La savia de los dioses •Capítulo 5•

TERNA Y TRIÁNGULO

 

—Saludos, Savran.

—Saludos, Vira. Ha transcurrido toda una semana desde nuestra última charla. ¿A qué se debe este mutismo?

—Oh, nada preocupante. Ocurre que, con la enorme distancia, la comunicación se vuelve más y más fatigosa para ti y a mí me da dolores de cabeza. Mejor limitarla a lo esencial. O siempre puedes recurrir a Caradhar, a él no le afectan las jaquecas. Por desgracia, no es de los que hablan por los codos, ¿eh?

—Es cierto que nunca habíamos puesto a prueba nuestro vínculo hasta este extremo. Quizá hayamos de plantearnos vuestro relevo; Navhares ya ha pasado más de un mes fuera de Argailias y a ti te estoy exigiendo demasiado.

—¡Qué disparate, si estoy fresco como un saco de menta! En cuanto al chiquillo, sería una crueldad mandarlo a casa. Se está forjando el carácter y haciendo amigos; uno, al menos. Admito que es un tipo un poco desconcertante, pero…

—¿Quién?

—Vamos por orden. ¿Hay novedades en vuestra investigación en las bibliotecas? ¿Habéis exhumado datos útiles entre el polvo y las telarañas?

—A duras penas. Aceptábamos la posibilidad de que los sarcófagos se resquebrajasen algún día, así que teníamos bien localizados los tomos y los pergaminos pertinentes. Desgraciadamente, no hay registros exactos de lo que sucederá cuando la apertura se complete. Lo único sobre lo que hay consenso es que algo así no puede ser aislado, habrá repercusión sobre las otras deidades.

—Ya me quedé de piedra cuando supe que estos locos llevaban una eternidad desgajando fragmentos de su sarcófago y ofreciéndolos como premio. ¿A quién se le ocurriría la brillante idea? ¿Creéis que tuvo que ver con lo que está pasando?

—Si ha causado exposición prematura al agua contaminada por los alquimistas, es razonable pensarlo. En cualquier caso, hay un detalle importante que debes saber: nuestro libro más revelador sobre la materia, centrado en Ummankor y en la Durmiente que allí reposa, no es más que una copia del primer volumen de una serie. Los bibliotecarios han estudiado la encuadernación, muy deteriorada por el paso de los años, y han descubierto que una de las guardas se había adherido a ella. En la hoja figura el nombre del donante, un pariente del norte. Si los dioses han permitido su conservación, en algún estante de Dallankor ha de haber varios tomos escritos por las manos más expertas de nuestra raza. Úrgelos a localizarlos y a compartir su contenido con nosotros; nos ayudarían a comprender mejor el fenómeno.

—Lo intentaré. O le pediré a Caradhar que lo haga, es el niño bonito de los estudiosos de por aquí. Lo que me recuerda… Tú y yo tenemos que hablar sobre el alcance de los poderes de ese desgraciado. ¿Sabes que me ha añadido a mí a su colección de fulcros?

—Es quien es, Vira, sigue evolucionando desde su restauración. El tiempo dirá hasta dónde son capaces de llegar él y su linaje. Por cierto, ¿qué tienes que contarme sobre Navhares? Durante las últimas purificaciones no percibí mejoría.

—Ya sabes que hago lo que puedo, considerando que no soy sanador. Quizá sí estemos muy lejos para ese tipo de terapia. Pero, eh, el chico es muy joven. A nuestra vuelta le sobrarán años para someterse a tus amorosos cuidados.

—¿Y ese amigo que mencionaste?

—Es el hijo de Kaledias, ni más ni menos.

—No sé mucho de él. El guía mencionó que era uno de los custodios y que había conseguido tal honor a pesar de sus limitaciones. ¿Se refería a sus capacidades como tejedor?

—Seguramente. Todos son poderosos, mientras que el tal Seriam apenas puede realizar premoniciones básicas; un vidente malogrado que, a diferencia de Navhares, nunca aspirará a llegar más allá. Además, no tiene pareja ni descendencia. Si a eso le sumamos que la esposa del guía murió antes de darle más hijos, hay pocas probabilidades de que su línea se perpetúe en el cargo.

—Con todo, unas gotas de sangre de vidente en una generación son mejores que ninguna. Ha de ser duro para Kaledias, tratándose de su propio hijo. Solo así se explica que no lo admitiera ante nosotros.

—Es un personaje peculiar. A nuestro dotado no le agrada en exceso.

—¿Por qué?

—Porque otra faceta de sus reducidas habilidades es que posee una mente impenetrable. ¿Imaginas? Ni el mismo Caradhar, y todos sabemos que nadie invade con su maestría las cabezas ajenas, ha conseguido siquiera arañar la superficie de esta.

—Extraordinario. ¿Y no se fía de él?

—¿Quién sabe si no será simple orgullo herido? Seriam es un custodio absorbido por su trabajo. Aparte de eso, parece inofensivo. Acribilla a Navhares a preguntas sobre el mundo exterior, le ofrece la historia local a cambio… Es el único que se atreve a codearse con nuestro muchacho y su actitud es de lo más casta y virtuosa. Yo no creo que haya razones para recelar.

—Sé que mantendréis un ojo en Navhares. Tranquiliza a Caradhar haciéndole saber que Kaledias y su gente son elfos íntegros; si no, no habría permitido que os llevasen con ellos. Y recuerda lo que te he dicho sobre la biblioteca.

—Sí, sí. Que la luna guíe a nuestro guía. O, como dicen aquí, «Dravde seva nudhia».

—Veo que te estás convirtiendo en un habitante más de Dallankor.

—Ya sabes que mezclarme se me da muy bien. Hasta pronto, Savran.

En los días posteriores a la comunicación con Savran, la rutina de los visitantes permaneció inalterada. Navhares se reunía de tanto en tanto con Seriam. Caradhar lo observaba a distancia. Vira, transmitidas a Kaledias las inquietudes sobre la biblioteca, frecuentaba los círculos de combates y demostraba sus habilidades ante los defensores para restaurar el honor perdido en su enfrentamiento con Sül. Las cenas en la sala de reuniones representaban nuevas oportunidades para ganarse el favor de la comunidad, así que las aprovechaba para detallar, con su labia característica, las campañas entre los ejércitos sureños y la coalición de principados del norte. Los elfos de Dallankor —a quienes no faltaban motivos para detestar a sus vecinos— se inflamaban con sus derrotas y se indignaban ante la rendición hipócrita que solo se había producido, bien lo sabían, tras la invasión de sus montañas sagradas. Belicosos por naturaleza, aunque forzados a permanecer inactivos por siglos de aislamiento, murmuraban que ya era hora de emprender sus propias batallas. Vira recomendaba templanza a la vez que sentía una íntima satisfacción por el interés suscitado en la audiencia, especialmente en Dranaris, cuyos ojos marcados perdían su severidad y destellaban mientras formulaba al orador preguntas sobre esa guerra que ninguno de ellos había llegado a presenciar.

También Navhares seguía con interés las historias, asombrado por lo poco que había aprendido sobre Vira a través de los años. ¿Escolta con poderes mágicos? Sin duda. ¿Charlatán mordaz y egocéntrico que disfrutaba burlándose de él? Siempre. ¿Asiduo de los antros de la Zanja en busca de compañía de su mismo sexo? Un dato en el que prefería no pensar, por mucho que despertase su curiosidad más insana. Pero ese agente que se infiltraba entre las filas de los enemigos, que clausuraba los túneles de Ummankor cuando los alquimistas se aproximaban en exceso, que jamás atacaba sin provocación, que había pasado tanto tiempo solo, lejos de su tierra, ¿por qué no se le había revelado hasta entonces? Tal vez —reflexionaba— porque me ha dejado muy claro que en mí no ve más que a un chiquillo, y a un chiquillo no se le cuentan esas historias. Se comparten con otros guerreros, como Dranaris, para impresionarlos e incitarlos a hacer con ellos esas cosas que…

Llegado a ese punto de sus meditaciones, Navhares siempre se obligaba a detenerse y sacudía la cabeza. En su opinión, el sexo por placer era un misterio de los que se presenciaban sin llegar a experimentarse, y ello a pesar de tener dos hijos. No ignoraba su propio atractivo —en Argailias nunca dejaban que lo olvidase— y se había atrevido a fantasear en ocasiones, aunque de una manera superficial, casi ingenua. Para él, el afecto era una parte necesaria; Caradhar había sido su único deseo auténtico, irresistible… e irrealizable. Ahora bien, desde el último ritual de purificación con Vira, desde que experimentase el roce de sus manos, su voz hipnótica, su flirteo…, un buen número de preguntas sobre lo que se estaba perdiendo habían comenzado a rondar sus pensamientos y planeaba pedirle que se las respondiera. Y demostrarle que ya no era un niño.

A cinco días del comienzo de la elección oficial de los Nudhakavie, la gran mayoría de Dallankor ya estaba volcada en el evento, Vira incluido. Navhares apenas lo veía a solas y sabía que, si quería hablar con él, necesitaba acorralarlo antes de que se perdiese en la marea de público apasionado. Aquella misma mañana siguió sus pasos hasta el acceso a los túneles, donde se lo encontró conferenciando con el guía y con un acalorado Azor. Dada la seriedad de sus rostros, permaneció oculto tras el árbol más cercano.

—Permíteme insistir, Kaledias —pedía Vira—. Savran fue muy explícito con el volumen y allá consideran probado que es una copia de un libro de vuestra biblioteca. ¿Los bibliotecarios no han desenterrado nada nuevo?

—Me aseguran que no, y ellos son los expertos. Hay que ser realista: si esos tomos son viejos, bien pueden haberse hecho trizas.

—¿Y mi petición de echar un vistazo? Costó mucho identificar nuestro ejemplar. A través de mis ojos, Savran determinaría con rapidez si aún existe.

—Ah, tu petición… La respuesta es negativa, me temo. No te lo tomes a mal, la consulta de esos libros enmohecidos está limitada incluso entre nuestra propia gente. Ningún extranjero ha puesto las manos en ellos.

—En esta situación de crisis, sin duda se debería hacer una excepción.

—Muchacho, son sus palabras, no las mías. También el guía ha de ceder a la opinión de sus sabios. Vamos, vamos, dile a tu gente que no se ha dejado ni un pliego por revisar, pueden estar tranquilos. Lo que sí te ofrezco es un viaje a través del paso del este, a visitar una antigua fortaleza con la que teníamos trato en el pasado. Mi difunta esposa, los dioses cuiden bien de ella, era una lectora redomada y solía llevarles copias de nuestros libros como regalo. ¿Quién nos dice que allí no guardarán algo interesante?

—¿Una fortaleza? ¿Te refieres a una ciudad humana? Tenía entendido que os manteníais apartados de ellos.

—Sí, aunque la relación que nos unía era más complicada de lo que piensas. En cualquier caso, contaréis con la compañía de Azor y Dranaris, quienes han recorrido muchas veces el camino. Para acompañar a Makëla, si no recuerdo mal.

—Sobre eso, Kaledias —intervino el primer aludido, incapaz de contenerse por más tiempo—, te pido que lo reconsideres. No sé hacer discursos floridos (soy un guerrero y siempre lo he sido), pero hablaré durante horas si así cambias de opinión. Y lo haré yo porque Dranaris no ha abierto la boca desde ayer, desde que le dijiste que se nos negaba el derecho a participar en la elección oficial.

—Ni siquiera disponéis de una auténtica terna. Seríais eliminados enseguida, es inevitable. Os ahorramos la indignidad de enfrentaros a los mejores con tanta desventaja.

—¡Mejor ahorraos el paternalismo! La tal dignidad es nuestra, si queremos perderla, y no tenéis derecho a decidir por nosotros.

—Los árbitros han hablado, solo transmito sus palabras.

—¡Nueve años! Nueve condenados años entregados en cuerpo y espíritu, aguantando el jodido dolor de perder a nuestra compañera, ¿y le hacéis esto a Dranaris sin que os tiemble el pulso?

Era la primera vez que Vira veía a Azor furioso. Sus ojos anaranjados, refulgiendo en las cuencas teñidas con pintura de guerra, le daban el aspecto de una auténtica ave de presa.

—¡Si os hubierais tomado la elección de Nudhakavie con la solemnidad de rigor, habríais incluido a un tercer miembro hace mucho! —replicó Kaledias, también acalorado.

—Eso no entraba en nuestros planes. —El destello naranja se apagó—. Makëla siempre fue la tercera. Dranaris le prometió que ella compartiría la victoria, ella y nadie más.

—El luto no debe ser más hondo que la devoción. ¿Queréis uniros a los demás defensores? Pues completad vuestra terna. ¡Las tradiciones han de respetarse!

—Sabes que eso es imposible a estas alturas. Aun si quedasen luchadores decentes por ahí perdidos, lograr la afinidad básica y necesaria requiere meses. Años.

—Entonces resignaos. Como bien nos ha recordado Vira, vivimos una situación de crisis; asistirlos en su búsqueda es otra excelente vía para honrar al dios.

A sabiendas de que nadie daría su brazo a torcer, Azor se marchó sin despedirse. Navhares, inmóvil en su escondrijo, percibió que Vira lo habría acompañado de buena gana si no hubiese incurrido en una total falta de cortesía hacia Kaledias. Cuando este le permitió ausentarse, el defensor ya no se veía por ningún lado.

Entraron entonces en juego las habilidades de rastreador de Vira, aunque hallar en Dallankor a algún elfo que pretendiese no ser hallado era una tarea ardua para un extranjero. Navhares lo siguió de lejos, picado por la curiosidad de saber cuál era la urgencia que lo impulsaba tras el norteño. Se detuvieron mucho más tarde, en una zona aislada y brumosa al borde de la planicie. Una cascada procedente de las cumbres se precipitaba sobre una laguna rodeada de piedras musgosas y rebosaba para continuar su camino en forma de riachuelo. Tal era el vigor de su descenso que el agua se pulverizaba hasta quedar convertida en esa niebla que opacaba el ambiente. Después de hacerla ascender de nuevo al lugar de donde partiera, el viento la solidificaba en diminutas escamas de hielo. Todo era blanco, plata, verde, gris. Navhares se preguntó por qué nadie le había mostrado antes un lugar tan hermoso.

Cuando hubo acostumbrado sus ojos a la neblina, reparó en una figura solitaria encaramada sobre una de las rocas más amplias, insensible al aire gélido de la mañana. Era Dranaris. El elfo no reaccionó al sonido de los pasos de Vira ni se giró al oír su nombre; contemplaba la laguna sin verla en realidad, sin expresión en el rostro, la humedad formando una película sobre su piel desnuda como si se tratase de una estatua de mármol alojada en una de las fuentes de palacio. La indiferencia no arredró a Vira, quien se dejó caer a su lado y confesó, su voz elevándose sobre el estruendo de la cascada:

—He sido testigo, sin proponérmelo, de una desgraciada conversación entre Kaledias y tu camarada.

—Ya lo sé. Azor ha pasado por aquí antes que tú.

—Lamento en el alma mi papel en todo esto. Que os forzaran a ser nuestros guardianes… Créeme, lo último que habría deseado en el mundo era veros privados de vuestro derecho a participar.

—¿Qué te va a ti en ello? Acabas de conocernos, no nos debes nada. No es problema tuyo.

—Soy un elfo poco tradicional, lo admito. Ahora bien, déjame decirte que pocas cosas han conseguido atraerme a lo largo de mi vida como lo han hecho vuestras costumbres. Esa habilidad, esa compenetración entre vosotros, esa pasión… Tenéis un objetivo claro y lo perseguís hasta el final con una técnica y una disciplina irreprochables. Confieso que os envidio.

—Sí, es cierto —concedió el norteño de mala gana, tras una larga pausa—, ser defensores lo es todo para nosotros, y convertirnos en Nudhakavie aún más. Pero es inútil negarlo, Kaledias y los árbitros solo necesitaban una excusa para dejarnos fuera. Si no se la hubierais dado vosotros, habrían usado otra.

—Lo que deberíais hacer entonces es arrebatársela. Habéis peleado mucho para conseguir todos esos trofeos de vuestras orejas. Obligadles a que os readmitan.

—Una vez tomada la decisión no van a volverse atrás, es inútil. Azor podría haberse ahorrado el desaire.

—Oh, hay una forma sencilla de que lo hagan: completad vuestra terna.

—Una idea muy original que jamás se le había ocurrido a nadie. —La ironía casi raspaba—. No voy a perder el tiempo explicándote mis motivaciones, sureño. Además, en cinco días dará comienzo la primera ronda. No hay candidatos hábiles disponibles y, aunque los hubiese, no nos servirían de nada. Careceríamos de compenetración.

—Estoy al tanto de esas motivaciones tuyas. Tu compañera Makëla, tu pareja… Vuestra terna era un esfuerzo de tres y a nadie más habría de corresponderle el triunfo. Sustituirla debía ser para ti una traición, así que seguisteis adelante solos mientras no os pusieron impedimentos. Sin embargo, las circunstancias han cambiado. Si no acatáis las reglas, nunca podrás brindarle la dignidad de Nudhakavie que no consiguió en vida. Has de reordenar tus prioridades, Dranaris. Elegid un tercer miembro. —El aludido permaneció mudo e inexpresivo, lo que, según la experiencia de Vira, le otorgaba vía libre para continuar—. La compenetración no debe inquietarte. Si Azor y tú confiabais en ganar por vuestra cuenta, ¿qué perjuicio causaría uno más, con tal de que no sea un estorbo? En cuanto a la habilidad del candidato…, bueno, estás de suerte: aquí tienes un digno voluntario.

Dranaris sí que se giró entonces hacia su interlocutor. Su mirada incrédula expresaba a las claras lo absurdo que consideraba el ofrecimiento.

—Estás de broma. Eres del exterior. No te has dedicado desde la infancia al servicio del dios. No has prestado juramento ni adoptado nuestras costumbres. Nadie lo tomaría en serio.

—Vamos, ¿acaso he hecho otra cosa en mi vida, aparte de servir a los dioses? ¿Juramento? Lo prestaré. ¿Vuestras costumbres? No son tan diferentes de las mías, las adoptaré.

—Tu paso por nuestra tierra es temporal. Un Nudhakavie ha de entregarse sin reservas a sus nueve años en el cargo.

—¿Qué son nueve años? Y en un sitio tan vigorizante como Dallankor. Me comprometo a quedarme aquí hasta que todos estéis satisfechos conmigo.

—¡Nos despreciarían! —Las réplicas del defensor eran cada vez más exaltadas—. Si ganásemos mano a mano con un forastero, los demás nos lo reprocharían por siempre.

—Si lo hicieseis con una terna de dos, ¿crees que os aplaudirían? La humillación sería mucho mayor. Piensa en otra excusa.

—¿Quién dice que no serías ese estorbo del que hablabas?

—Eh, eso sí que no te lo consiento. Soy un buen luchador y ya os he visto pelear las suficientes ocasiones para familiarizarme con vuestro estilo y movimientos. Y tú también me has estudiado desde todos los ángulos, no lo niegues. ¿Sabes por qué no has querido enfrentarte nunca contra mí? Porque no las tenías todas contigo. Confiésalo.

—Sí que eres un petulante…

—Y me lo llama el señor «Mi terna de dos machaca a las otras».

—… con una fastidiosa respuesta para todo.

Vira sonrió y se tendió de espaldas en su improvisado asiento, meciendo las pantorrillas sobre la superficie de la laguna. No había que ser empático para entender que las reservas del norteño estaban a un paso de ser derribadas por ese resquicio de esperanza abierto ante él cuando ya la había perdido toda. Pero Dranaris era un elfo testarudo; harían falta más argumentos para convencerlo.

—No te he estudiado tanto, aunque me ha bastado para darme cuenta de que eres zurdo, y eso es un enorme inconveniente. A Azor y a mí nos costaría acostumbrarnos a movernos contigo.

—Ambidextro, en realidad. Mal ilusionista sería si no lograse imitar a un diestro.

—Tu mano más hábil es la izquierda. Capar tus puntos fuertes es llamar a voces al fracaso.

—Hay cinco días para entrenar. Apuesto lo que quieras a que nos sobran para aprender a coordinarnos.

—Coordinarnos… —Dranaris se golpeó las sienes con saña—. No, esto es un disparate. Mi vínculo con Makëla era real, fluía con naturalidad. Me ha costado todos estos años forjar uno nuevo con Azor. Pretender que cinco días bastarán para no hacer el ridículo en público es de ilusos, Vira.

—Llamarme por mi nombre es un comienzo. Sureño es tan impersonal… En fin, supongo que sabes cuál es la forma rápida de establecer un vínculo, ¿no? El tuyo con Makëla fluía con tanta naturalidad porque era tu pareja. Quizá si te esforzases en dejar de señalarme defectos y en apreciar mis virtudes, todo sería más sencillo.

—Ese es un chiste de mal gusto. Ya he visto que tu grupo y tú rechazáis a las elfas de Dallankor, y no por ser poco atractivas. Tus preferencias no me importan, pero no pretendas arrastrarme hacia ellas. Le prometí que sería la única, que no concebiría hijos con ninguna otra. Y siempre cumplo mis promesas.

—¿En serio? ¿Nada de sexo en cinco años? Dioses, ¿te burlas de mí? Quiero decir, ¿por qué?

—Se llama lealtad. No todos pretendemos esparcir nuestra semilla a toda costa, ¿sabes? Makëla era la que los dioses me habían destinado, lo supe en cuanto nos conocimos. Tan fuerte, tan altiva. Jamás permitía que me inclinase, siempre era ella la que se alzaba hasta igualar mi altura. Si después determinaron no bendecirnos con descendencia, sus motivos habrían de tener y los he respetado desde entonces. Bah, ¿para qué continuar? Un elfo de Dervarn no me entendería.

—Oh, te entiendo. Te entiendo mejor que muchos, yo tampoco planeo traer pequeñajos al mundo. En medio de esta vorágine procreadora en la que vivimos, es reconfortante aceptar que la paternidad no está hecha para nosotros. Lo que escapa a mi comprensión es tu renuncia a lo demás.

—¿Qué es lo demás?

—Puedes mantener tu palabra sin prescindir de la compañía.

Al sentarse, el jubón de Dranaris le dejaba una porción de espalda al descubierto. Vira posó la palma de la mano sobre su costado húmedo, alzó aún más el tejido y luego se desvió hacia abajo, trazando con el dedo índice las líneas del tatuaje que dibujaban dragones, lenguas de fuego y ríos de lava. El diseño continuaba sobre su nalga derecha sin perder la belleza de las partes expuestas. El extremo de una cola cuyas diminutas escamas aparecían perfiladas con todo detalle prometía nuevas maravillas en los rincones ocultos a la vista.

—El artista que te hizo esto es un elfo con suerte —afirmó mientras se enderezaba, la sonrisa juguetona todavía prendida en sus labios—. Es cierto que he rechazado algunas ofertas de otras defensoras, y ya sabes por qué. Quién sabe si, en el fondo, tus motivos y los míos no son similares: una hija o hijo es una atadura tan desmesurada que solo concebimos aceptarla con quienes amamos, y, si eso no está a nuestro alcance… Aleja la tentación; nadie te lo reprochará y cumplirás tu promesa. Pero no tienes por qué alejar el placer.

Su aliento emanaba calidez en medio de aquella atmósfera fría. Su lengua rozó los aros metálicos de Dranaris antes de deslizarse con mesura, casi reverencia, a lo largo de la piel intacta. El norteño no rehuyó el contacto, ya fuese por el poder de su hechizo de atracción, por su arrolladora presencia o por el magnetismo de sus perfectas marcas de la magia.

—Sería muy fácil tejer un hilo de afinidad entre nosotros —prosiguió Vira, sus manos colándose bajo el jubón hasta el vientre del defensor.

—Nunca he… hecho esto antes.

—¿Recibir caricias de otro elfo? ¿Qué diferencia hay? Dime, ¿aceptas? Formemos la terna más poderosa de Dallankor. Pasemos la primera ronda juntos. Si me convierto en uno de vosotros, en todos y cada uno de los sentidos posibles —lamió la punta de su oreja—, ¿no dejaré de ser un visitante y vosotros mis guardianes? Se verán forzados a hacernos concesiones a los tres. Tiempo para entrenar y competir… Intimidad que llenaremos como queramos…

—Espera. —Algo en esas frases disparó las alarmas del siempre suspicaz Dranaris. Sus puños saltaron a atrapar con brusquedad las muñecas de Vira—. Azor mencionó algo sobre la biblioteca, que a los forasteros les estaba vedado el acceso. ¿Has tramado todo esto para ganarte privilegios en Dallankor? Porque te juro que, si no me tomas en serio…

—Mira que llegas a ser desconfiado. ¿Tan poco valoras mi palabra? Si te la doy, ten por seguro que la respetaré.

—Eso lo veremos. En cuanto hayas de cumplir el primer ritual del juramento, te echarás atrás y huirás con el rabo entre las piernas.

—En la vida caeré tan bajo. Hmmm, ¿cuál era ese primer ritual?

—Raparte tu larga melena de elfo de ciudad.

—Ah… Ya. —Enmudeció durante unos instantes, impactado por ese detalle que no había considerado—. De acuerdo, un pequeño inconveniente de cara a una gran causa. Por cierto, te atraen más las cabelleras cortas, ¿verdad?

Respondió con serenidad a la rudeza de Dranaris, rozándole las manos con las yemas de los dedos, acercándole la boca curvada en una sonrisa arrebatadora. Los elfos guerreros del norte no solían ser tan sutiles en sus aproximaciones; las defensas del defensor fueron sobrepasadas a traición por unos labios que sabían muy bien el camino a seguir.

Los arbustos se agitaron tras la primera línea de árboles cuando el espía que había asistido a la escena decidió retirarse. Estaba irritado y no se preocupó por ser discreto, convencido de que el estrépito de la cascada enmascararía sus pasos. Eso poco afectó la percepción de Vira, quien se permitió una ligera mueca burlona. Había sabido en todo momento que Navhares estaba ahí.

Solo existía un evento que reuniese a todos los Silvanos de Dallankor en su planicie, y era la ceremonia inicial de la elección de los Nudhakavie. Cada nueve años, hasta el último de los elfos —incluidos los custodios— se acercaba a presentar sus respetos a los tres árboles antes de asistir al desfile de las ternas. Los actuales titulares del cargo lo abrieron con un saludo a Kaledias, los árbitros y otras personalidades, entre las cuales se contaba Seriam. Siguieron su ejemplo el resto de los cincuenta y dos grupos por orden de veteranía, una fila de combatientes únicos e inconfundibles gracias a sus tatuajes y pinturas faciales. Y el último de ellos era el más exótico: trenza de color corinto, torso y espalda lisos, oreja derecha sin adornos… Vira de Dervarn, tercero en la terna de Dranaris y Azor, se alzó como uno de tantos para prestar juramento ante el guía y los árbitros. Pero, a diferencia de los demás, hincó después la rodilla en tierra y permaneció allí un rato bastante largo para una categoría de elfos que se preciaba de no arrodillarse nunca.

Navhares no había vuelto a toparse con el Silvano desde el episodio de la cascada. Suponía que había estado inmerso en alguna clase de entrenamiento intensivo o bien en continuar lo que iniciara con Dranaris al borde de la laguna. O probablemente en ambas cosas. Lo cierto era que no esperaba verlo de aquella guisa, con el atuendo de los defensores y el rostro cruzado por dos líneas de pintura color corinto, ni postrado en actitud tan humilde. Representaba el papel de un ferviente adorador de los dioses recitando promesas de futuras deferencias —promesas poco creíbles viniendo de él— mientras un grupito de autoridades lo escuchaba con solemnidad y la masa de mirones lo hacía con expectación, convencidos de que el forastero cometería la falta de protocolo más flagrante de la historia de Dallankor.

Concluido el juramento, uno de los árbitros extrajo un puñal de su cinto y lo acercó al cuello de Vira. Navhares fue incapaz de reprimir un gemido ante lo que siguió: la inmolación de la magnífica trenza del Silvano, sesgada de raíz de un simple tajo; el orgullo de cualquier elfo, arrojado a la hierba como si se tratase de desperdicios. A la víctima no pareció importarle, ya que se enderezó y volvió a la fila sin mover un músculo de la cara. Su imperturbabilidad se ganó la aprobación silenciosa de la mayoría. Hasta Dranaris le lanzó una mirada de soslayo, sorprendido de que no hubiese echado a correr antes de sacrificar su vanidad de sureño.

Mas la curiosa iniciación de un elfo llegado de tierras lejanas no dejaba de ser una anécdota en el orden del día. El verdadero espectáculo, aquel que habían esperado durante casi una década, dio comienzo en cuanto el círculo quedó despejado. Las ternas se habían ordenado según su excelencia para que la primera fase de combates estuviese nivelada, y todas tendrían derecho a tres enfrentamientos con diferentes rivales. Aquellas que no sufrieran ninguna derrota —lo que allí llamaban un triunfo limpio— se clasificarían automáticamente para una segunda fase a celebrar días más tarde. Las que contasen con dos victorias en su haber repetían el proceso entre ellas hasta obtener triunfos limpios, uniéndose así a las anteriores. Dos derrotas acarreaban la eliminación inmediata.

Las primeras seis ternas avanzaron hacia el centro, se dispusieron en un triángulo de círculos de combates, cada uno con sus propios árbitros, y tomaron posiciones. Muchos opinaban que se perdían parte de la diversión al tener que seguir varios combates simultáneos, pero el elevado número de estos imponía la necesidad de abreviar. El aura de los defensores era más letal que la exhibida en los entrenamientos, pues la mayoría usaban anchos anillos metálicos en todos los dedos y refuerzos del mismo material en segmentos específicos de sus armas de madera. Navhares reconoció a algunos de ellos gracias a la decoración facial; sus expresiones eran tan severas y agresivas que costaba identificarlos con los relajados elfos de las jornadas previas. A la señal del árbitro más veterano, los dieciocho participantes se activaron.

El avance de las contiendas demostró al joven argailiano lo equivocado que había estado hasta entonces sobre la naturaleza de aquel ritual. Los movimientos sacrificaban elegancia en favor de la eficacia. La sangre salpicada a causa de los remaches metálicos apenas quedaba disimulada por la pintura. Los ocasionales moratones, rozaduras y esguinces se convertían ahora, si la fortuna empeoraba, en fisuras y huesos rotos. Aun sin emplear más magia que las habilidades empáticas, la violencia allí desplegada era la más real que había presenciado en su vida, y Navhares llegó a preguntarse qué sentido tenía exponerse a todo ese dolor para ganar un simple trofeo, por valioso que fuera.

El corazón se le disparó en el pecho cuando llegó el turno de Vira y sus compañeros para ocupar la palestra de hierba. Le resultaba tan difícil identificar a su amigo en ese guerrero de cabello corto y rostro pintado… Además, los murmullos que captaba entre el público, criticando su elección de armas, no eran esperanzadores: dos varas largas en manos de dos elfos tan altos entorpecerían su coordinación en un espacio limitado, y más cuando no habían tenido tiempo de habituarse a pelear juntos. Ya sería complicado para Azor, de nuevo con sus bastones disparejos, esquivar los varazos. En cualquier caso, el trío no dejó que la atmósfera menos benévola afectase su concentración. Sus rivales eran un elfo ancho y fuerte como un alce, armado con una vara corta, una elfa con dos bastones con mangos, famosa por su capacidad de encajar los golpes y su falta de ética a la hora de propinarlos, y un segundo elfo pequeño y nervioso que iba provisto de dos hoces rectas talladas en dos piezas de madera. Estos se colocaron en línea ante un Dranaris adelantado al resto, mientras que Azor permanecía en la retaguardia. En cuanto el árbitro volvió a dar la señal para el inicio de la nueva tanda de combates, las conversaciones cedieron ante el sonido de los golpes.

Hasta un profano como Navhares sabía apreciar el equilibrio en las posiciones de Vira y sus aliados, calculadas para dar espacio al balanceo de sus armas. Tampoco pasó desapercibido para sus oponentes, cuya primera maniobra fue tratar de romperlo: el elfo más voluminoso se lanzó a por Dranaris y lo forzó a dar la espalda a los demás en tanto sus dos colegas hostigaban a Vira, quizá confiando en que sería el eslabón más débil y podrían eliminarlo con rapidez. Las hoces no estaban afiladas, pero verlas cruzando tan cerca de su nariz no resultaba tranquilizador. La elfa, por su parte, buscaba los huecos en su defensa para impactar con sus bastones en un sitio particular; en los combates todo valía, y ¿qué mejor manera de neutralizar al forastero que machacarle la entrepierna? Vira descifró sus intenciones al instante. Aunque no tenía intención de permitírselo —sentía un tremendo apego a las joyas heredadas de sus ancestros—, estaba muy ocupado esquivando las dos medialunas de madera que el flaco y ágil defensor hacía volar cerca de su cuerpo, y mantenerlos a raya con su vara era cuanto alcanzaba a hacer por el momento. La escasa honorabilidad de la elfa al atacar lo persuadió para hacer lo mismo, y logró un impacto rasante en sus pechos escasamente protegidos por la banda de cuero. El dolor no bastó para detenerla, ni siquiera para ralentizarla. El extremo de un bastón dirigido a su bajo vientre, evitado a duras penas, mandó al sureño a una distancia peligrosa del borde del círculo.

Por suerte para él, Azor aprovechó un espacio en las trayectorias de las armas para abrirse camino hasta los tobillos del luchador de las hoces y derribarlo. En el brevísimo respiro obtenido gracias a ello, Vira logró dos pequeños triunfos, afianzar su posición en el terreno de juego e intercambiar una mirada significativa con Dranaris: era hora de librarse de un oponente y merecía la pena empezar por el más fuerte, aunque eso supusiese encajar algún golpe. Ahora bien, Vira no planeaba pasar a los anales de la elección de Nudhakavie como el extranjero castrado en su primera batalla, así que tentó a la elfa con una abertura clara cerca de su vientre en lugar de sus queridos genitales, sufrió la furia del impacto endureciendo los músculos y alzó la vara en un potente golpe circular sobre las cabezas de todos los presentes. Ella se apartó a tiempo. También lo hicieron Dranaris y el elfo que enarbolaba la vara corta. Por desgracia para este último, la atención a las alturas le hizo ignorar lo que ocurría a sus pies. Terminó en el suelo gracias al barrido casi simultáneo realizado por el arma de Dranaris; la punta de esta se precipitó sobre su cráneo, dejándolo inconsciente. Quedaban dos.

Los defensores restantes fueron incapaces de apreciar la belleza de aquel armónico baile de varas. El de las hoces comenzó a blandirlas en torno a él, con pases que llegaron a arañar los antebrazos de Azor y la espalda de Vira. La elfa interpuso al sureño entre ambos y cargó contra sus piernas, y tanta fue la furia del topetazo que su víctima aterrizó de espaldas, a tiempo de distinguir el vuelo de una hoz dirigida contra su sien. El arma fue interceptada en el último instante por los bastones de Azor. Dranaris aprovechó la posición de su rival, agazapada sobre el sureño, e hizo girar la larga barra remachada de metal contra ella. Sus bastones poco pudieron hacer para frenar la energía de tal maniobra. La elfa fue lanzada contra el margen de la circunferencia hasta sobrepasar los límites permitidos. Quedaba uno.

El tercer antagonista era tan rápido y energético que a la terna recién formada le resultó complicado acorralarlo para concluir el trabajo. Vira se llevó una desolladura en el tobillo y Dranaris un desgarrón en el muslo antes de que Azor se las arreglase para retorcerle un brazo a la espalda y patear una de sus hoces. Aun así, el nervudo guerrero se escurrió de su presa. El novato resolvió que no debía dejar pasar la oportunidad de anotarse su primer tanto. Tras dejar caer el arma, tomó impulso y giró hasta convertir su pierna izquierda en un borrón a toda potencia. El elfo, que ni la vio venir hacia su mejilla, dio con sus huesos en la hierba, con la integridad de su tabique nasal comprometida y muy pocas ganas de volver a por más. La victoria era suya.

A los pies de Vira, la elfa gruñó algo que sonó similar a fanfarrón de mierda mientras se apartaba la banda de cuero para examinar el hematoma de sus pechos. Un picotazo de remordimiento espoleó la conciencia del Silvano, quien hasta entonces no se había visto en la tesitura de maltratar a una dama en un lugar tan delicado. Le tendió el brazo para ayudarla a levantarse. Ella lo miró con recelo, sus labios retorcidos en una sonrisa desagradable, aunque aceptó la cortesía y se irguió a toda velocidad; tanta, que su rodilla derecha aprovechó el ímpetu del movimiento para dispararse contra el lugar delicado del elfo. Sucedió tan deprisa que no tuvo ocasión de echarse a un lado. Después de todo, según mostraba la expresión de su rostro, sí que se convertiría en el extranjero capado en su debut. Pero el dolor por el duro castigo no llegaba. Tras soltar el aire contenido en sus pulmones, aventuró una ojeada y comprobó que la rodilla se había detenido a la distancia de un cabello del área de impacto. Sus pupilas subieron hasta enfrentar las de la defensora.

—No seas tan perdonavidas o la próxima vez te los patearé a conciencia —masculló ella sin abandonar la sonrisa—. Ah, y no estuvo mal jugado. Aceptable para ser un elfo fino.

En Dallankor, un combate ganado solo era un pequeño paso en la dirección correcta. Desde su lugar entre la multitud, Navhares no asistió a celebraciones ni parabienes, sino a los dictámenes severos de los árbitros y a una retirada discreta de vencedores y vencidos para dejar espacio a los nuevos contendientes. Tampoco habría podido acercarse a felicitarlo de haber querido, pues las ternas aguardaban su turno lejos del público. No volvió a ver a Vira hasta la segunda serie de enfrentamientos, todavía con su herida en el tobillo —los servicios de los sanadores estaban limitados— aunque sin secuelas importantes. Y de nuevo saltaron al círculo, y de nuevo lograron el éxito, por más que Vira se llevase la peor parte: los otros tres defensores se empeñaron en ponerle las cosas difíciles al novato y le dejaron de recuerdo un hombro dislocado antes de que sus dos compañeros aprovechasen la coyuntura para quitárselos de encima. Dijo mucho de los redaños del sureño que se dejase recolocar el hueso sin gritar. Su tercer desafío se prolongó más que ninguno. Para empezar, un fallo de cálculo al coordinar el balanceo de sus varas desembocó en el fuera de juego de Azor, sacado del círculo por sus propios colegas; con vistas a cubrir la momentánea desorientación de Dranaris, Vira se interpuso en la trayectoria de un bastón y sintió cómo una de sus costillas pagaba las consecuencias. Estuvieron a punto de ser derrotados media docena de veces, pero compensaron la falta de fluidez con reflejos y cabezonería y, al final, lograron un triunfo limpio y el paso automático a la segunda fase.

El ánimo de la concurrencia mudó cuando, junto con otras once ternas en idéntica situación, se congregaron ante los tres árboles y renovaron sus votos de fidelidad. La masa de Dallankor respondió al Dravde seva nudhia de los defensores con otro grito semejante, eco del anterior, que resonó en las montañas como una exhortación sobrenatural a los dioses. Si alguna vez han de responder a algo, responderán a esto, pensó un Navhares ensordecido por el clamor. Y tras el sacrificio llegó el reconocimiento: Dranaris y Azor añadieron un nuevo aro de plata a su colección, mientras que Vira recibió su primer bronce de manos del árbitro más veterano, que perforó su lóbulo derecho sin ceremonias y lo ensartó con la pericia de cientos de operaciones similares. La pérdida de su melena y la oreja agujereada el mismo día no contribuyeron al gozo del Silvano, quien apenas podía fingir que caminaba recto con su costilla fisurada. Además, Dranaris no parecía muy satisfecho con las actuaciones del grupo y no le permitía retirarse a descansar, sino que insistía en retenerlo en el círculo para hacer la crónica de sus fallos.

—Oye, siento punzadas en la oreja y el tobillo, me cosquillea la nuca indecentemente desnuda, noto una docena de hierros candentes atravesándome el costado y casi me machacan la herramienta del amor —protestó la víctima del acoso—. Hemos pasado. ¿Qué más quieres?

—Habríamos pasado de todas formas, Azor y yo. En los siguientes combates nuestros rivales tendrán mucho más nivel. ¿Por qué te empeñaste en usar otra vara? ¿Por qué no me escuchaste?

—No se trata solo de ganar, sino de hacerlo con donaire. Admira la belleza de nuestras dos armas en acción, simétricas y…

—¡Cierra ese pico presuntuoso! Con nuestra patética facilidad para entorpecernos el uno al otro, lo único que haremos será el ridículo. Dijiste, prometiste que me tomarías en serio. ¡Lo prometiste!

Semejante exhibición de genio no era habitual en un elfo como Dranaris. Vira aún conservaba restos de una sonrisa perpleja cuando Navhares lo abordó de camino a su alojamiento.

—Felicidades —murmuró el joven, los ojos fijos en su nuevo aro y en el cuello expuesto—. Quería hablar contigo, pero ya no pisas la casa.

—Gracias. Ya ves, esta gente se toma las cosas muy a pecho. Me hacía falta entrenar para que la paliza fuese más leve.

—Entrenar. Claro.

—¿Qué pensabas que hacía?

—Dranaris y tú estáis más próximos ahora. Quizá os dedicabais a conoceros mejor.

—¿Eso crees? —El Silvano soltó una carcajada dolorida—. Ay, ¿me habré dejado cautivar por su dulzura para conmigo? ¿Por su don de gentes? ¿Por su temperamento? Oh, y qué temperamento… No me lo esperaba, la verdad.

—Te has pintado y vestido igual que un salvaje. Te has dejado cortar el pelo. Interceptaste un golpe dirigido a él y ahora estás herido. Si no te ha cautivado, ¿qué otra explicación hay?

—¿Y qué más te da, chiquillo? Esto nos conseguirá respeto, y a mí una nueva experiencia en la vida y una cama caliente. Todo son ventajas.

—¡No vuelvas a llamarme chiquillo! Entonces, ¿os habéis… acostado?

—Es un adulto disponible y no tiene un padre presto a matarme si le pongo las manos encima. Ni está enamorado de él, gracias a los dioses.

La indignación de Navhares prendió en sus ojos un fuego rojizo muy similar al de Caradhar. Antes de que Vira alcanzase a avivar la llama haciéndoselo notar, el muchacho se alejó a zancadas entre las docenas de elfos que aún deambulaban por la llanura. Otro con temperamento —meditó el Silvano, con su habitual frote del labio—. No lo ha sacado de su padre ni de su abuela. ¿Tal vez de su abuelo, el difunto Darshi’nai?

Encogió los hombros y preguntó a uno de los paseantes por el sanador más próximo. Con un poco de suerte, alguien se apiadaría de él antes del final de la jornada.

 

Felicitarlo. Habría debido felicitarlo nada más y así se habría ahorrado la humillación. O mejor aún, cerrar la boca y no cruzarse en su camino. Para complacer a su nuevo amante se había convertido en un bravío cualquiera. ¿Y qué le había ofrecido a él? Evasivas; la pobre e inconcebible excusa de que no podía contrariar a su padre. Porque tenía que ser una excusa. Caradhar no sería tan cruel como para mantener las distancias y, además, forzar a los demás a seguir su ejemplo. ¿O sí?

Por mucho que Navhares tuviese la vida de un adulto, su sabiduría no se había desarrollado a la par que su apariencia. Se sentía traicionado por todos, incomprendido y solo, muy solo. Dado que no le quedaban fuerzas para volver a la casa ni para ser blanco de las miradas de una multitud de norteños, decidió perderse entre los árboles para regocijarse en su soledad. Pronto, la zona de las viviendas arbóreas quedó a sus espaldas. Al acercarse a los límites recordó la proximidad de la cascada; siguió, en cambio, la dirección del riachuelo. Allí la atmósfera no era húmeda, sofocante ni ensordecedora, y la corriente de agua, con las ocasionales pozas que se formaban a una u otra de sus orillas, le traía gratos recuerdos de Dervarn. Cerró los ojos; por un momento le pareció rememorar las amigables conversaciones con Vira a su paso por la ciudad del bosque —en un tiempo que se le antojaba tan lejano—, y las risas, y los iris… ¿verdes? Parpadeó. Cuando recuperó los sentidos se percató de que había seguido caminando hasta alcanzar el borde del agua. Una mano sobre su antebrazo lo salvó de un chapuzón.

—No pretenderás bañarte con ropa, espero. —Su rescatador sonreía.

—¡Seriam! Yo… Supongo que me he distraído.

—O tenías una visión. ¿Qué era?

—No, no, recordaba una charla sin importancia. Te vi antes junto a tu padre, en el círculo. ¿Hoy te han permitido subir?

—Si te soy sincero, él me obligó. Por mucho que la tradición dicte que todos acudan a la ceremonia, ¿acaso no es más importante en estos tiempos vigilar al Durmiente? En fin, regresaré tras darme un baño. ¿Me acompañas?

—¿En un riachuelo helado de las cumbres?

—Se mezcla con aguas subterráneas cálidas, es muy agradable. Pruébalo.

La invitadora transparencia de la poza más cercana permitía distinguir un fondo suave y sin aristas rocosas. Para su sorpresa, el agua estaba templada. Antes de que Navhares aceptase la invitación, Seriam arrojó al suelo toda su ropa, salvo el pequeño taparrabos típico de Dallankor, y se sumergió en la parte más alejada de la corriente con un suspiro satisfecho.

Quizá mirar de hito en hito a una persona fuese considerado una grosería en Argailias, pero al joven noble le resultó imposible apartar la vista de aquel cuerpo casi desnudo, cubierto de dibujos desde el cuello a los pies. Plantas, animales y motivos geométricos se entrecruzaban en su pecho y espalda; nudos, hojas y raíces ondulaban sobre sus brazos y piernas. Jamás había presenciado un despliegue artístico semejante. Tras vencer su pudor natural, imitó a su anfitrión en el ritual del baño.

—Te preguntas por qué me tomo todo este trabajo —afirmó el norteño ante su evidente interés—. Tintura de hojas de ligustro en lugar de un tatuaje duradero.

—¿Es porque únicamente los defensores se tatúan?

—Has acertado, aunque hay otra razón. En la tierra de mi madre era costumbre no atarse a un simple diseño, sino variarlo con las estaciones, las fiestas, los grandes eventos… La piel es un lienzo que se adapta a la metamorfosis del mundo, igual que la naturaleza evoluciona con el paso de los años.

—En Argailias y en los principados del sur nunca vi nada semejante, pero es una filosofía hermosa. ¿Tu madre no era de Dallankor, entonces?

—Mi padre viajó mucho en su juventud. Durante su estancia en los bosques del extremo oeste, donde dicen que la lluvia cae tres días de cada cuatro y es imposible no pisar sobre hierba y musgo, conoció a una dama de cabellos cobrizos, se enamoró y la trajo consigo a la planicie. Murió siendo yo aún muy joven, sin haber llegado nunca a integrarse en Dallankor. Mi último recuerdo de ella fue su despedida, con esa voz cantarina que tan diferente sonaba de las nuestras: «Riam (me llamaba Riam), ya sabes que en mi tierra necesitamos lluvia para crecer, mucha más de la que cae aquí. Mamá se marchita y por eso ha de pasar un tiempo lejos, reverdeciéndose. ¿Esperarás hasta que haya recuperado el color? Volveré como un arbolillo de los que bordean el riachuelo; me reconocerás porque tendré la corteza pintada igual que la piel y te espiaré desde el verdor de las hojas». Había hecho prometer a mi padre que decoraría para mí el tronco de un haya joven, ¿sabes? Ah, lo feliz que me sentí al descubrirla entre los otros árboles. Me sentaba al pie, procuraba que recibiese más agua que las demás, le contaba mis historias, convencido de que me escuchaba… Ya imaginarás que eso no hizo regresar a mi madre, si bien me consoló hasta que tuve edad para aprender a decir adiós. Y eso fue bastante más tarde que la mayoría, lo confieso. Supongo que aferrarme a la infancia me ahorraba la decepción de aceptar la realidad.

—Lo siento mucho. —La compasión de Navhares era sincera.

—No, no estés triste, es un bonito recuerdo. Además, yo fui afortunado. Oí que tú no llegaste a conocer a la tuya.

—Es cierto. —Evitó rememorar ese oscuro episodio del pasado—. Aunque tampoco soy digno de lástima. Tengo a Caradhar, y a Corail, y a… a mi propia familia. Nunca estoy solo. ¿Tú no tienes una pareja?

—Me temo que no soy apto para eso. —Apoyó la nuca en el borde de rocas y suspiró. La maraña de sus trenzas se plegó bajo él como un lecho de ramas otoñales—. No puedo ser padre, así que ninguna elfa querría emparejarse conmigo. Eso me convierte en el custodio ideal… y en una fuente de pesar para el guía, que no verá colmado su deseo de tener nietos.

—Oh… ¿Y no hay nada que los sanadores puedan hacer por ti?

—Mi condición es obra de los dioses, la savia no la remediará. No merece la pena darle vueltas; acepté mi soledad hace mucho tiempo y sirvo con placer en el santuario. Es ahora, en esta época de transformación, cuando siento algo de temor y respeto por el futuro, pero… —Mordisqueó una de sus uñas teñidas. Navhares tuvo la impresión de que una nube le oscurecía los ojos verdes, además del ánimo, antes de disolverse en una nueva sonrisa—. Ah, pero los cambios son buenos. Los que, como yo, los llevamos en la piel, no debemos tenerles miedo.

El joven argailiano también sonrió. Tras días de conversar con Seriam había llegado a sentirse muy a gusto en su compañía, pues era de trato más suave que sus paisanos y tenían las suficientes cosas en común para entenderse: huérfanos y descendientes de líderes, tejedores de visiones con una venda en los ojos, sangre mezclada que no encajaba en ningún sitio. No recordaba otra relación donde le resultara tan sencillo relajarse, a sabiendas de que se encontraban al mismo nivel. Desde luego, jamás había sido así con Vira, ni aun con Caradhar.

—No es cierto que nunca esté solo. —Aquel ambiente era propicio para las confidencias—. Mi esposa y yo mantenemos poco contacto, mis hijos pertenecen a sus Casas respectivas y Caradhar vive en Dervarn mientras yo permanezco en Argailias, fingiendo que los Silvanos son una leyenda. Hacer amigos en palacio debe ser igual de difícil que bajo las montañas, y aquí… Ya lo sabes. Tú eres el único.

—Celebremos, entonces, que nos hayamos conocido. ¡Quédate conmigo en el santuario! No todo será velar al Durmiente, haremos alguna escapada para que disfrutes de la belleza de Dallankor. Te conduciré a través de pasos de montaña que se abren a panoramas sobrecogedores. Te mostraré una caverna donde el agua crea melodías al caer, gota a gota, en estanques de piedra perlada. Al final de la jornada, seguiremos contándonos historias sobre tu tierra y la mía. Tú también eres mi primer amigo en muchos años. —La mano del norteño se posó sobre la de su compañero más joven. Este contempló los bellos motivos vegetales con una mezcla de placer y melancolía.

—Pero pronto tendré que partir y es difícil que regrese. Volveré a la rutina del Distrito de los Nobles, dejaré atrás todo esto…

—No pienses en eso ahora, Navhares. Vamos, baja conmigo.

—¿Y si Caradhar no me lo permite?

—¿Por qué no habría de hacerlo?

—Creo que, hum, no confía demasiado en ti. ¡No es nada personal! —exclamó, alarmado por su exceso de franqueza—. Se trata de… Se trata de tu mente, ¿sabes? Todo el mundo dice que él es uno de los mejores telépatas de Dervarn y, a pesar de ello, es incapaz de percibirte. Claro que eso no es culpa tuya. Si tu defensa es poderosa…

—¿Mi defensa? Ya te conté que mi savia es muy débil. Ni soy telépata ni he aprendido a protegerme de ellos. —Sacudió la cabeza ante la zozobra del muchacho—. No te sientas culpable, tu padre no es el primero que ha reaccionado así ante mi particularidad. De hecho, es una de las razones que me han empujado a aislarme.

—Lo siento, lo siento en el alma. Eso es muy injusto.

—Yo lo acepto como la voluntad del dios. Si me lo ha otorgado, será para darle algún uso en el futuro, porque nada en el santuario sucede por casualidad. De eso estoy seguro.

—Yo no comparto esa desconfianza, Seriam. Y me gustaría mucho aceptar tu ofrecimiento.

—Riam, ya es hora de que me llames Riam. —Le tendió la mano para salir de la poza—. ¡Vamos!

Antes de seguir al custodio en su descenso a través de las cavernas, Navhares se detuvo en su alojamiento para conseguir una muda seca. No le apetecía discutir con su padre sobre un hipotético permiso para ausentarse, así que respiró aliviado cuando vio que la casa estaba vacía. Mientras abandonaba el lugar, reparó en un envoltorio estrecho que alguien había depositado en las escaleras de acceso. Contenía la trenza cortada de Vira.

Al acariciar con la vista y con los dedos las larguísimas hebras de color corinto, el joven experimentó una descorazonadora sensación de pérdida. Admiraba aquella melena. Siempre la había considerado la segunda más hermosa —únicamente superada por la belleza rojo rubí de Caradhar—, y verla allí, yerta, sesgada de la fuente de la que fluía como una corriente de savia, lo inundó con una súbita inquina hacia quienes habían inspirado tal afrenta. Esos bravíos no se la merecían. Tampoco Vira, quien con tanta indiferencia había renunciado a ella.

Plegó el paquete y lo escondió entre sus ropas. Luego salió a toda prisa, en dirección al acceso al santuario.

Tras mucho porfiar —y haciendo ostentación de su nuevo aro de bronce— Vira se las había arreglado para conseguir el permiso de los bibliotecarios y traspasar los límites de su sanctasanctórum. Una de las cavernas que circundaban la planicie había sido impermeabilizada, revestida de madera e imbuida con un hechizo de conservación; allí, en estanterías hechas de troncos con la consistencia de la piedra, se apilaban cientos de tomos y pergaminos. Dallankor había estado siempre aislada y el contenido de sus libros reflejaba la cultura élfica en exclusiva, motivo por el cual la biblioteca no poseía la extensión y variedad de la de Dervarn, abierta al saber humano y depositaria de muchos volúmenes sobre este. Pero justo eso era lo que su gente necesitaba, y merecía la pena un nuevo repaso de todos aquellos títulos, en esta ocasión dejando que Savran se asomase a sus ojos.

Al anochecer de un largo día de búsqueda entre los rincones, de criba y de ruegos —los bibliotecarios no se molestaban en llevar un registro ni consentían que nadie más tocase sus tesoros, si bien no se negaban a mostrarlos en persona—, el elfo y su pasajero se rindieron y aceptaron que el primer informe había sido correcto: allí no quedaba nada nuevo para ellos. Si en el pasado lo había habido, según atestiguaban algunos huecos libres en los estantes, debía estar perdido desde hacía años. Su último recurso era aceptar el ofrecimiento de Kaledias y realizar la pequeña expedición a la fortaleza humana. Claro que para eso era esencial convencer a un par de guardaespaldas muy poco dispuestos.

Dranaris y Azor habían conseguido ser aceptados en las competiciones y contaban ya con proseguirlas con la misma dedicación que los demás defensores. Quedaban pocos días para el inicio de la segunda fase, días preciosos en los que descansar, observar las restantes eliminatorias, trazar estrategias. Un viaje, por corto que fuese el trayecto, los privaría de todo eso y quizá los retrasase hasta el punto de no regresar a tiempo. La promesa de Kaledias de no empezar sin ellos no logró aplacarlos; solo sus órdenes tajantes los resignaron a obedecer, y no sin unas cuantas miradas airadas de Dranaris y otros tantos refunfuños salpicados de obscenidades de Azor. Este mencionó que el viaje sería inútil si no contaban con una escolta femenina, a lo que el guía replicó que eran elfos de recursos, que se las compondrían muy bien sin una y que afrontarían el desafío sobre la marcha.

Había un último asunto que resolver antes de su partida, la negativa de Navhares a acompañarlos. Caradhar no esperaba aquella oposición, menos aún cuando el muchacho jamás había desaprovechado una oportunidad para estar juntos. Ya había aceptado a regañadientes su amistad con Seriam y su segunda pernocta en las cavernas, pero se negaba a dejar a su hijo atrás durante varias noches, al cuidado de un extraño cuyo interior era más opaco que las grutas en las que habitaba.

La premura de la situación y la tozudez del joven consiguieron que se saliese con la suya. Un grupo de cinco elfos abandonó la planicie al amanecer y enfiló hacia el paso del este. Navhares, el sexto miembro que debiera haber partido con ellos, se quedó atrás, luchando para rechazar la constante presencia de Caradhar en su mente. Planeaba probar, por una vez, el sabor de la libertad.

Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de la novela. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de más, así que ya sabes… wink

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