Montañas, cuevas y tacones •Capítulo 1•

Aquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de Montañas, cuevas y tacones, de Laurent Kosta; una novela homoerótica cuyos protagonistas pasarán por el duro proceso de conocerse a sí mismos y enfrentarse a sus circunstancias, desde el cerrado entorno rural al brillo intenso y en ocasiones falso de las grandes ciudades. Ahora bien, te advertimos dos cositas:

1. Esta novela es para mayores de edad por su contenido sexual.
2. Es una historia adictiva que no podrás dejar de leer.

Aclarado esto, ¡bienvenid@ a este antro!


Había un pequeño gorrión aplastado a la entrada, su plumaje desgreñado asomaba apenas entre el barro y las hojas muertas del suelo. Lo vio nada más cruzar la cancela metálica que daba acceso a la casa, junto al camino de tierra que llevaba hasta el pequeño porche que hacía las veces de garaje. Aún no había llegado nadie. Iván miró a su alrededor para comprobarlo de todas formas, tal vez para encontrar un culpable o puede que solo para asegurarse de que nadie lo observaba. Sabiéndose solo, se agachó y cogió con cuidado al pequeño pajarito que yacía deforme y medio desplumado sobre la tierra, lo limpió con cuidado de los hierbajos y hojas que se le habían pegado, aún de cuclillas le susurró palabras de consuelo —tranquilo, ya está…— por si tuviese miedo de estar muerto. Allí mismo, junto al camino, hizo un pequeño agujero en la tierra con uno de los mosquetones de su cinturón. No tardó mucho, pues no necesitaba mucha profundidad, el animalillo apenas ocupaba parte de su mano. Sin mucho esfuerzo lo enterró, palmeó la tierra bajo la que reposaba y puso una ramita marcando el lugar, representando una pequeña tumba. Cuando se incorporó aún miraba en dirección al suelo, sacudiéndose a golpes la tierra de las manos sobre sus pantalones, y cuando se dispuso a volver sobre sus pasos, se topó con la mirada de dos hombres que lo observaban curiosos en silencio desde el camino. Iván notó enseguida cómo se le encendían las mejillas al verse descubierto en una acción tan… ¿infantil? Aunque la mirada de su público improvisado no era de reproche, más bien evocaba cierta ternura.

—¿El señor Valenti? —preguntó Iván, queriendo desviar la atención de su ridícula ceremonia de entierro lo antes posible.

—¿Eres Iván? —adivinó a su vez el más mayor de los dos hombres.

—Creía que aún no habían llegado, espero no haberles hecho esperar.

—Oh, llegamos hace apenas media hora, ¿no es así…? —preguntó al más joven de forma retórica—. La valla estaba abierta, así que entramos a ver el jardín, espero que no te moleste.

—No, claro, la casa es suya…, eh… Bienvenidos. —Fue a estrecharles la mano, luego recordó que acababan de verlo enterrar un pájaro muerto y retiró el saludo dejando colgado a su receptor. Entonces pensó que tal vez malinterpretara aquel rechazo—. Perdón —se disculpó, notando cómo volvía a arderle el rostro—, debería lavarme las manos.

Los dos hombres sonrieron compasivos, incluso con cierto gesto maternal, e Iván se quedó congelado observándolos incrédulo mientras ellos lo observaban a él, y quedaron las miradas, durante unos instantes, suspendidas en el tiempo.

—Les mostraré la casa… —dijo, obligándose a volver a la acción e intentando ocultar su nerviosismo.

Los tres se pusieron en marcha por el camino de tierra que atravesaba un jardín boscoso que se perdía en un mar de tonalidades de verde, con un césped cuidado y árboles centenarios, que llevaba hasta una casona reformada del siglo XII. Una pequeña mansión que se alquilaba por temporadas como casa rural de lujo, de piedra vista, de muros gruesos y techos altísimos, combinada con las vigas de madera oscura que le daban el toque autóctono y sus ventanales que se abrían a pequeñas terrazas de madera. No era de su familia, su madre gestionaba el alquiler para la familia Sainz de Rubín como complemento al hostal rural que regentaba en Fuentequebrada, en Cantabria, un pequeño pueblo que conservaba su encanto de casas de cuento y caminos de tierra entre árboles frondosos y paisajes de ensueño. Excepto en la zona baja del pueblo donde algunos bares y tiendas desafiaban su estilo de aldea rural amagando con el progreso, el lugar en el que los más jóvenes intentaban despertar de la marginalidad y sentirse modernos. Con apenas seiscientos habitantes, Fuentequebrada solo cobraba vida en las temporadas de vacaciones y buen tiempo cuando el turismo rural y de aventura lo invadía atraído por las esbeltas montañas que rodeaban su pequeña aldea. Los aventureros de ciudad venían ávidos de adrenalina, para practicar la escalada o aventurarse en las cuevas que se habían hecho famosas por algún que otro desgraciado accidente. Iván había nacido y crecido en aquel pueblo de montaña, había viajado poco, pues la economía familiar dependía de las temporadas vacacionales, lo que hacía que viajar fuese incompatible con los estudios y el trabajo. Y como casi todos los jóvenes de su pueblo, se había volcado en la única salida laboral que tenían: la escalada.

—¿Aquellos son árboles frutales? —preguntó el señor Valenti señalando a unos árboles de hoja morada.

—Esos son prunos, dan una especie de ciruela pequeña —explicó Iván—. Se pueden comer, pero son un poco ácidos. Esos otros son membrillos.

—¿En serio? Parecen peras peludas.

Iván dejó escapar una sonrisa, siempre le hacía gracia lo sorprendidos que quedaban los urbanitas al comprobar que la fruta crecía en árboles de forma natural

—Estarán maduros al final del verano.

—¿Se pueden comer?

—Crudos son muy amargos, hay que prepararlos, como un dulce.

—Vaya, qué interesante. Espero que puedas enseñarnos a hacerlo. ¿Verdad, Tony?

—Claro. Los que sí podréis comer en unas semanas son los higos. —Y les mostró las enormes higueras de hoja lobada entre las que se descubrían los pequeños frutos verdes aún duros.

—Ay, mira qué higos tan pequeños, qué bonitos… —El hombre más joven miraba fascinado la pequeña fruta mientras Iván observaba con la misma fascinación a aquel joven de voz aguda y cantarina, intrigado por la delicadeza en los movimientos, la gesticulación floreada de sus manos, la postura curva de sus caderas, y se descubrió queriendo alargar la conversación para seguir analizando con disimulo el comportamiento de aquellos dos hombres que se comportaban como una pareja.

—Con las hojas se pueden hacer infusiones —siguió explicando—, son muy buenas para el colesterol y para bajar la tensión.

—¿En serio? Tony, eso te viene muy bien. ¿Se hierven tal cual?

—Sí, solo con agua. Las podéis mezclar con un poco de hierbabuena, por aquí hay un poco, así sabe mejor. —Les mostró la planta mencionada y volvieron a quedar asombrados por el olor mentolado intenso de su hoja.

Iván solía hacer este tipo de presentaciones cada año, sabía lo mucho que impresionaba aquella casona antigua a las familias de las grandes ciudades que venían cada verano buscando el contacto con la naturaleza, la aventura de volver al pasado. Aunque lo cierto era que aquella casa de dos plantas tenía todas las comodidades de una casa moderna; tan solo algunas partes se conservaban para darle el encanto histórico y rural que buscaban sus inquilinos. Entre ellas estaba la vieja cocina, con sus fogones de leña, sus cacharros de cobre colgados en la pared de piedra rústica y su enorme mesada de madera maciza en el centro. Fue allí donde los llevó a continuación, directamente desde el jardín, y estaba Iván igual de maravillado observando a los nuevos habitantes de la casa deslumbrados con cada novedad; el más joven abriendo y tocando todo, incluso soltando algún grito exclamativo y haciendo aspavientos con cada descubrimiento; el más mayor preguntando e interesándose por el cuidado de la casa con gesto pausado y tranquilo. Siguió la visita por las ocho habitaciones, los dos salones, el gran comedor para doce comensales, Iván mostrando las curiosidades que solían generar dificultades para los que no estaban acostumbrados al campo: las ventanas y puertas con sus cierres de hierro, las persianas plegables de madera, las mosquiteras de los dormitorios y las múltiples chimeneas y calentadores de leña que había en las distintas estancias. Los ayudó a trasladar su equipaje desde el coche, un Audi granate que habían aparcado en la parte de atrás de la casa, una enorme cantidad de maletas, cajas y un baúl que tuvo que cargar con Yeray, el más joven de los visitantes. Ya solo le quedaba darles la llave y asegurarse de que sabrían abrir el cerrojo con la enorme pieza de hierro forjado, pues la vieja puerta de madera tenía su truco, como solía decirse.

—Más vale que aprendas tú a hacerlo, Tony, porque cuando me vaya tendrás que hacerlo solo.

—¿No os quedáis los dos? —La pregunta se le había escapado antes de darse cuenta de que no era asunto suyo, y que tal vez estuviera fuera de lugar preguntar. Aunque a su interlocutor no pareció importarle dar explicaciones.

—Yo estaré solo un par de semanas, luego viajo a Alemania —y sin que nadie le preguntara, siguió explicando—, pero Tony no se quedará solo mucho tiempo. Sus amigos vienen en julio y se quedarán por lo menos hasta el final del verano.

¿Amigos? Aquella idea le quedó rondando en la cabeza. ¿Es que venían más? Se preguntó si serían todos… iguales. Y tuvo un instante de pánico. ¿Era pánico? No sabría decirlo con exactitud… ¿Expectación, tal vez? Ya no le quedaba nada más que hacer allí, debería irse, pensó.

—Mañana vendré a limpiar la piscina. —Una vez más hablaba antes de pensar—. Si necesitáis que os traiga algo del pueblo…, solo me lo decís…

—Gracias… —respondió Tony ahora—. La verdad es que deberíamos hacer una pequeña compra.

—Podéis pasarme la lista, yo os lo puedo traer…

—Oh, no tienes que molestarte…

—No importa, es parte de mi trabajo —mintió—. Ya tenéis mi número; si necesitas cualquier cosa o si tenéis algún problema con la casa, yo vivo muy cerca, no tardo nada en venir.

—Vaya, qué encanto. —Tony le sonrió e Iván se quedó aturdido un instante, sin saber ya qué más decir.

Al fin no quedó más remedio que marcharse, y se puso en camino de vuelta a su casa, aunque le hubiese encantado poder camuflarse en algún rincón para poder ser testigo invisible de aquella forma de vivir que se alejaba tanto de todo lo que había conocido en su pueblo.

Sabía lo que era, había leído al respecto, lo había visto por la tele y en alguna película. Sabía que en las grandes ciudades los hombres podían pasear con otros hombres de la mano, había mujeres que vivían juntas, criaban hijos juntas. Las leyes habían cambiado y podían casarse y tener una vida normal, como la de cualquier otra pareja, la sociedad y la política lo aceptaban sin problema. En cambio, en un pueblo de seiscientos habitantes en medio de las montañas, aquel mundo sonaba a ciencia ficción. Ocurría, pero en un universo muy muy lejano. En Fuentequebrada, ningún hombre vivía con otro hombre que no fuera su hijo o su nieto, y si lo había hecho alguna vez, desde luego, nadie lo había sabido. No era algo de lo que se hablara, y si se hacía era como mofa. Para algunos era incluso ofensivo, no se bromeaba con ese tema, sobre todo entre los chicos, alguien podría llegar a pegarte si sentía cuestionada su masculinidad, se consideraba un insulto o como poco un chiste de mal gusto. Y ese era el motivo por el que a Iván jamás se le había pasado por la cabeza siquiera insinuar que él era uno de ellos.

 

La certeza absoluta la tuvo a los quince años, casi por casualidad. Leía una novela histórica y en uno de los capítulos se describía el encuentro fugaz entre dos muchachos en mitad de la noche, cómo se besaban ocultos en la oscuridad, se desnudaban sin poder contener su anhelo, acariciaban sus cuerpos en algún lugar entre la culpa y el deseo. Arrastrados por la lujuria, se besaban y lamían los genitales el uno del otro, devorándose con las bocas hasta alcanzar el orgasmo. Leyó aquel pasaje una y otra vez, maravillado por la posibilidad de aquel encuentro, su cuerpo despertando por primera vez al deseo. Casi sin pensarlo, su mano se deslizó en sus pantalones mientras leía insistentemente las mismas palabras una vez más y, a solas en su dormitorio, se masturbó imaginando a aquellos dos hombres en su encuentro ilícito.

Durante meses aquel fragmento de texto se convirtió en su rincón de erotismo privado. Volvía sobre las mismas palabras que lo encendían de forma inmediata. No se cansaba de leer las mismas frases una y otra vez. Aunque ya casi las sabía de memoria, prefería leerlas, pues que estuviera escrito, que fuera algo tangible sobre el papel, lo hacía más real. Incluso llegó a restregarse las hojas impresas del libro por su miembro endurecido, como una forma de materializar su fantasía, como si al hacerlo pudiese acercarse aún más a aquellos cuerpos cargados de sexualidad.

Decidió que necesitaba más material, más historias. Sabía que no las encontraría en la pequeña librería-papelería-copistería y tienda de regalos del pueblo, donde solo podías conseguir los best sellers de la temporada y los libros de lectura obligatoria para el instituto. Investigó en la biblioteca de la casa de la cultura, encontró una pequeña novela de Forster, del siglo diecinueve: Maurice, pero cuando fue a sacarla, mezclada entre algún otro tomo del siglo diecinueve, la señora Solache, la bibliotecaria, lo miró seriamente y le aseguró:

—Esto no es para ti.

E Iván se quedó paralizado, sintiéndose juzgado por aquella mujer de pelo teñido que le insistió en que era una novela pecaminosa.

—Es para un trabajo… —intentó justificarse él.

—En ese caso tengo algo que te vendrá mucho mejor. —Y le cambió su novela pecaminosa por Pasaje a la India, del mismo autor, e Iván solo pudo agradecer su ayuda. No le quedó más remedio que robar la novela unos días más tarde, y al final resultó bastante decepcionante, pues, aunque era una novela bonita y romántica sobre la historia de dos hombres de clases sociales diferentes que se enamoran, no había ninguna escena de sexo que reactivara sus pasiones como lo había hecho aquella del otro libro.

Tardó casi un año en hacerse con un libro electrónico y descubrir que aquel aparato del tamaño de un cuaderno era la ventana a un nuevo abanico de experiencias y sensaciones. Se sumergió sin pudor en el mundo de la literatura homoerótica. Nunca tenía suficiente, leía por las noches de forma compulsiva hasta bien entrada la madrugada y el resto del día llegaba a parecerle solo un largo peregrinaje hasta la noche siguiente, cuando volvía a encontrarse con personajes que lo emborrachaban, imágenes que lo arrastraban, fantasías que llegaban a avergonzarlo… Muchachos de cuerpos esbeltos, musculaturas marcadas, pelos alocados y ojos bonitos que se amaban sin complejos. Erecciones que se rozaban, bocas que chocaban en besos apasionados, lenguas que lamían cada rincón de aquellos cuerpos masculinos, labios que envolvían sus penes duros haciéndolos gemir. Pollas que eran devoradas, glandes que goteaban, semen que salía despedido por los aires o en las profundidades de las gargantas. Descubrió cosas que ni siquiera imaginaba que se podían hacer, una lengua que penetraba el orificio del ano, dos hombres follándose a otro al mismo tiempo, hombres atados que eran penetrados violentamente. Aquellas imágenes lo obsesionaban de forma casi enfermiza y solo podía apaciguar el deseo que le quemaba con su mano.

Ahora, con diecinueve años, anhelaba saber lo que se sentía, ansiaba con desesperación el contacto con alguno de esos chicos de las novelas. Intentaba imaginar lo que sería tocarlos, besarlos, enamorarse de alguno de ellos. Y cuanto más se dejaba arrastrar por sus fantasías por las noches, más se esforzaba durante el día en seguir siendo el chico amable que todos esperaban que fuera, ese que sacaba buenas notas, que hacía su trabajo sin rechistar, que tenía la misma novia desde los catorce años, que no daba problemas y que era el orgullo de su madre.

Solo él sabía que era un farsante.

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