Ocho mil kilómetros •Capítulo 17•

17
Lo que mal empieza

 

El noviazgo más corto de la historia. Ese había sido el suyo, una historia de amor de menos de veinticuatro horas que le dejó mal sabor de boca y una intensa congoja en el pecho que no quería irse.

Todo había comenzado días atrás, en aquel callejón con la única iluminación parpadeante de una expendedora de bebidas calientes y entre un buen montón de besos furiosos y anhelantes. Besos de Arian. Sus labios eran todo lo que había deseado, lo que llevaba esperando meses; unos labios que nunca hasta ese momento creyó poder tener. Sabían a pasión y un poco a cerveza y todavía no se había saciado de ellos cuando el sentido común les hizo abandonar la privacidad del estrecho pasaje y regresar a casa antes de que la hora se volviera aún más intempestiva. No hubo promesas después de más besos de despedida; sí hubo más palabras susurradas al oído, más declaraciones de amor. Demasiado bonito para ser verdad.

La mañana siguiente vino acompañada de resaca y de café: el que Arian le llevó al trabajo como tantos otros domingos. Aunque ese domingo era diferente. Su beso en los labios nada más encontrarse al amparo de la soledad lo demostraba. Y sus miradas, sus sonrisas y los roces casuales cuando, a ojos de los demás, solo le enseñaba un artículo interesante en cualquier revista de la sala de espera o le tomaba la bandeja de té de las manos para ayudar a repartirlo entre los pacientes. Se pasó el día deseando que llegaran las seis de la tarde para poder cerrar y comportarse con él como le dictaba el corazón. Nada de carantoñas bien disimuladas: un buen abrazo y un beso como Dios manda es lo que quería darle, y tuvo la ocasión en cuanto activó el bloqueo de las puertas automáticas después de que el médico de guardia las atravesara.

—No puedes hacer esto más —dijo Matsubara, con su rostro entre las manos y la boca medio ocupada.

—¿El qué, besarte?

—No, idiota. Venir aquí y obligarme a contenerme durante todo el día.

—Entonces ya no vendré a visitarte los domingos.

—Pensándolo bien, ven todos los domingos.

En ese momento, por la cabeza de Matsubara ni siquiera pasaba la idea de que, en unas horas, él mismo iba a prohibirle lo que le acababa de pedir. Todo estaba siendo perfecto, tal y como deseaba desde hacía meses. Tan perfecto que rozaba lo irreal.

No supo cómo había acabado en uno de los sofás de la sala de espera. Daba igual. Arian lo había empujado hasta allí o él había tirado de Arian; no era una cuestión que le importara especialmente en ese momento, no cuando tenía los dedos enterrados en una mata desgreñada de pelo naranja y los labios empezaban a arder de tanto que apretaban contra los otros.

—Espera.

Pronunciar aquella petición fue casi una tortura. Arian se sentaba sobre sus piernas a horcajadas, mantenía la espalda encorvada y no dejaba de besarlo. Tenía las manos, calientes y atrevidas, metidas bajo su camiseta.

—No quiero —fue su obstinada respuesta—. Quítatela, Matsu.

—No, en serio. Espera. Aquí no. Ahora no.

—¿Dónde? Oh, Matsu…

Era una tentación demasiado grande y el endiablado de Arian sabía cómo hacerlo sucumbir. Le acariciaba los costados por debajo de la ropa y le besaba el cuello. Más que eso: se lo lamía y se lo quería comer a mordiscos.

—Arian.

Gimió su nombre cuando lo sintió abandonando la piel de sus costados. Pensó que iba a hacerle caso, pero de inmediato se dio cuenta de su error: solo había dejado de tocarlo para abrirle el botón de los pantalones.

—No, para, de verdad.

Le sujetó las muñecas y se las hizo quitar de ahí. Ambos tenían la respiración acelerada y las pecas de Arian resaltaban bajo la piel enrojecida. Lo miraba furibundo, como un crío al que acaban de arrebatarle la golosina que segundos antes le prometieron.

—¿Por qué? —preguntó.

Se levantó de donde estaba y se quedó de pie, frustrado.

—No quiero hacerlo aquí —explicó—. Es mi puesto de trabajo, apesta a desinfectante, no sé qué clase de enfermedades han podido pasar por este sofá y además es la clínica de mis padres. Podrían aparecer por aquí por cualquier razón.

—¡Pero si nunca vienen los domingos!

—Da igual, es muy arriesgado.

Arian resopló y se apartó la melena de la cara; a veces lo desesperaba un poco.

—Vamos a alguna consulta. Tienen pestillo, ¿no?

—Sí, lo tienen…

La idea era tentadora. Muy tentadora. Aunque a Matsubara no solo le preocupaba el dónde sino también el cuándo: no podía negar, y si lo hiciera sería una gran mentira, que deseaba como el que más lo que Arian le sugería, pero antes de llegar hasta ahí quería saber muchas cosas. Mil preguntas rondaban por su cabeza porque hasta la noche anterior creía tener cero posibilidades con él.

—No, esperemos. Por favor. Quería hablar contigo antes que nada, hay tantas cosas que me gustaría saber…

—Pero te tengo muchas ganas.

—Y yo, pero quiero hacer las cosas bien. ¿Sabes lo que significa «empezar la casa por el tejado»? —Arian asintió—. No suele dar buen resultado. Salgamos de aquí, vamos a cenar y… hablamos, ¿vale? Por favor.

—Primero citas y luego sexo, ¿no es así?

—¡Arian! No seas tan…

—Tú también lo piensas, pero no lo dices —acusó, aunque su semblante estaba más relajado e incluso sonreía—. Nunca lo dices. Pero forma parte de ti y me gusta.

Matsubara no tuvo réplica a eso. Solo apartó la mirada y se abrochó de nuevo el pantalón.

—Vale, a lo mejor tienes razón. Nada de empezar la casa por el tejado, ¿no? —El más mayor negó con la cabeza—. Yo también creo que tenemos que hablar, así que vamos. Pero tú invitas.

 

Acabaron en el mismo fast food que descubrieran en su primer día oficial de trabajo. Habían repetido en varias ocasiones y empezaban a poder considerarse clientes asiduos. No tenía nada de especial, pero la comida estaba buena, era barata y los empleados rápidos y amables. Y había un par de rinconcitos que podían proporcionar una relativa intimidad al amparo de un cristal translúcido, aunque esa era una ventaja que hasta la fecha no habían considerado necesaria.

—¿Sabes qué? Estás guapísimo con el pelo recogido —le confesaba aprovechando esa intimidad.

En la clínica habían necesitado un rato para poder serenarse; Arian consiguió mantener a raya sus rizos con una goma elástica y Matsubara necesitó mojarse la cara y el cuello para que la temperatura le bajara un poco.

—¿Sí? No sabía que te gustara así, me lo recogeré siempre. Nunca me dices piropos.

—Porque eran demasiado…, ya sabes.

—Eres un tímido —se rio Arian y, como si quisiera explotar un poco esa faceta suya, tomó un par de patatas fritas entre los dedos y las embadurnó bien de salsa antes de acercárselas a los labios—. Di «aaaah».

—¿Qué? ¡Ni hablar!

—¡Te has puesto rojo! Vamos, Matsu, o te mancharé.

La salsa amenazaba con gotear directamente sobre el pañuelo que le cubría el cuello y que no quería quitarse: lo necesitaba no para protegerse del frío, sino para ocultar unas marcas que por la mañana no estaban ahí. Marcas que Arian le había hecho un rato antes.

El jueguecito de Arian, en el fondo, le gustaba. Estaba enamorado y podía decirse que aquella era su primera cita. La primera cita con el chico que llevaba meses formando parte de sus sueños. Así que abrió la boca, dejó que le diera el par de patatas y que le robara un beso mientras las masticaba.

—¡Podría vernos alguien!

—No nos ve nadie, de verdad. Va, Matsu, estar contigo y no poder besarte ni un poquito es cansado, ¿a ti no te cansa?

—¿Cansarme? Hm, no sé. Ahora me gustaría besarte todo el tiempo, así que supongo que sí.

—¿Solo ahora? —La pregunta sonó sugerente, tanto como lo era la sonrisa que puso al hacerla.

—Siempre.

—Y yo. No te digo que nos enrollemos en público, eso no está bien, pero ¿no puedo cogerte de la mano o darte algún beso cuando no haya gente mirando? Me he aguantado un montón de tiempo.

—¿Cómo que un montón de tiempo? ¿Mucho?

Matsubara lo miró de reojo. Esa era una de las cosas que quería saber: ¿desde cuándo?

—Claro, desde que empezamos a salir.

—Arian, hablas como si hiciera meses de eso —dijo, y emitió una risilla.

—¿Meses? ¡Matsu, estamos en septiembre!

Esa exclamación y las suaves carcajadas de Arian le hicieron levantar las cejas y mirarlo con curiosidad.

—Pues claro que estamos en septiembre, ¿de qué me estás hablando?

—¿De qué me estás hablando tú? Yo me refiero a que después de más de un mes no podía aguantarme más.

—¿Más de un mes de qué?

—De salir juntos, ¿de qué iba a ser si no?

Matsubara dejó su hamburguesa sobre el papel del envoltorio antes de darle el bocado que se disponía a dar cuando Arian habló. Algo se le escapaba, desde luego, porque no comprendía una sola palabra. Y no era el único que se encontraba perdido en aquella conversación de besugos: Arian mantenía su misma expresión de desconcierto.

—Vamos a ver… Recapitulemos, porque me parece que no hablamos de lo mismo. Según tú, ¿desde cuándo salimos juntos? Para ser más exactos y que no haya confusión: ¿desde cuándo somos novios? Porque… lo somos, ¿no?

—Claro que sí —respondió Arian con un asentimiento de cabeza—. Desde que volvimos del onsen.

Matsubara rememoró aquella noche. Los besos que le regaló, lo perdido que se había sentido entonces y la tremenda desilusión cuando Arian se los explicó como si no hubieran tenido la más mínima importancia. Lejos de alegrarse al darse cuenta de su error, se sintió ridículo. Ridículo por sus noches dándole vueltas a la cabeza y la creciente angustia que se había albergado en su pecho a lo largo de esas semanas. Ridículo porque todas esas acciones que, ahora comprendía, eran en realidad muestras de cariño y algo de claro flirteo, él las había interpretado como meras burlas.

—¡Pero me dijiste…! —empezó a reprochar—. Me besaste porque, según tú, tenía cara de necesitarlo.

—Y es verdad —se quiso defender—, pero me correspondiste, ¿no? Significó tanto para ti como para mí.

—¡Yo creía que para ti no significó nada! Arian, nunca me has hablado de esto. ¿Lo has dado por hecho y ya está?

—¿No lo dabas tú por hecho?

—¡Claro que no!

Resopló y se cubrió la cara con ambas manos. Todo aquel asunto era de locos, casi parecían estar hablando en idiomas distintos porque, aun refiriéndose a lo mismo, no se entendían. Y no le gustaba. Antes de esa noche de agosto lo hacían a la perfección. Parecían estar en sintonía cuando uno acertaba los gustos del otro, cuando con cruzar una mirada entendía que podía contar con él; un par de besos y todo se había roto.

—Debiste decirme algo. ¿Tienes idea de cuánto tiempo llevo resignándome contigo? ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que entendería que me hubieses besado así, sin más? Merecía una explicación.

—Siempre te sientes incómodo hablando de esos temas; no quería agobiarte.

—Por favor…, ¿agobiarme?

Matsubara rio con acritud. No estaba divirtiéndose, no encontraba la situación graciosa para nada. Fue más bien una risa cínica, incrédula.

—Y… tenía miedo.

Se quedaron en silencio un momento. Observó a Arian y este, a su vez, fue incapaz de mirarlo a los ojos.

—¿De qué? —preguntó Matsubara al fin.

—De muchas cosas. No estaba seguro de gustarte, así que me daba miedo decirte nada. Y cuando te besé…, lo que te dije era verdad: tenías pinta de necesitar un beso. Y me daba mucho miedo que estuvieras conmigo por algo así. No sé si puedo expresar…

—Inténtalo.

—Yo creía que querías tener novio a toda costa y que no te importaba quién.

—Así que crees que estoy tan desesperado como para salir con cualquiera. Gracias, eso no me deja en muy buena posición.

—¡No, no es eso!

—Pues tendrás que explicarte mejor porque ahora mismo me siento muy ofendido, Arian.

El mencionado volvió a quedarse en silencio mientras elegía las palabras correctas. Y a pesar del enfado que le había causado, Matsubara fue paciente; comprendía que le costara hilar las frases si eran complejas y, desde luego, el asunto que los abordaba lo era y mucho.

—Creo que hace tiempo que tienes ganas de enamorarte. Para ti fue difícil aceptar que te gustan los chicos, pero lo hiciste y desde entonces creo que has estado deseando vivir una historia de amor, que te la merecías. Por… por eso me daba miedo que creyeras enamorarte de mí pero te engañaras. Dime que me entiendes, por favor.

Su expresión acongojada lo ablandó un poco. Arian lo estaba pasando mal, de eso no cabía duda. Desde que comenzaran a hablar no había tocado su comida, y nada quedaba de su habitual alegría. Parecía verdaderamente preocupado de que sus palabras no le llegaran, de no ser capaz de lograr que su enfado se desvaneciera.

—Sí, te entiendo —respondió, y el otro suspiró de alivio—, pero te equivocas en algo: no podría confundir mis sentimientos hacia ti porque me mostraras un poco de cariño. En realidad, te quiero casi desde que te conocí. Me fijé en ti el día en que te recogí al caerte de la moto, ya entonces me gustaste y me fui enamorando poco a poco. Cuando te confesé que soy gay ya estaba loco por ti.

—Tanto tiempo… —murmuró Arian con la culpabilidad en la mirada y la cabeza gacha.

—Créeme: no quiero estar contigo por capricho. Y no sabes lo difíciles que han sido para mí estas semanas. Creía que no significaba nada para ti y que no te dabas cuenta de lo que podías provocar con tanto abrazo y tanta insinuación.

—¡Lo sabía! Claro que lo sabía y quería, uhm, provocarte.

—Pequeño sátiro. Lo conseguiste —confesó.

Intentaba seguir molesto con él, pero no era fácil cuando mantenía esa expresión de arrepentimiento y tenía tantas ganas de besarlo. Uno no suele besar a nadie con quien está enfadado, ¿no?

Suspiró al darse por vencido y al fin le cogió una mano entre las suyas, alzó un poco la cabeza para asegurarse de que nadie alrededor los miraba y se inclinó hacia él para besarlo. Solo un piquito fugaz porque no olvidaba que estaban en un lugar público y no quería crear ninguna conmoción, pero por el momento fue suficiente, ya que gracias a ello Arian recuperó la sonrisa, una tímida y arrepentida. Claro que el momento de tregua duró bien poco.

—Entonces, ¿me perdonas?

—Sí. ¡Pero sigo enfadado!

—Te compensaré, te lo prometo.

Matsubara asintió y, con el apetito recuperado, dio un par de bocados a su hamburguesa, que ya se había quedado fría.

—Matsu —llamó Arian al momento—, si hace tanto que te gusto, ¿por qué no me dijiste nada?

—¿Cómo iba a decírtelo? A ti no te gustan los chicos, aun ahora me pregunto cómo puedes estar conmigo. Pensaba que te sentirías incómodo.

—Te equivocas: claro que me gustan los chicos.

Pasar garganta abajo la bola de carne fría y pan manido fue un trabajo complicado, y es que se le había cerrado el gaznate ante las últimas palabras pronunciadas con ese acento suave y casi líquido.

—¿Te… te gustan…? —Casi no podía reaccionar—. Arian, ¿te gustan los…? ¡¿Te gustan los chicos?!

Se levantó de golpe, tanto que atrajo algunas miradas hacia su persona. Miraba a Arian con fuego en los ojos, iracundo. Debía alegrarse por la noticia, pero la forma, el momento y el lugar en que se había enterado solo consiguieron reavivar un enfado que ya casi estaba extinguido.

El menor le tiró de la manga para intentar que volviera a tomar asiento, pero Matsubara lo apartó de un manotazo.

—¿Cuándo pensabas decírmelo?

—¡Lo siento, Matsu! Vamos, siéntate —le pidió en un susurro.

—¿Cuándo?

—¡No hacía falta, no te lo iba a decir!

De todas las posibles respuestas esa era, sin duda, una de las peores. Y Matsubara ya no quiso seguir con esa conversación, por lo que, cegado de ira, se puso la chaqueta de punto que llevaba para protegerse del fresco de la noche, recogió la bandeja con su cena a medio consumir, la vació con fuerza en la papelera más cercana y se dirigió a la salida del restaurante.

Arian trató de detenerlo, pero él no lo escuchó. Y para ese momento toda la clientela y muchos de los empleados estaban tan pendientes de la trifulca que hasta a él le resultaba incómodo. Prefirió, pues, coger los dos cascos y salir de allí como una exhalación. Lo alcanzó a apenas unos metros del local.

—¡Por favor, tienes que escucharme!

—¡Y una mierda! Me has engañado todo este tiempo jugando el papel de amigo comprensivo.

—¡No es verdad!

—Ahora lo entiendo todo. Tu empeño porque saliera del armario era para no ser el único, ¿no es así?

—¡No!

—¡No me mientas más, Arian!

Desde que saliera del burger no había dejado de caminar a paso rápido seguido de cerca por Arian, que hacía lo posible por detenerlo. Al final fue el propio Matsubara quien se paró en seco y lo encaró.

—¿Tienes idea de todo por lo que he pasado estos meses? ¿De lo que he soportado por ti, por creerte hetero? Dios, he sido un tonto. Me has tenido engañado con toda la historia de tu novia. ¡Dijiste que besaste a Rose! ¿Eso también era mentira?

—¡No, nada era mentira! ¡Por favor, escúchame! —rogó, las manos en su pecho para que no siguiera caminando y las lágrimas cayendo libres por sus mejillas—. Nunca te he dicho nada porque yo no soy gay.

—Vamos, cuéntame otra historia: acabas de decirme que te gustan los chicos.

—¡También los chicos! Ni siquiera…, no mucho, ¿entiendes? Si tuviera que elegir siempre preferiría una chica, pero no puedo elegir de quién enamorarme y tú fuiste el primero.

—¡Y no tuviste las agallas de decírmelo!

—¡Tú tampoco! ¿Cuál es tu excusa, que se suponía que no me gustarías porque no soy gay? ¡Aun así has sido un cobarde! ¡Yo no podía!

Como la noche de su cumpleaños, de nuevo la discusión subía de volumen y, con él, el número de curiosos que se arremolinaban a su alrededor. Para alguien como Matsubara, tan celoso siempre de su intimidad, tener a un montón de desconocidos pendientes de lo que decía era inaguantable, pero era tal su enfado que ni siquiera se daba cuenta. Aun así, los susurros de la muchedumbre comenzaban a distinguirse: «¿Ha dicho que es gay?», «¿Una pelea de enamorados?», «Mamá, ¿qué es gay?». Gay, gay, gay. La palabra resonaba en murmullos mal disimulados que parecían señalarlos con el dedo.

—Vámonos, por favor —pidió Arian, rojo de vergüenza.

Matsubara se dio cuenta al fin del espectáculo que estaban montando y, con un gruñido, reemprendió la marcha calle abajo seguido del más joven.

Caminaron unas cuantas manzanas hasta que volvieron a ser dos transeúntes anónimos y se desviaron hacia un pequeño parque solitario. Ya había anochecido, por lo que el lugar estaba desierto; era perfecto para terminar con su conversación. Y de paso la caminata les enfrió los ánimos. Así no se dirían nada que no sintieran de verdad. Matsubara se detuvo unos pasos por delante de él, sin girarse. Con la vista clavada en los pies, removió un poco de la gravilla que pisaba.

—Habla —lo instó al fin.

Arian comenzó a hacerlo a su espalda, las manos metidas en los bolsillos con los dos cascos enganchados en el codo y la voz temblorosa.

—No quería darte falsas esperanzas.

—Falsas esperanzas ¿de qué?

—De que yo también lo fuera. Alguna vez me he sentido atraído por chicos, pero fue… poca cosa. Creía que solo era una etapa o algo platónico, lo supe cuando entendí que me gustaba mi profesor particular, a los catorce años. Y luego tuve novia y me sentí bien. Nos acostamos poco antes de cumplir los dieciséis y estaba convencido de que lo de los chicos se me había pasado. Hasta que te conocí. Me costó mucho tiempo darme cuenta de que lo que sentía no era gratitud ni amistad. Cuando me planteé lo de Rose fue porque quería recordar el sexo con una chica y quitarte de mi cabeza, pero ella me abrió los ojos.

—Lo de Rose fue antes de mi cumpleaños, ¿te das cuenta del tiempo que ha pasado?

—Sí, mucho. No fue inmediato, Matsu. Y no quería venir a ti diciéndote «eh, adivina: también me gustan los chicos» y estar equivocado. No quería cagarla, no contigo, porque nunca me he sentido así antes. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti, pero hasta yo sé que si físicamente no funcionamos…; había mucho en juego para probar a ver qué tal, y si no salía bien dejarlo correr.

Matsubara no pudo negar que esa confesión encendió una pequeña llamita en su corazón, el cual en esos momentos le pesaba como si se hubiera convertido en piedra. Aun así, era demasiado pequeña en comparación con lo dolido que estaba.

—¿Y qué te hizo cambiar de opinión, eh? ¿Decidiste «probar a ver» conmigo?

—… No.

Matsubara se giró lentamente y lo miró a los ojos. Pudo ver la vergüenza en él, la culpabilidad.

—¡Dios mío! —exclamó.

Que Arian bajara la cabeza y se volviera de repente más pequeño confirmó la sospecha.

—¡Te acostaste con alguien! ¿Verdad? Te acostaste con un tío.

—¡No fue nada, solo sexo!

—¡Me traicionaste!

—¡No teníamos nada, Matsu! No eres justo, no eres nada justo. Tú también tuviste algo con ese Ichiro y a mí me comían los celos, pero no podía decir nada.

—Porque tú ya te habías metido en la cama de otro.

—No, eso fue después. No importa cuándo, no tuvo ninguna importancia.

—Para mí la tiene ahora. La tiene porque lo de Ichiro fue un error del que siempre me he arrepentido, y me sentí horrible conmigo mismo al saber que había traicionado mis sentimientos hacia ti. Aunque no los correspondieras, o yo no lo creyera así, te quería y si tenía que estar con alguien, quería que fuese contigo o con nadie. Me resigné a estar solo por ti, por alguien que no creía posible que me correspondiera. Por eso me duele tanto que insinúes que podría estar contigo por necesidad, y que tú te acostaras con otro hace que ya no me fíe de tus sentimientos. Tal vez no sean tan fuertes como dices.

—¡Lo son, te lo juro! Mírame —pidió, la vista de nuevo levantada y empañada de lágrimas fija en él, en sus ojos—. Te quiero, es la verdad y lo único que me importa ahora.

—Pero no es lo único que me importa a mí. Hoy he descubierto a otro Arian. Te tenía por alguien sincero y sin complejos, por alguien cuya fortaleza ha sido un pilar al que agarrarme cuando he flaqueado. Pero solo me estaba agarrando a un montón de arena. ¿Cómo sé que lo que siento no es hacia la imagen que tenía de ti? Una imagen equivocada.

—¡Soy yo, no ha cambiado nada! Por favor, dame una oportunidad, dánosla a los dos. Quiero estar contigo.

—No, Arian. El daño que me has hecho es… demasiado. No podría salir contigo.

—Por favor —insistió, y sus palabras terminaron rotas por los sollozos. Arian lo agarraba con fuerza de la chaqueta y le apoyaba la frente en un hombro, su cuerpo temblando de pies a cabeza. Matsubara no le correspondió.

Aguantó estoico el agarre y sus lágrimas hasta que decidiera soltarlo mientras sentía que algo se le había roto por dentro. Algo irreparable. Y aguantando él mismo las ganas de llorar, luchaba por encontrar una solución que no existía, pues cada nuevo pensamiento era una nueva señal descifrada. Recordaba cada una de sus reacciones, de sus indirectas y sus directas, y todo cuadraba como un puzle recién terminado. En esa maraña de conjeturas también apareció un simple comentario que acababa de hacerle: «Nos acostamos poco antes de cumplir los dieciséis». Sabía bien la historia de su novia noruega y, si no erraba, ni siquiera había pasado un año desde entonces. Era un crío. Un crío de casi diecisiete años y él, cegado por el amor, había dado por hecho que tenían casi la misma edad.

—No te conozco —confesó al fin. Y sin la rabia que le había acometido al comienzo de la discusión le soltó los puños con que lo agarraba y lo obligó a apartarse con suavidad—. No voy a salir con alguien a quien no conozco.

—Dime que podemos seguir siendo amigos. Con eso me conformo, te prometo que a partir de ahora seré sincero contigo.

Arian estaba desesperado y eso era obvio. Hasta el ridículo. Podía contentarse con unas migajas de estar Matsubara dispuesto a arrojárselas. Pero no lo estaba.

—Que lo insinúes siquiera ya es increíble. ¿Quieres que tenga que soportar seguir viéndote sabiendo lo que siento por ti, lo dolido que estoy ahora mismo?

—Te lo compensaré, de verdad. Haré que te olvides de todo. Por favor…, no me dejes —rogó, y lo hizo con un hilo de voz y las lágrimas mojándole hasta la barbilla—. Por favor.

—No, Arian. Se acabó. No quiero volver a verte nunca.

Supo que no era verdad en el mismo momento en que volvió a darle la espalda y lo dejó allí, solo y desconsolado. Supo cuánto añoraría sus charlas, sus cafés domingueros y sus no-citas a la orilla del río, sus ojos del color del mar, su nariz enrojecida de frío y sus dedos calientes. Y sus besos, esos que una vez había probado y ya no quería dejar ir. No quería pero debía, porque sabía que nada que hubiera comenzado con tan mal pie podría prosperar. «Lo que mal empieza, mal acaba».

Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de la novela. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de más, así que ya sabes… wink

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