Malos deseos, dulces mentiras •Capítulo 5•

Con todo apuntando a Gael como culpable, la única forma de salvarlo era encontrando otro posible culpable. La opción más obvia era el misterioso crío que según la versión de Gael apuñaló al juez y al vigilante. Pero el chico estaba presumiblemente muerto, incinerado y enterrado por cortesía del propio Víctor, y sería prácticamente imposible demostrar que estuvo en esa fiesta clandestina. Había hablado con las otras prostitutas, las que constaban como testigos en el informe policial, todas repetían la misma versión: no habían visto nada, habían escuchado gritos, una pelea y luego habían visto como los vigilantes reducían a Gael y lo encerraban en el cuarto de baño hasta que llegaba la policía. Ninguna sabía nada de un chico adolescente ni recordaban los nombres reales de los clientes de aquella noche, y sus descripciones eran vagas e incompletas. Estaba claro que, o bien no sabían nada, o tenían demasiado miedo como para hablar. Podía imaginar por qué, y podía imaginar también que no conseguiría sacarles nada útil.

No sabía cómo investigar un crimen, no lo había hecho nunca, pero empezaba a quedarle claro que era el único interesado en esclarecer la verdad. Necesitaba buscar nuevas pistas, pero sin un culpable y sin testigos no sabía hacia dónde tirar. Dándose por vencido fue a ver a un viejo conocido, miembro de la Policía Judicial, a quien se había enfrentado en varios casos, siempre como abogado defensor, es decir, del lado opuesto.

El inspector Contreras no tenía mucho afecto por Víctor; la fiscalía no había conseguido ganarle un solo caso cuando defendía a sus clientes en delitos fiscales, el tipo de delito en el que Víctor se manejaba con soltura. Cuando lo veían aparecer como abogado del acusado lo recibían con una apatía resignada, pues sabían que acabaría desbaratando sus pruebas.

—Víctor Andrade. —Su bienvenida denotaba que le sorprendía su presencia en la comisaría—. Que yo sepa no tenemos ningún caso entre manos, o eso espero. —Y no se molestó en disimular el poco aprecio que tenía por el abogado.

—No, no. Venía para pedirte consejo en otro caso que estoy llevando.

—Vale, vale, espera, deja que me apunte esto en la agenda. ¿Víctor Andrade pidiendo mi ayuda…? —El sarcasmo era merecido, Víctor sabía que podía resultar algo soberbio cuando defendía sus casos. En palabras del inspector Contreras: era un grano en el culo que se aprovechaba de sus pequeños errores de forma en beneficio de sus clientes, muchos de ellos seguramente culpables, que acababan librándose de sus penas gracias a la pericia de su abogado—. Y ¿cómo puedo ayudarte? —añadió recostado en su silla giratoria, disfrutando del momento.

Víctor le explicó por encima el caso, aunque el inspector ya lo conocía; el asesinato del juez Varela estaba teniendo bastante repercusión mediática por las circunstancias morbosas de su muerte, aunque era una investigación que llevaba la Guardia Civil y no la Policía Nacional, por lo que no había un conflicto de intereses.

—Así que estás ayudando al chapero que se cargó al juez Varela. Dudo que pueda pagar tus tarifas, ¿lo conocías?

Víctor entendía por dónde iba la insinuación, y prefirió ignorar la provocación.

—Conocía a su novio. Apareció muerto hace una semana.

—Vaya, lo siento. —Y los dos parecieron ponerse de acuerdo en guardar un momento de silencio, tal vez por la víctima, que no lo era en realidad, aunque esa era una información que prefería no revelar aún—. Pues mi primer consejo es que no te metas en un asunto personal, es difícil mantener la objetividad.

—Es tarde para eso.

El inspector siguió girando su silla, meditando un momento antes de hablar.

—Pues si yo llevara el caso, y me creyera la versión del chico, investigaría a las víctimas, buscaría un motivo para asesinarlas.

—¿Crees que eso puede llevar a alguna parte? No parece un crimen premeditado, más bien algo… algo pasional.

—Siempre se debe investigar a la víctima, aunque el caso parezca resuelto. Y por lo que cuentas, si tienes una posible red de tráfico de menores y un juez involucrado, no descartaría la posibilidad de un crimen premeditado. También me preguntaría qué casos estaba llevando el juez. Ahora que no está, sus juicios quedan temporalmente cancelados o postergados hasta que sus instancias sean adjudicadas a un nuevo juez que deberá comenzar desde cero, lo que supone un retraso de un par de años fácilmente; alguno incluso podría llegar a prescribir. Más de uno mataría por una oportunidad como esa.

—Y ¿qué hay de Paco Martín? ¿Sabes algo sobre él?

—Un mal bicho. Se dice que era el brazo ejecutor de Fernando Rossell.

—¿Rossell? ¿El empresario?

—Sí, bueno…, las empresas de Rossell tienen un pasado oscuro. Cosechó su fortuna con los clubs de alterne y, según las malas lenguas, sigue siendo quien controla el negocio de los clubs en todo el país, solo que ahora lo hace en la sombra. Y te aseguro que tiene una larga lista de enemigos. Hace años eliminó a la competencia de un plumazo declarando contra algunos clubs por trata de mujeres, debe haber más de uno que quiera quitárselo de en medio.

—Entiendo… Pero ¿y la chica? Su muerte por sobredosis parece ser el desencadenante de los otros dos asesinatos, y parece más bien una muerte accidental.

—¿Estás completamente seguro de eso?

—Era una fiesta de sexo y drogas…

—Investígala también.

—¿Crees que alguien montaría todo este follón solo para cargarse a una prostituta? Parece poco verosímil.

—Eso es lo que hacemos los polis. Investigamos todo, lo que parece creíble y lo que no, incluso lo que parece completamente improbable; seguimos todas las líneas posibles. La mayoría no llevan a ninguna parte, pero hay que descartarlas. Y cuando al fin consigues una que te lleva a un culpable, luego llega el juicio y algún abogado listillo te desmonta el caso por un tecnicismo.

Y seguramente aquella pulla también se la merecía.

 

 

No confiaba mucho en que aquella línea de investigación lo llevara a resolver el enigma, pero Contreras tenía razón: no debía descartar ninguna posibilidad. Al menos tenía una dirección, y eso ya era algo más de lo que tenía antes.

Sin embargo, no le iba a resultar tan fácil indagar en la vida del juez; en cuanto pidió acceso a su despacho y a sus archivos para su investigación se topó con la oposición de la Benemérita.

—Ni se le ocurra que vamos a permitir que le busque trapos sucios al juez para salvarle el culo a ese puto chapero.

Tampoco le hizo mucha gracia a la jueza de instrucción del caso que metiera las narices en los asuntos personales de su colega.

—¿Con qué motivo? —exigió saber.

—Mi cliente ha mencionado a una tercera persona como autor de los hechos, solo intento comprobar si esa otra persona tenía alguna relación previa con el señor Varela.

—Está bien, le doy un día para inspeccionar su despacho, no se llevará nada sin mi autorización y más vale que no me encuentre ninguna información personal del juez en la prensa —advirtió de mal humor.

Con tan pocas horas y sabiendo que la policía judicial estaría presente en el registro, Víctor debía organizar bien el trabajo. Se llevó a casi todo su equipo, que no eran muchos: Andrea, una abogada mercantil asociada a su bufete; su secretaria, Charo; y Óscar, estudiante de criminología, un antiguo hacker al que Víctor había representado de adolescente cuando se metió en un lío y que tenía buen ojo para la investigación. Su equipo lo completaba Marisa, abogada experta en burocracia y papeleo, que a causa de una fuerte alergia al polvo se mantenía al margen de las excursiones, y se había quedado en la atmósfera controlada de su despacho. Cruzaron las oficinas del juzgado de Varela bajo la mirada condenatoria de la decena de funcionarios que trabajaban allí, repartidos entre mesas, y que seguían sumidos en la confusión tras la repentina muerte de su jefe. Una larga sala de mesas funcionales, plagada de archivadores, en las que se amontonaban como ladrillos los bloques de papeles envueltos en carpetas de colores, unos encima de otros, creando torres interminables de expedientes de los casos que llevaba el juzgado. Tras una puerta al final de la sala estaba el despacho del juez. En cuanto entraron, cada uno se ocupó de su tarea bajo la atenta mirada de dos guardias civiles que permanecían junto a la puerta, vigilantes. Mientras Charo y Andrea revisaban la agenda y los archivos del juez, y Óscar se sumergía en los pasajes virtuales de la informática, Víctor se limitó a observar con detenimiento cajones y repisas. El objetivo estaba claro: encontrar algo que pudiese relacionarse con una red de prostitución o con alguno de los involucrados en el crimen.

El despacho era oscuro, olía a papel viejo, a tabaco y a polvo acumulado. Había estado en innumerables despachos parecidos a lo largo de su carrera, con muebles antiguos de madera oscura, sillones de cuero raídos, con un gusto a añejo, en los que se acumulaban los años hasta hacer el aire casi irrespirable. Las paredes estaban cubiertas hasta el techo por estanterías repletas de libros y grandes archivadores de anillas, todos negros, todos idénticos, diferenciados únicamente por las pegatinas que año tras año se colocaban en el canto de forma sistematizada. En una vitrina acristalada se encontraban algunos elementos más personales. Tenía fotos de sus hijos de pequeños y luego de ellos mismos ya de adultos, con sus mujeres y niños; también había una foto del rey Juan Carlos firmada, y otra del propio Varela con un antiguo presidente del gobierno. No había foto de su mujer, pero le llamó la atención una placa conmemorativa de la Orden de Caballeros de Yuste, en la que el juez posaba junto a personalidades de la alta burguesía con sus emblemas pseudoaristocráticos, un título que tenía más de arribismo que de nobleza.

Después de cinco horas de registro, no habían hallado nada que revelara algún tipo de perversión más allá de cumplir con los requisitos de un buen hombre de derechas. Sacaron fotos de la agenda e hicieron un listado de los casos que llevaba el juez para investigarlos con mayor detenimiento. El ordenador estaba casi limpio, le informó Óscar.

—Se ve que no se manejaba bien con la informática, no tiene redes o programas muy actualizados, seguía utilizando el correo electrónico e incluso tiene un fax.

Sí, el juez Varela no era un hombre moderno. De pronto Víctor reparó en un elemento extraño: un reproductor de DVD. Ya casi nadie tenía reproductores independientes. Pero resultaba curioso por la falta de DVD en la oficina. Tal vez era solo un aparato que se había quedado olvidado allí absurdamente, pero imaginó que en alguna parte debía quedar algún rastro de los antiguos discos.

—Buscad DVD —pidió Víctor—, debe haber en alguna parte.

Los tres volvieron a recorrer la habitación, intentando dar con algún pequeño disco metalizado. Entre los archivadores había alguno adherido a las enormes carpetas, tal vez ese fuese el propósito del reproductor. Pero entonces Óscar hizo un hallazgo interesante: uno de los cajones tenía un doble fondo, tras el cual encontró una decena de DVD vírgenes, con sus carátulas de líneas negras sobre fondo blanco, con algunos nombres en las portadas. Todos eran nombres masculinos, y, entre todos ellos, uno que llamó su atención: Gael.

—Quiero llevarme estos discos —anunció Víctor con decisión.

 

 

El hallazgo de los DVD había provocado cierto revuelo entre los investigadores. Lo cierto era que en principio aquello no lo beneficiaba en absoluto. Encontrar un enlace entre el acusado y la víctima solo contribuía a darle un móvil y hacerle parecer más culpable. Pero era una pista, un punto de partida que tal vez podía abrir una nueva dirección para el caso y alejar el dedo acusador del único sospechoso hasta el momento.

A solas en su despacho, Víctor introdujo el disco con el nombre de Gael en un ordenador de sobremesa que ya casi nunca utilizaba; prefería el portátil, que, sin embargo, carecía de reproductor. La película no se hizo esperar. Era una filmación casera que arrancaba con exceso de movimiento y ruidos mecánicos fruto de una torpe manipulación de la cámara, antes de enfocar un primer plano de Gael con el pelo más corto. El joven miraba un periódico, un corte pasaba a un primer plano de la sección de ofertas de trabajo; un corte y se veía a Gael con un anorak verde caminando junto a una nave industrial. Entraba por una puerta metálica hacia un pequeño despacho, donde decía una frase: «Vengo por lo del trabajo». La película luego daba un salto brusco y lo siguiente que se veía era a Gael rodeado de tres hombres; uno de ellos daba órdenes, también con acento latino: «¡Quítate la ropa!». Otro corte y la siguiente estampa era Gael de rodillas en el suelo con los ojos tapados con un pañuelo negro, las manos atadas a la espalda, desnudo, en lo que parecía una nave industrial de paredes grises de cemento, desangelada y fría. Un hombre al que no se le veía el rostro le sujetaba la cabeza, tirándole del pelo hacia atrás. Otros dos hombres hacían turnos para meterle la polla en la boca, que el chico abría manso, dejando entrar las embestidas hasta su garganta, succionando, lamiendo con esmero y pericia; de cuando en cuando se atragantaba, tosía, lo soltaban un instante, recuperaba el aliento y volvían a embestir. No había oposición, las ataduras formaban solo parte del juego. El hombre que lo sujetaba, aún vestido, intercambió el puesto con otro, se bajó los pantalones y se unió a la fiesta, sin preámbulos, de forma vulgar y grotesca. Entre ellos sonaban pequeños gemidos, comentarios absurdos. «Sí…, así, trágalo todo, eso…, qué rico…», un guion malo para una escena cutre.

Víctor sacó el disco bruscamente, introdujo otro y se encontró con otra filmación similar; otro chico joven, de veintipocos, atado esta vez a una cama, se sumía en una escena parecida en la que dos hombres lo penetraban, uno por la boca, otro por el ano. Adelantó la película solo para comprobar que continuaba en esa dinámica hasta el final, apenas unos veinte minutos de filmación. Probó con otro disco, otro joven volvía a estar atado a la cama. Esta vez un hombre con una máscara de cuero que le cubría el rostro le pegaba en el torso con un látigo de tiras de cuero negro, el chico gemía; la piel, enrojecida. El hombre de la máscara, un hombre grande y musculoso con el pecho cubierto de vello negro y rizado, lo cogía entonces del pelo y le levantaba la cabeza, acercando su boca hasta su polla para metérsela.

La decena de películas del juez eran todas por el estilo: escenas caseras con un ligero toque de sadomasoquismo, aunque no excesivo. No parecían escenas forzadas, aunque lo pretendían en cierto modo, pero las interpretaciones de las supuestas víctimas eran tan malas que era fácil ver que solo se trataba de porno casero de mala calidad. Tampoco daba la impresión de que alguno de aquellos chicos pudiera ser menor de edad; tenían cierto aire adolescente, pero se les veía demasiado expertos, no eran unos críos. Así que volvía a estar atascado, aquello no llevaba a ninguna parte, salvo por el detalle de que era posible que Gael conociera al juez con anterioridad a los asesinatos. Una mentira más. Casi daba la impresión de que esperaba que no lo defendiera. Necesitaba volver a hablar con su esquivo cliente, y, sin pretenderlo, tuvo un instante de excitación ante la perspectiva de tener que hacerle una nueva visita.

No le quedaba nada por hacer en su oficina; sin embargo, no se movió de su mesa, permaneció aún un instante mirando la pantalla negra de su ordenador, y, casi sin querer admitírselo a sí mismo, introdujo el disco de la película de Gael. Volvió a reproducirlo, esta vez con intención de verlo hasta el final, permitiéndose ser un voyeur de la escena porno.

Tras la sesión de mamadas, uno de los hombres levanta a Gael del suelo y lo guía, aún con los ojos tapados, hasta unas cajas que se amontonan a su lado; tienen el detalle de haber colocado una manta encima. Gael se deja llevar y se deja caer sobre las cajas, las manos a la espalda atadas con las cuerdas. Tiene poca movilidad y su culo queda expuesto para deleite de los participantes. La cámara se acerca, recorre su cuerpo, ese cuerpo que Víctor había intuido bajo su ropa, fuerte, estilizado, de musculatura marcada y piel tostada. Quitó el volumen, le molestaban los gemidos y comentarios teatrales de aquellos hombres que parecían seguir un guion mal aprendido. Le dan algunos azotes en los glúteos, le tiran del pelo, él no se resiste, está ahí para eso, seguramente le pagaron y él aceptó. Entonces empiezan a follarlo, a pelo, sin preservativo. Uno tras otro los actores se turnan para follarse a Gael.

La calidad de la imagen no era buena, apenas se le reconocía, era Gael, sin duda, pero no se apreciaban sus gestos o su mirada en ese momento en el que había quedado convertido en un juguete sexual. Y Víctor se odió a sí mismo porque se puso duro y sintió una necesidad imperiosa de correrse. Era la hora de comer y sabía que estaría a solas en el despacho, nadie sabría jamás que se endureció por completo, que miró esas imágenes no por un interés profesional, y que su mano se coló en su pantalón, buscando su erección para liberarlo del deseo apremiante que le hacía perder la cordura. Su mano subía y bajaba firme por su polla, cada vez más rápido, disfrutando de la excitación, del cosquilleo placentero acumulándose en su pelvis, acercándolo a la cúspide mientras sus ojos quedaban pegados a la pantalla, al hombre anónimo que embiste a ritmo idéntico al joven, agarrándolo del pelo, tapándole la boca, cabalgando a su espalda. Y estalló en apenas unos segundos, y contuvo un gemido de placer al tiempo que los chorros intermitentes de semen se liberaban entre sus dedos, causando un estropicio bajo su mesa que tendría que limpiar más tarde. Apagó el ordenador de golpe, censurando las imágenes que no debería estar viendo, y una punzada de culpa le sobrevino. Era su abogado… Esto no era propio de él, se dijo, mientras su respiración se apaciguaba y el instante de placer lo abandonaba dejándolo a solas con su conciencia. Eso había sido un error, pues ahora debía volver a la prisión, enfrentarse a ese hombre y preguntarle por aquel vídeo y su conexión con el juez.

 

 

—Solo es una película, me ofrecieron hacerla y acepté, nada más. Eso no es ilegal, ¿no es cierto? —se explicaba Gael desparramado sobre la silla en un gesto desafiante.

—Y ¿por qué la tenía el juez?

—¿Cómo voy a saberlo? Yo no vendo las películas, solo hice esa. No sé para qué la hicieron ni para quién, no pregunté ni me importa.

—¿En serio no te importa? Te da igual quién pueda verla.

—Te parecerá mal, supongo. Eres muy correcto, tienes principios, valores y toda esa vaina, ¿no es así, abogado? Te sientas ahí con tu traje sastre hecho a medida y me juzgas, pero no me conoces. Trabajo con mi cuerpo, eso es todo. ¿Es peor que un obrero que trabaja a cuarenta grados bajo el sol en una carretera? ¿O que un minero jodiéndose los pulmones bajo tierra? También trabajan con su cuerpo y les pagan una mierda. A mí me dieron mil euros por hacer ese film, por mí está todo bien.

—Entonces ¿no tuviste ninguna relación previa con el juez? ¿Es solo casualidad que tuviese esa película en su despacho?

—No lo había visto nunca, hasta ese día. Y si tenía esa película lo único que demuestra es que era un sádico y un pervertido. —Y aquella acusación fue un puñal que se le clavó a Víctor, ¿era él también un sádico y un pervertido? Y una vez más Gael parecía tener la capacidad de leerle la mente y descifrar sus gestos, pues en ese momento se inclinó hacia la mesa con esa sonrisa insinuante y maldita—. ¿La pasó bien viendo la película, abogado?

—¡Basta!

—¿Va a esconderla también en el cajón de su despacho?

—¡Basta, joder! No entiendes que intento ayudarte.

—¿Ayudarme? ¿En serio?… ¿Se está follando a mi novio, abogado? No pasa nada, por mí no hay problema, tendremos que pagarle de alguna forma por sus servicios, ¿no?

—¡¿Te quieres callar de una puta vez?!

Víctor salió huyendo una vez más, porque si seguía un minuto más en ese cuarto desataría su ira contra el chico para hacerlo callar, para borrarle esa sonrisa burlona de la cara. Para eliminar su culpa, a fin de cuentas, porque él lo sabía, estaba claro que tenía la capacidad de ver a través de él y descubrir sus pensamientos oscuros. Sentía ganas de pegarle, callarlo de una vez y que dejara de atosigar su conciencia. Y al mismo tiempo estaba excitado, duro otra vez, anhelando tocarlo, con las imágenes de los hombres que se lo follaban violentamente grabadas en su retina. ¿Qué era lo que le pasaba?, se preguntaba mientras caminaba agitadamente por los pasillos de la prisión. Era un hombre controlado, no solía perder los estribos de esa forma, pero ese chico conseguía desmontarlo solo con la mirada.

Condujo hasta su casa perseguido por fantasmas y tentaciones, para encontrarse una vez más con Miki, que lo recibió con un «has vuelto» asombrado, como si existiese la posibilidad de que no lo hiciese, dando saltitos de emoción como hacen los perros pequeños cuando sus amos llevan todo el día fuera de casa y su regreso se convierte en una fiesta privada. El inocente Miki, con su sonrisa fácil, su altura delicada, su mirada trasparente, carente de malicia o complejidades. ¿Era posible que alguien tan retorcido como Gael acabase enamorado de un hombre tan simple como Miki?

Había preparado una de sus cenas creativas, que se componía de una multitud de platitos pequeños que se inventaba mezclando lo que encontraba por la nevera, durante ese arresto domiciliario que habían acordado. Albóndigas con mermelada, tortillitas de atún y maíz en lata, brochetas de salchicha y melón. Miki combinaba los sabores dulces y salados sin ninguna coherencia, pero ponía tanto mimo en agasajar a Víctor cuando volvía a casa en las noches, que no se sentía con ánimo de decepcionarlo y se comía agradecido sus ensayos de chef de alta cocina.

Tras la exótica cena, Miki se ofreció a hacerle un masaje.

—Pareces tenso —dijo, como ya había hecho otras noches. Le quitó la corbata, la chaqueta gris de su traje; el mismo Víctor desabrochó algunos botones de su camisa, disfrutando de la sensación liberadora de desenfundarse de su traje, ese disfraz de abogado respetable que últimamente pesaba demasiado.

Había empezado a vestir traje desde muy joven, queriendo aparentar madurez de cara a sus clientes potenciales, o tal vez por inseguridad. Con el tiempo se había convertido en un erudito, experto en telas, cortes, diseñadores, estilos. Gastarse un dineral en el traje perfecto le producía un placer absurdo. Era un capricho que se permitía, aunque en ocasiones sentía que era el traje el que lo llevaba a él. Su vida se había acabado llenando de pequeños rituales que carecían de sentido y recordó un tiempo lejano en el que podía viajar con tan solo una mochila y dos mudas.

Víctor cerró los ojos y se relajó en el sofá acolchado y suave mientras el presentador del noticiero seguía hablando ignorado. Bastó que lo tocara para que empezara a despertar el deseo en su cuerpo, ese deseo que lo devoraba, pero que era por otro. El masaje se convirtió en caricias; Miki, a su espalda y fuera de su vista, restregaba su pecho con las manos, untándolo de algún tipo de crema, acariciando sus brazos, pectorales, abdominales, su aliento cálido en el cuello, y Víctor con los ojos cerrados imaginaba que era otro quien acariciaba su cuerpo. Y el chico debió percatarse de su excitación, pues escaló por el respaldo del sofá como una araña para acomodarse a su lado, al tiempo que su mano alcanzaba su pelvis y continuaba el masaje por encima de la tela del pantalón, acariciando la erección que crecía descarada entre sus manos. Y puede que fuera porque estaba enfadado con Gael por ser capaz de adivinar sus pensamientos más oscuros, o tal vez porque si a ninguno le importaba y todo daba igual, ¿por qué contenerse? Víctor abrió los ojos y buscó la boca de Miki, lo besó, atravesándolo con la lengua como si quisiera devorarlo. Y el chico se dejó besar obediente, y se dejó desnudar, de forma casi mecánica. Víctor le bajó los pantalones con urgencia, necesitaba follárselo, necesitaba hacerlo ya, y no quería esperar porque ardía en deseos como hacía años que no ardía. Lo giró con brusquedad contra el respaldo del sofá, bajó también sus pantalones para liberar su polla y comenzó a acariciar su orificio, usando la crema de Miki para lubricarlo, metiendo los dedos profundamente, restregando su glande por la ranura de su culo. Miki gemía entregado también a su capricho, ofreciéndose con generosidad, y Víctor no le hizo esperar, y su glande se abrió paso en el estrecho agujero. Cerró los ojos y, mientras lo penetraba, las imágenes de la película volvían a su mente; aquel hombre rudo y musculoso agarrando del pelo a Gael para embestirlo con fuerza una y otra vez, y la mirada de Gael frente a él en esa habitación insulsa de la cárcel, esos ojos de caramelo, oscurecidos por las ojeras marcadas, sus labios, su cuello, sus mechones de pelo cayendo descuidados por su precioso rostro. Lo deseaba, quería agarrarlo con fuerza, como hacía en ese momento con Miki, y follárselo como habían hecho esos tres hombres en aquella nave oscura. Y antes de correrse, Víctor salió y tuvo un momento de duda, si seguía iba a acabar dentro. Miki debía estar esperándolo, pues antes de que Víctor pudiese comenzar a arrepentirse, le entregó un condón que llevaba en el bolsillo de sus pantalones de algodón arrugados y que Víctor no tardó en ponerse para volver a embestirlo sin miramientos, acelerando el ritmo sin pensar en otra cosa que en liberar la agonía de ese deseo que lo estaba quemando por dentro. Y no pudo evitar un grito desbocado cuando el orgasmo subió como un torrente eléctrico por su cuerpo, acumulándose en la pelvis para luego estallar en una oleada de ese placer sublime y efímero que cautivó por unos instantes cada poro de su piel. Su grito se unió al de Miki, un gemido agudo y femenino que anunciaba que también se estaba corriendo. Y entonces sí, el remordimiento y la culpa se hicieron presentes.

—Perdona, no debería…

Víctor se dejó caer en el sillón, jadeante, y Miki se acomodó a su lado.

—Por Gael no te preocupes, él sabe que tengo mis amigos y siempre le ha parecido bien. —Tuvo que reírse del empeño de Miki por camuflar la realidad de su actividad sexual, casi daba cierta ternura esa insistencia por disfrazar sus relaciones—. A él no le gusta el sexo, por eso no le importa, porque yo no puedo vivir sin sexo…

—¿No le gusta el sexo?

—No. Creo que es asexual o algo así.

—Vaya, no es muy conveniente… Por su profesión, quiero decir.

—¡Oh, para nada! Es muy profesional. Creo que precisamente por eso, porque para él el sexo solo es trabajo y se lo toma muy en serio.

Aún a medio vestir en el sillón, Miki buscó una película entre los múltiples canales de pago que Víctor acumulaba casi por inercia y se enroscó con una manta junto a él como habían hecho muchas otras veces. Víctor estaba distraído, su cabeza orbitando en torno a los sucesos de aquel día, repasando los descubrimientos de esa investigación en la que se sentía torpe y fuera de lugar. ¿Cuál era el significado de aquellas películas? ¿Qué vinculación tenían con aquella fiesta o con los asesinatos? Si es que tenían alguna. Pero sobre todo pensaba en Gael. Sabía que ocultaba algo y no dejaba de preguntarse por qué.

—Es guapo, ¿verdad? —Miki lo miraba fijamente, también olvidándose de la película, que se había convertido solo en una forma de llenar el silencio.

—¿Quién?

Miki puso los ojos en blanco, como si la pregunta sobrara.

—Ya sabes… Gael.

—Sí, es guapo —concedió, fingiendo indiferencia, procurando ocultar sus verdaderos sentimientos hacia el colombiano.

—A veces es una tortura tenerlo cerca y saber que él no quiere sexo… ¡Con lo que a mí me gusta echar un polvo! Me subo por las paredes, literalmente.

—¿Nunca tenéis sexo?

—A veces, pero sé que solo lo hace por mí. Por eso no le importa que tenga mis rollos por ahí…, así que no te comas la cabeza; a Gael le parece bien si lo hacemos, lo entiende.

Y ese era otro enigma que se le escapaba, ese vínculo entre Miki y Gael.

—Miki, ¿estás completamente seguro de que Gael no ha podido tener nada que ver con esos crímenes?

El chico se puso en actitud defensiva en tan solo un segundo.

—Apostaría con mi vida, lo juro. Tú no lo conoces bien, Gael siempre está ayudando a todo el mundo. Puede parecer un poco arisco, pero siempre ha cuidado de mí y me ha protegido… Como con ese otro chico, Karim; si ve a alguien que necesita ayuda, Gael no se lo piensa. Le he visto darle dinero a otros chicos que lo estaban pasando mal cuando él apenas tenía nada, él es así, siempre piensa en los demás.

—¿De qué más hablaste con Karim? ¿Recuerdas alguna otra cosa?

Miki resopló, intentando hacer memoria.

—Casi nada. Apenas llegamos a hablar, estaba muy asustado, se pasó todo el tiempo llorando, diciendo que quería volver a su casa, pero que no podía. Y yo salí a ver si conseguía algo de dinero para comprar algo de comer, porque el chico me contó que llevaba días sin comer, que los habían tenido encerrados y solo les daban agua y un poco de pan de vez en cuando, pero que si se negaban a hacer lo que les decían, entonces no les daban nada de nada, ni agua…

—Has dicho que los tenían encerrados. ¿A quiénes?

—No lo sé, a otros chicos, creo. Es que me hablaba en árabe muy rápido y no lo entendía bien, hace mucho que yo no hablo en árabe con nadie. Y casi no tuvimos tiempo. Cuando volví, estaba subiendo las escaleras hasta nuestro piso y vi la puerta abierta, y escuché voces y cosas que caían al suelo, ni siquiera me acerqué, me asusté mucho, volví a bajar las escaleras y me fui. —En ese punto del relato los ojos se le empañaron—. Debería haberlo ayudado, pero… me dio tanto miedo…

—No podrías haber hecho nada, Miki, te habrían matado a ti también.

—Solo tenía quince años. Me recordó tanto a mí cuando crucé la frontera a España… Llegué con tantas ganas de comerme el mundo, y piensas: «Ahora sí, ahora van a empezar a pasar las cosas buenas». Pero luego es mucho más duro de lo que imaginabas… Aunque, la verdad, yo he tenido mucha suerte; cuando pienso en las cosas horribles que podían haberme pasado… Tengo tanta suerte de haber conocido a Gael, y de haberte conocido a ti, eres tan bueno.

Y una vez más, Miki, que no era capaz de sostener la tristeza durante mucho tiempo, volvía a sonreír y a hablar de todas las cosas buenas que le habían pasado en la vida. Y volvió a conmoverlo su resiliencia, su capacidad prodigiosa para la felicidad, como lo conmovía esa extraña relación entre el chico hipersexual y el asexual. Y al mismo tiempo no hacía más que aumentar el misterio en torno a Gael.

Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de la novela. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de más, así que ya sabes… wink

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