana. Si hubiese podido arrancármelas y lanzarlas lejos, creo que me lo habría planteado. Viendo que no iba a echarle un cable, la chica se levantó por su cuenta. ¿Adivinas qué hizo, el muy desgraciado? Volvió a empujarla sobre mi entrepierna con una risita de lo más canalla. Ya sabía yo que tantas canciones pícaras acabarían pasando factura. Ellos rieron. Me decidí a ayudarla, e ignoro si fue la falta de claridad, o mi propia imaginación, o qué cojones…, pero habría jurado que su mirada estaba llena de melancolía. ¿Eran celos por tener que compartir el afecto de la chica con alguien más?

»Aquella noche me escapé a dar un paseo y recuperé mi refugio entre las rocas. Si hubiera entrado con ellos a la choza y lo hubiese visto tenderse y caer dormido con esa expresión tan confiada, creo que no lo habría aguantado más y me habría lanzado sobre él. Y aún era muy pronto.

»Mi problema se presentó caminando a lo largo de la costa —mi problema y también mi solución, si él hubiese querido— y se sentó junto a mí sobre la arena. Genial; había salido huyendo para no comprometerme, y mi presunta víctima venía a abrir mis fauces ella misma y a meter la cabeza entre las dos filas de dientes. Por fortuna para él, yo apenas veía sombras negras, y no esas facciones que tanto me apasionaban. Para encenderme más, habría tenido que suplir los detalles con imaginación, y mi cerebro estaba prácticamente desconectado, después de prestarle toda la sangre a mi paquete.

»—¿Por qué no has venido adentro? —me preguntó. No abrí la boca, así que continuó—. Escucha, no pasa nada si te gusta mi hermana, la promesa de no acercarte a ella hace tiempo que quedó olvidada. Sé que a veces la observas. A ella le agradas y, si tú quieres…

»—No la miro a ella —lo corté. Mi paciencia se había agotado. No me importaba ganarme su confianza, ni que estuviera a punto de madurar, ni que unos cuantos tipos cabreados me estuviesen buscando tras mi larga ausencia. No me importaba una mierda, solo quería decirle la verdad—. Te miro a ti. Te he estado mirando a ti todo el tiempo.

»Se quedó mudo. Ya no podía distinguir si seguía ahí o si le estaba hablando a una piedra. Pese a mis esfuerzos para oír su aliento, no me llegaba más sonido que el rumor de las olas.

»—Por favor, dime algo —le pedí—. Es la primera vez en mis… en mi vida que le confieso esto a alguien, y tengo un nudo en la garganta tan enorme que me impide respirar, pero te juro que no puedo pensar en otra cosa que no seas tú. Y no como un amigo, o un hermano pequeño, sino de la manera que te estás imaginando.

»—Pero… pero… pero eso no es… —reaccionó, al final—. Los dos somos… Yo no soy una…

»—Soy muy consciente de eso y, aun así, no altera nada de lo que siento.

»Volvió a quedarse callado. ¿Qué te parece? No se había levantado para echar a correr, ni me estaba gritando que era un puerco, ni me partía la cara de un codazo. No, ahí estaba, cavilando, ponderando mi confesión. Confiaba en que no distinguiría mi cara de lobo hambriento.

»—No podemos hacerlo… —Su voz era poco más que un hilillo.

»—Nadie más que nosotros determina lo que hemos de hacer. —La mía era rápida como una serpiente.

»—Alguien podría vernos… —Hilillo.

»—Está oscuro y estamos solos. —Serpiente. Y de paso, posé mi mano sobre la suya.

»—Y eso nos convertiría en sodom…

»—Por favor, no pronuncies esa palabra. —Tiré de su brazo con suavidad—. Además, hay otras cosas.

»Me incliné sobre él sin atinarle en los labios. Gracias al cielo no se apartó, ni tampoco cuando le bajé por el cuello, ni cuando me metí en su camisa. Ahora sí oía su respiración alterada por encima del ruido del mar. Lo tumbé sobre la arena y busqué a tientas sus mejillas —en esta ocasión quería acertar—, y tanto me acerqué que noté su aliento caliente sobre mi boca. Me pasé la lengua por ella —estaba reseca— y luego lo besé. Fue un simple toque, una prueba para ver si reaccionaba, si respondía.

»Me dejó entrar. Dios… El tiempo podía haber marchado hacia atrás para lo que tardé en hundirle la lengua. Lo único que lamenté fue la completa oscuridad, que no me permitía ver su rostro. Bueno, para compensar, el resto de mis sentidos funcionaban al máximo. El del tacto amenazaba con provocar el estallido del bulto que ya remontaba mi kilt. Aquello me sugirió una asociación de ideas. Bajé la mano hasta su entrepierna y la acaricié; allí también había vida, vaya que sí. Aunque me costó trabajo interrumpir el beso, quería probar suerte con algo más intenso, así que me trasladé hasta la parte que estaba sobando y le abrí los pantalones con los dientes. Ah, su carne húmeda contra mis labios… No era mi primera mamada, desde luego que no, pero siempre que me había metido una polla en la boca había sido para conseguir algo a cambio, principalmente que me pagaran con la misma moneda. Entonces yo no esperaba nada de él, todo lo que pretendía era que lo disfrutara. Te juro que la prostituta más complaciente no se habría esmerado tanto para que él no notase que estaba entre los labios de un tío, y no entre las piernas de una mujer. Escupí para hacerla aún más resbaladiza, me tomé mi tiempo extendiendo la saliva y sorbí el extremo sin dejar un hueco por lamer. Luego la sumergí en mi garganta hasta el fondo. Cuando noté cómo empujaban sus caderas, casi me corrí. Digo casi, porque él lo hizo primero, sin previo aviso, apenas unos gemidos ahogados. Parecía tener miedo de hacer ruido y que nos descubriesen. Luego supe que se había estado cubriendo la boca con las manos.

»Lo mantuve caliente y húmedo hasta que dejó de sacudirse y de estar tan tenso como una cuerda de arco. El sabor era tan delicioso… Ya no pude más: hurgué entre los pliegues de mi ropa, me la sacudí hasta que se disparó y, joder, qué poco tardé. Allí me quedé, jadeando sobre su ingle, convencido de que se había percatado de lo que había hecho. Él se incorporó en silencio. Oí el susurro de la tela cuando se ajustó de nuevo los pantalones, el deslizar de la arena al levantarse. Y se alejó, con paso vacilante, sin una palabra. No me atreví a detenerlo, ni a seguirlo, ni a preguntarle si estaba bien, ni a indagar si le había gustado. En mi mente yo no era mejor que un violador que lo hubiese desvirgado a la fuerza. Pasé la noche en aquel sitio y no pude pegar ojo. Al alba tampoco me atreví a ir por la choza, ni por el poblado. No quería arriesgarme a presentarme ante él y que me diese la espalda o me gritase que era un cerdo. Aquel fue un día aciago.

»Antes de oscurecer acaricié la idea de meter la cabeza bajo el agua y dejarla allí. No iba a matarme pero, qué diablos, qué afortunado habría sido si hubiese caído inconsciente. Dejé la ropa en la orilla y me sumergí hasta la cintura. El mar —cabrón con suerte— estaba calmado… Después me senté a meditar en la parte de la arena que bañaban las olas. Adivina lo que estaba pensando. ¡Bingo! Mi pica se había puesto de nuevo en posición de recibir a la caballería. Supongo que eso me distrajo, ya que no lo oí llegar hasta que lo tuve encima. Él estaba mirándome. Hablaré claro, estaba mirándonos a los dos, a mí y a mi no tan pequeño amigo. Yo lo enfrenté, confundido por ese aparente sosiego, esperando una reacción acorde al miserable tratamiento al que lo había sometido. Y la reacción se produjo, si bien no fue la que me temía: cargó y me hizo caer de espaldas en un par de dedos de agua. Había esperado una sarta de recriminaciones, quizá un puñetazo o dos, no una carga. Se colocó a horcajadas sobre mi pecho y yo pensé «vale, aquí llega la somanta de palos, haz lo que te venga en gana, me lo merezco». Pero él no se movía; observaba el sol, que aún no se había colado del todo horizonte abajo; observaba la orilla desierta; me observaba a mí…

»No supe leer entonces esos ojos tan azules que me atravesaban desde lo alto, bajo sus cejas fruncidas. Podían estar gritando tanto mensajes de odio como una advertencia para que no me acercase. Yo estaba acostumbrado a lidiar con la violencia cara a cara, y la distinguía aun disfrazada detrás de una sonrisa hipócrita. No sabía que existía una faceta de ella que desconocía por completo.

»Me besó. Joder, me besó. O más bien, le sacó brillo a mis amígdalas con la lengua. Si me hubiese clavado un puñal no me habría sorprendido más, aunque no, era otra cosa la que me estaba clavando, y lo que le faltaba en técnica le sobraba en empuje. Empuje… Estaba sentado sobre mi estómago, con el extremo de mi águila rampante atrapado bajo sus nalgas. Yo sí que quería atraparlo a él debajo de mí y empujar, es muy difícil luchar contra los impulsos de este maldito cuerpo. Lo abracé y traté de girar para colocarme encima, pero no me dejó. La fiera se revolvió, se dejó caer con todo su peso, bajó hasta mi entrepierna, donde esperaba aquello, y lo rozó con los dedos, lo rodeó con las manos, lo probó, de pasada, con la punta de la lengua. A pesar de la luz moribunda aún pude echar una buena ojeada a sus labios cerrándose sobre todo lo que pudieron abarcar. Yo no me tapé la boca para no gemir, sino que lo hice alto y claro mientras subía las caderas y hundía las manos en su pelo. Si hay algún momento en mi vida del que puedo enorgullecerme por haber sabido controlarme, ahí lo tienes. El ansia por hundirme en otra parte de su cuerpo hasta las cachas… tienes que padecerla para saber cómo es. Lo que no conseguí fue evitar soltar el trapo dentro de él. Tosió, se enderezó, se pasó la mano por los labios e intentó distinguir, intrigado, lo que había en sus dedos.

»—Sabe salado… y amargo —me dijo.

»Sonreí. He ahí el más fiel retrato de la clase de hombre que era, de la que siempre fue.

 

»El tiempo que siguió fue el más feliz de mi jodida existencia. Me olvidé absolutamente de todo, del propósito que me había llevado allí, de la gente que me esperaba, de las espadas que se oxidaban en un agujero. Hasta recuerdo con embarazo lo baboso que llegué a ser y lo mucho que él se aprovechó. Cuando no tenía las manos y la boca ocupadas en otros menesteres, aquel bardo juvenil me tocaba el laúd y me cantaba canciones al oído, o me obligaba a hacerle los coros. Nunca había utilizado la voz para algo tan poco práctico como cantar y, sorpresa, sorpresa, no se me daba mal. Tuve un buen maestro. Pasábamos las tardes bajo la luz del sol; él, contándome las historias que había heredado de su padre, yo… contándole lo que me estaba permitido. Me reí como nunca me había reído. Cuando su hermana se dormía, nos fugábamos a las rocas y ya sabes lo que hacíamos. Era diferente, pensaba, cuando abrazabas a alguien para darle calor, en lugar de para recibirlo tú mismo. Estuve muchas veces a punto de decírselo. Tendría que haberle dicho tantas cosas… ¿Por qué no lo hice? Porque fui un gilipollas. Con todo, esa no fue la mayor gilipollez que cometí.

»Lo bueno siempre ha durado muy poco. Los míos me localizaron, muy cabreados, divididos entre el deseo de levantarme la voz y la falta de redaños para hacerlo. Y es que ellos también la habían cagado, ¿sabes? Se habían estado exponiendo y el tipo que por entonces no se llamaba El Abyad había descubierto a uno demasiado pronto. Los habría estrangulado a todos por semejante desliz imperdonable, pero el asunto era grave y no me quedaba más remedio que acudir. Corrí a la choza para avisarle de que me ausentaba y me la encontré vacía. Me dispuse a seguirlo hasta el poblado; detestaba la idea de abandonarlo sin una explicación, aunque fuese por poco tiempo. Entonces uno de mis hombres, alguien con más huevos que los demás, me recriminó.

»—Maldita sea, ya ha caído uno, ¿vas a dejar que mueran más por una estupidez? ¡Cumple con tu deber!

»Cumple con tu deber… Esa fue la mierda que me perdió. Debí haberlos mandado al infierno y salir tras él. ¿Por qué no lo hice? Porque pensé que serían unos pocos días, que regresaría cuanto antes y me lo llevaría conmigo. Ah, sí, ¿te lo he mencionado? Y porque fui un gilipollas.

»No fueron unos pocos días. Cerca de dos semanas más tarde, cuando aún estaba de cacería y no dormía ni el par de horas que me reservaba cada jornada para no volverme loco, envié al más joven de los nuestros para que lo hallara y le dijese que todo estaba bien. Aunque aquello me hizo ganarme nuevos reproches silenciosos, en el estado en que estaba bien podría haber matado a alguien con las manos desnudas, así que nadie abrió la boca.

»Cacé a mi objetivo antes de que mi mensajero regresara. Él y su hermana habían abandonado la choza y nadie sabía a dónde habían ido.

 

»Cuando volví a Skye, su rastro se había perdido. Ese radar que te avisa cuando alguien que no ha despertado anda cerca estaba mudo. Eso solo podía significar que estaba lejos… o que alguien se me había adelantado y lo había reclutado. Recé para que estuviera en la otra cara del globo. Cualquier cosa, antes que la alternativa. Me dieron noticias de que el hijo de un jefe de clan había pasado por allí no hacía mucho. Merecía la pena investigar, ya que no tenía otra pista y me habría estallado el cerebro si no hubiese hecho algo. En poco tiempo me planté ante las puertas de la residencia principal del clan, en donde celebraban la boda de uno de los chieftains con la bella esposa que le había proporcionado el jefe. Me asaltó el peor presentimiento.

»El hijo del jefe de clan era ese tipo grande, de pelo castaño y ojos grises que, en la actualidad, trabaja de picapleitos y se apellida Faulkner. Él estaba a su lado, y yo ya no sentía nada. El Faulkner de entonces lo había despertado.

»Averigüé después que él no había querido acompañarlo por propia voluntad, que seguía esperando mi regreso, y que el Alpheh negro había utilizado entonces a su hermana para convencerlo, prometiéndole un marido acomodado y una casa. ¿Qué vagabundo habría dicho que no a una boda con un chieftain? ¿Quién se habría atrevido a censurarlos? Y él no iba a dejar que ella se fuera sola con aquel noble pagado de sí mismo, es natural. Se marcharon juntos, apenas veinticuatro horas antes de que madurara, antes de que… lo despertaran.

»Nunca olvidaré su expresión cuando me presenté ante él, tal cual era, y le dije lo que sentía. Ni su rostro entregado cuando nos acostamos e hice lo que debería haber hecho desde un principio, seguir mis instintos en lugar de mi deber. La fatalidad había querido que se convirtiese en uno de los Negros, pero también era mío, todo lo mío que podía llegar a ser. Que no era, jamás sería suficiente.

»Le conté todo sobre nosotros, mentirle habría sido un sacrilegio. Lo quería tanto… Le pertenecía en la misma medida en que él me pertenecía a mí. Ahora, valorándolo en perspectiva, sé que fue un error, lo admito. Los dos éramos novatos en esa clase de sentimientos y quizá nos confiamos en exceso. Poco importaba que él hubiese preferido dejarse matar antes que traicionarme; seguía estando a las órdenes de un Alpheh que poseía el poder y los medios para tirarle de la lengua y forzarlo a obedecer. Cuando el futuro Faulkner supo quién era yo, no hubo manera de evitar el enfrentamiento. Procuré sacarlo de allí, buscarle un escondite donde estuviese seguro hasta que se me ocurriera algo. Fallé miserablemente.

»Lo mató uno de los Grises. Tenía diecisiete años.

 

»El espíritu berserker de ciclos anteriores volvió a poseerme y no me dejó detenerme a pensar, ni a descansar, ni a respirar. Sufríamos más y más bajas y no me importaba en lo más mínimo. Lo veía todo rojo, estaba hundido hasta los ojos en un río de sangre.

»Cuando todo finalizó, robé su cadáver. Esto no te lo he contado nunca, no he hablado de ello con nadie: a él le dediqué mi primer baile. Existía por la zona un lugar sagrado donde se practicaba una tradición viejísima de origen desconocido que, por entonces, había caído en el olvido. De hecho, el emplazamiento estaba cubierto de hierba y musgo. La persona más querida de un difunto debía tirar de su espíritu mediante un baile ritual, hacerlo pasar a través de su cuerpo y enviarlo al más allá, para que el camino entre ambos mundos quedara marcado y los dos se encontrasen al otro lado. ¿Cuál es el nombre de un guía de espíritus? Psicopompo. Qué apropiado. Estaba desesperado y habría hecho lo que fuera.

»Despejé la maleza y deposité el cuerpo en un hueco practicado en la roca, bajo una plataforma en alto, también de piedra, a la que se accedía por dos anchas escalinatas. El anciano músico que me acompañaba atacó una melodía suave y repetitiva. Comprenderás que lo último que me apetecía era ponerme a dar saltos como un borracho, pero lo haría por él, y más le valdría a alguien de allá arriba prestar atención a mis plegarias. ¿Había que dar saltos? ¿Girar igual que la rueda de un molino? Por Dios que lo haría. Saltaría como el masái más ágil, giraría como el derviche más enloquecido de la historia.

»Y lo hice. Mis pies golpeaban en la roca y se movían al compás mientras el músico avivaba más y más el ritmo. Perdí el control cuando los posé en el primer escalón de piedra. No sé quién les daba órdenes para que se moviesen tan deprisa; mi cerebro consciente, desde luego, no. Al tocar la plataforma debía estar en trance. Apenas recuerdo nada, excepto la certeza de que su cuerpo estaba ahí debajo y la vaga ilusión de que tiraba de su espíritu, de que se volvía uno conmigo. Y la música, la música que no dejaba de acelerar… Las vueltas, tan rápidas… La sensación de que la carne se me desprendía de los huesos…

»Se hizo el silencio de repente. Todas mis energías, todo lo que tenía dentro y que debería haberme alimentado en aquella vida, se vació. Caí de rodillas. Fue la primera vez que lloré.

 

»No tardé mucho en seguirlo. No esperaría, igual que un no muerto, a que llegase la conclusión del ciclo. Las cosas, confiaba, serían diferentes. Él estaría allí, en algún sitio, y yo lo alcanzaría antes. Ya ves, qué ingenuo… Mi ritual y nuestro dolor no sirvieron para nada, porque Faulkner, el muy hijo de puta, se las arregló para descubrirlo primero. Condenado cabrón… Considerando que no guarda recuerdos de sus vidas anteriores, su persistencia es increíble. En este ciclo, iluso de mí, me permití pensar que iba por buen camino. Tras mi apoteósico despertar me faltó el jodido tiempo para ir tras él. Mi primer paso fue acudir al Under 111 (qué reclamo más efectivo) como un buen borrego, y allí sorprendí al Alpheh negro con su anterior pareja, la chica. Respiré aliviado, asumí que nadie lo había despertado aún y seguí buscándolo. Él siempre había sido su pareja en las salidas de los Días Marcados, ni se me pasó por las mientes que Faulkner usaría una nueva estrategia. ¿Cómo iba yo a saber que ya lo había hecho de los suyos y lo tenía escondido entre algodones, apartado de las calles? En serio que no sé cómo lo consiguió. Debió darse de bruces con él exactamente después de despertar, porque yo no tardé ni cuarenta y ocho horas en plantarme aquí.

»Lo vigilé los Días Marcados, confié en mi radar. Durante casi dos años, puse un ojo en él y en el resto de los Negros. Justo cuando abandoné la ciudad y fui a buscarlo fuera, Mìcheal empezó a tener vida pública y a ir a bailar al club. Menuda broma, ¿eh?

»Y lo mejor de todo, la burla más monumental, la recibí al regresar y verlo con ese puñetero uniforme negro y esos guantes de cuero. Habría matado a Faulkner, en serio. ¿No es una de las primeras cosas que enseñas a los Alpheh? Si, al despertar a los elegidos, permaneces demasiado tiempo dentro de ellos, los vincularás a ti y nadie más podrá tocarlos. Todavía no he entendido el propósito de esa bestialidad. Será un viejo ritual para garantizar la fidelidad de tu facción, supongo, algo coherente en tanto duró la servidumbre de la gleba, pero hoy nadie lo haría a menos que fuese un cabrón. ¿Así le demuestras a tu gente que pueden confiar en ti, marcándolos con un hierro al rojo, como al ganado? Y no me vengas con que fue un error de principiante, sé que sabía muy bien lo que hacía; conozco a Faulkner mucho mejor de lo que él se conoce a sí mismo, y por eso me jode que aún sea capaz de sorprenderme. Creo que allá arriba hay alguien que está orquestando todo esto y se lo está pasando de vicio a costa mía. ¿Tengo razón, Monitore?

Era más que probable que el llamado Monitore no fuese un hombre, en el sentido literal de la palabra. Los Alpheh sabían que habían sido los Hermanos quienes lo pusieran sobre la Tierra y, por lo general, solo se manifestaba ante ellos. Era una figura neutral, cuya misión se limitaba a enunciar las reglas y observar lo que los elegidos hacían sobre el tablero de juego de los actuales moradores del palacio. Vestía siempre ropas sueltas y sencillas, reliquias de otras épocas. En su rostro hierático de piel oscura, cejas y cabellos negros y labios rectos, enmarcados por una barba estilo candado, resaltaban un par de ojos muy claros.

Su especialidad no era conversar, sino escuchar, y prácticamente no hacía otra cosa. En aquel momento acababa de asistir a la explosión de confidencias de Cienfuegos sin mover un músculo de la cara. Tras sus muchos años de reuniones, desde su primer encuentro en Italia, había aprendido que la única necesidad del joven era desahogarse, y que aquel largo monólogo había estado más destinado a sus propios oídos que a los del observador.

Rafael, de hecho, le había prestado poca atención. Monitore estudió la figura encaramada al hueco de la ventana: su torso desnudo, los viejos vaqueros negros hechos pedazos, los cabellos ocultando a medias su rostro, el sempiterno cigarrillo en la mano. Se había transformado desde Italia, y no se trataba de una mera cuestión física. Era una persona diferente.

No respondió.

—¿No dices nada? Ja, ja, qué raro, tú, que eres tan hablador —se mofó el joven, más por costumbre que por otra cosa—. En serio, Monitore, ¿qué demonios es todo esto? Faulkner, Jang y El Abyad siguen siendo iguales, y yo no me reconozco en el espejo. ¿Por qué he nacido con este cuerpo? ¿Por qué soy mucho más pequeño? ¿Por qué soy mucho más joven? ¿Por qué cuando desperté me pasó toda esa… mierda? No entiendo nada. ¿Acaso no he cumplido mi deber todos estos años? No sé qué carajo he hecho para merecer este castigo.

—Quien cumple su deber y da lo mejor de sí tiene la oportunidad de conducir a los suyos al palacio en el cielo —sentenció Monitore, con voz inexpresiva.

—Claro, la pirámide. —Sonrió con amargura—. Esa es nuestra máxima aspiración, ¿no? Eso debería mantenerme ciego, sordo y mudo, en tanto me lleguen las fuerzas para manejar una espada. Un palacio en el cielo no me basta, Monitore. Un palacio en el cielo está bien, pero yo nunca he disfrutado lo que he tenido en la Tierra. Nunca.

Rafael hundió la mano en sus cabellos y se los apartó del rostro. El observador lo miró, sin comprometerse.

—Ya no puedo más. No sé muy bien lo que voy a hacer, aparte de decirte que hasta aquí hemos llegado. No volveremos a pasar por esto nunca más. Seré un tipo encantador, un cabrón, una puta, lo que haga falta.

»Pero, de una forma u otra, cambiaré la historia.


[1]           Gaélico escocés.

Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de la novela. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de más, así que ya sabes… wink

¿Papel o ebook? Tú eliges

Otros libros de Corintia...

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Los datos de carácter personal que proporciones rellenando este formulario serán tratados por Ediciones el Antro como responsable de esta web, cuya titularidad corresponde a Elena Naranjo González, con NIF 74927972K. La finalidad de la recogida y tratamiento de estos datos es que puedas dejar comentarios en nuestros productos y entradas y, si lo selecionas, el envío de emails con novedades, primeros capítulos, promociones... Estos datos estarán almacenados en los servidores de OVH HISPANO, S.L., situados en la Unión Europea (política de privacidad de OVH). No se comunicarán los datos a terceros. Puedes ejercer tus derechos de acceso, rectificación, limitación y supresión enviando un correo electrónico a info@edicioneselantro.com, así como tu derecho a presentar una reclamación ante una autoridad de control. Puedes consultar la información completa y detallada sobre protección de datos en nuestro AVISO LEGAL Y POLÍTICA DE PRIVACIDAD.