La otra versión del Trío •Capítulo 5•

V

 

El sueño intranquilo de Nathan se vio interrumpido por una sucesión de sonidos amortiguados colándose a hurtadillas desde el pasillo. Era lunes, o eso creía. ¿Y la hora? Demasiado cansado para estirar el brazo y consultarla en su móvil, se volvió y hundió el rostro en la almohada.

El día anterior había sido tan raro… Al contarle que iba a mudarse con un par de tipos a los que nunca le había presentado, O’Halloran alzó tanto las cejas que creyó que se le saldrían por lo alto de la frente. Y sin preaviso de ningún tipo: se suponía que recogería sus pocos bártulos en aquel preciso momento y los acarrearía a un coche que estaba esperando abajo. Por suerte, o por desgracia, viajaba ligero de equipaje. La mayoría de sus libros se habían quedado en Irlanda y no tenía ordenador, así que se trataba casi todo de ropa, que bajó en un único viaje porque su amigo se había empeñado en ayudarlo y echar un vistazo al desconocido con el que se largaba. Al menos no pasó del portal y no tuvo que presentarlos; eso sí, Nathan se deshizo en promesas de invitarlo a beber en un futuro próximo y contarle qué diablos estaba pasando.

La siguiente sorpresa, y no del todo grata, fue la habitación que le habían asignado en su nuevo refugio. Era enorme, con pocos muebles, pero nuevos y relucientes; una combinación atractiva de madera, vidrio y metal. ¿La habrían instalado ex profeso para él? Al clavar la vista en la cama tamaño rey-del-mundo —un modelo que tanto parecía gustarles a aquellos dos—, se preguntó para qué se creían que iba a necesitar un colchón tan animalesco, y enseguida comprendió que era una pregunta de lo más estúpida. No tenía mucho que ordenar y sus nuevos caseros le indicaron que estarían abajo y que podía hacer lo que quisiera. Eligió quedarse solo.

Y allí estaba, sin poder evitar sentirse igual que un chico de compañía al que habían emplazado en un decorado exótico. Lo cual era absurdo, pues él había tomado parte activa en la decisión y eso era algo que tendría que asumir.

Los sonidos se intensificaron. Escuchó unos suaves golpes en la puerta, el discreto deslizar del picaporte al abrirse y un rumor de pasos descalzos. «Cada vez que quieras intimidad, no dudes en echar el seguro», le habían recomendado. La ausencia de trabas mecánicas debía significar vía libre para asaltar habitaciones.

—Buenos días, Nate —saludó Niko, tras encender la luz de la mesita y tomar asiento en el borde del colchón—. ¿Has dormido bien?

—Mmmm… ¿Qué hora es? —preguntó un somnoliento Nathan, frunciendo los ojos ante la repentina invasión de ruido y claridad en su silenciosa y oscura guarida—. ¿Sueles entrar en las habitaciones de los que duermen para darles por culo a traición?

—Respondiendo a tus preguntas, las siete, y no, tengo demasiado amor propio para abusar deshonestamente de nadie. Perdona mi pequeño ataque de espíritu hogareño, es que tengo que marcharme en breve a trabajar y quería que me despidieras con un beso. —El moreno rio por lo bajo—. Y viéndote de esta guisa, sin tapar y en gayumbos, no dudes que me apetecerían otras cosas.

—¿Cómo infiernos quieres que me tape? Hace mucho calor y no me dio por levantarme a buscar el termostato.

—Buenos días. —Kei se asomó desde la entrada y se unió al dúo. En contraste con el impecable traje que vestía su compañero, él llevaba unos pantalones holgados y una camiseta de manga larga—. Disculpa, Niko tiende a ajustar la temperatura a su gusto, que podría equipararse al de un gato panza arriba bajo una columna de sol.

—¿Cuáles son tus planes para hoy, Nat? —fue el astuto cambio de tema del aludido.

—Salir a buscar un curro. No sé si quiero saber lo que cuesta esto al mes, pero que haya venido a vivir a vuestra casa no significa que no vaya a pagar una parte del alquiler. Por ridícula que sea.

—¿Alquiler? La casa es propiedad de la familia de mi madre y no pagamos alquiler, irlandés. A menos que consideres como tal que los amigotes de mi padre tengan la prerrogativa de joderme los fines de semana… —Un malévolo Nathan se preguntó si estaba siendo literal—. El tipo de trabajos a los que debes aspirar no los encuentras dando una vuelta por la calle. Necesitas una agencia, un buen book y algo de experiencia, y…

—Para el carro. —El joven subió el tono—. No te pienses que porque estoy aquí he cambiado de parecer respecto a los enchufes. Tus contactos y tus amigos te los metes por donde te quepan. Yo ya tengo apartado el dinero para el book, y en cuanto al agente, me buscaré uno cuando haya conseguido más curriculum. Esperaré a que me salga algo, y entre tanto, no voy a estar rascándome los…

—Un anuncio.

—¿Qué?

—Un spot comercial. Tengo una cuenta entre manos para la que hemos planeado algo interesante y de categoría. Rodarán pronto, y aún precisan modelos.

No voy a hacer de modelo, ni hablar —afirmó, indignado—. Prefiero servir café aguado hasta el infinito, vamos, es que…

—Nathan, esa no es la actitud. —Niko se puso serio—. Hay muchos actores consagrados que realizan ese tipo de trabajos, y el plan es dar a conocer tu cara al público. Además, no te pedirán que pongas morritos delante de la cámara y sin camisa, oh, no. Es mucho mejor, ya lo verás.

—Te repito que no voy a aceptar que me contraten en tu firma porque tú me lleves de la manita.

—Preséntate al casting. —Niko mostró su expresión de ecuanimidad ultrajada más convincente—. No pienso decir ni una palabra a los del estudio… y, que yo sepa, con el vídeo te fue muy bien.

—¡Manipulaste a la productora para que reescribiera el guión!

—Mira, te garantizo que no te voy a adjudicar trabajos a dedo; aunque no te lo creas, no va con mi carácter. Ahora bien, eso no significa que no pueda señalarte dónde buscarlos, ¿no? ¿Me concederás, siquiera, esa diminuta oportunidad de asesorarte?

Acabó a pocos centímetros de su rostro, los brazos extendidos a sus costados y un ceño de concentración parejo al que enmarcaban las cejas rubias; tan absortos el uno en el otro, que no notaron la suave risa de Kei.

—¿De qué es el anuncio? —condescendió a preguntar un apaciguado Nathan.

—De perfume.

—¿De perfume? Joder…

—Sí, lo sé. A ti no te hace falta perfume para oler de vicio, encanto. Bueno, ¿qué hay de ese beso? —Sumergió la cara en su cuello y lo lamió—. Hmmm… ¿Sabes que, cuando te cabreas, esto se te pone aún más duro?

Llevó la mano a la entrepierna apenas protegida por una fina tela de algodón y la paseó por su erección matutina. El joven jadeó, tomado por sorpresa, e intentó zafarse.

—Mierda… Suelta, capullo… Tengo que ir al baño.

—El caso es que —respondió sin obedecer, trazando un camino de lametazos hasta las zonas meridionales de su anatomía— voy a estar todo el día fuera… y vosotros os quedaréis aquí, lejos de mi alcance. —Alcanzó la zona cubierta y enderezó el miembro rígido para que sobresaliera por el borde de la prenda—. Sabed de antemano que tenéis mi veto para divertiros sin mí, habréis de esperarme… hasta la noche. —Rodeó la cabeza rosada y tiró para descubrir el resto—. Pero antes… Un beso no basta. Ayer me tuviste a pan y agua y quiero un recuerdo más… consistente.

Abarcó la polla con la mano y la engulló hasta el tope que formaban sus dedos. Las terminaciones nerviosas de Nathan, sensibles en cualquier caso, y mucho más a aquella hora y en aquellas circunstancias, mandaron un par de mensajes contradictorios a su cerebro: ¿permitírselo y disfrutar, o bien apartarlo y saltarle los dientes con la rodilla?

El chico optó por una solución de compromiso.

—Ca-cabrón, debería… Ah… Debería mearme en tu…

—Mmmm… Escatología no, que es muy… temprano —se las arregló para pedir Niko, con la boca llena.

Al homenajeado se le pasaron las ganas de seguir protestando, pues el tercero de la asamblea se tumbó a su lado y le prestó la lengua para que jugara con ella. Nathan se aprovechó, aunque sin mucha convicción, ya que su interés estaba concentrado en otro punto. Cuando comenzó a jadear con más intensidad, Kei se empleó a fondo en besarlo, mordisquearle los labios separados y acariciarle las tetillas para brindarle excitación extra. Trató de separarse y unir los labios a sus dedos y, para su sorpresa, el rubio le apresó las mejillas, hundió su propia lengua hasta lo más profundo, casi hasta cortarle la respiración, y dejó escapar un gemido agudo mientras su cuerpo se sacudía.

Tras la tensión, la relajación. Kei se apartó con una pequeña caricia, y Niko se alzó, limpiándose la saliva y los restos de semen con el dorso de la mano. Enseguida torció el gesto y, al introducirse los dedos en la boca, extrajo un vello rojizo. Lo sostuvo en alto, acusador.

—Irlandés, me fascina tu arbusto, pero te lo vas a podar bien cortito y vas a deforestar los alrededores. Y esto no es negociable.

Besó a Kei y a un boquiabierto Nathan, y luego caminó hasta la puerta. Cuando el más joven fue capaz de reaccionar, le lanzó lo primero que pilló, que para fortuna de su blanco resultó ser uno de los almohadones.

—Hasta la noche, preciosidades —se despidió, socarrón—. Y ya sabéis: nada de empezar nada… sin mí.

En el momento en que salió de la habitación, Nathan saltó de la cama y corrió al baño. Cuando regresó al lado de Kei, todavía exhalaba algunas vaharadas de azufre de su reciente episodio de sulfuramiento.

—Ese… cabrito —protestó—. Primero me dice que deje de fumar, y ahora, que me depile. ¿Qué será lo próximo? ¿Que me haga la circuncisión también, para que no tenga que molestarse en rebuscarme el capullo?

—¡No, por favor! —rio Kei—. No lo hagas, en serio. Tienes una pieza perfecta ahí abajo, blanca y rosada, con la cantidad justa de piel, el tamaño, la forma… Nos encanta.

Al joven irlandés, la observación se le antojó surrealista. ¿Pues no estaba hablando de su rabo como si fuera una obra de arte? Le lanzó una mirada desconfiada, si bien no detectó ni un ápice de burla en su expresión.

—¿Mi polla es un tema de debate cuando tomáis el té delante de la chimenea?

—A veces. —Un gesto malicioso rasgó aún más los ojos azules.

—Pues qué raro… Yo estoy un poco cansado de pichas bicolores, pero creía que los tíos sin capuchón despreciaban abiertamente a los que lo conservaban.

—No nos libramos de él a posta. A Niko lo circuncidaron cuando era un crío y por motivos médicos, ya te imaginas: el ahogo le impedía florecer en toda su gloria. En cuanto a mí, bueno… Nací en Nueva York, y debido a algún lamentable error burocrático me lo hicieron prácticamente de serie. Por lo visto, a mi padre le faltó poco para demandar al hospital. Mi madre hizo gala de esa diplomacia suya tan exquisita e intercedió para que el temporal amainara. —Sonrió—. Me divierte pensar que mi entrepierna ya empezó a causar problemas a tan tierna edad.

»La cuestión es que estás muy bien como estás, Nathan. Dejando aparte las demandas de Niko.

—Hum…, ¿en serio? —El irlandés lanzó una mirada especulativa a su paquete—. La de Niko es algo más grande.

—En lo que cuenta sois casi idénticos. Además… —Manteniendo el contacto de miradas, movió la mano hacia su miembro laxo y deslizó el dedo hasta su frenillo. Fue el roce más leve que pudiera imaginarse, lo que no impidió que Nathan temblara desde la punta de los pies hasta la raíz de los cabellos—. ¿Lo ves? Una sensibilidad deliciosa… que no quisiera que perdieras.

—Ah, ¿no? —El rubio se lanzó sobre él, le agarró las muñecas y lo apresó bajo su cuerpo—. ¿Y qué te gustaría hacerme sentir… ahora?

—Muchas, muchas cosas. —Kei no perdió su serenidad, aunque un ligero abultamiento traicionaba sus deseos—. La pega es que no tenemos permiso hasta que regrese, ¿recuerdas?

—Bah… No puedo creerme que esa idiotez del veto se aplique a nosotros tres —rezongó, apartándose a pesar de todo.

—Tú puedes pedir lo mismo cuando te apetezca, ya lo sabes.

Nathan observó sus labios y refrenó las ganas de besarlos otra vez. Decidió que, en el fondo, el plan de esperar a la noche no era tan malo, porque le permitiría acumular una buena cantidad de excitación que pensaba emplear a conciencia y con minuciosidad. ¿Ese chulo de playa se atrevía a restringirle el sexo en la que se suponía que era su casa? Ya se lo haría pagar. El almohadón que le acababa de lanzar iba a volver a necesitarlo… para sentarse.

Le apartó el flequillo y se concentró en los hermosos ojos que tanto le habían llamado la atención desde el principio, los que había tomado por lentes de contacto. No, desde luego no lo eran. Kei, igual que su compañero, era el fruto de un cóctel genético que había tomado lo mejor de ambos progenitores y había producido un espécimen de lo más atrayente. Acarició las cejas y las largas pestañas oscuras. El joven se dejó hacer, abatiendo los párpados.

—Qué extraña casualidad —murmuró, pensando en voz alta—. Me pregunto dónde entro yo, en vuestro pequeño club de ojos azules.

Había un leve matiz de pesar en sus palabras. Kei no pudo dejar de percibirlo, y se preguntó qué oscuros pensamientos debían cruzar su mente. Intuyó que era mejor extremar la sutileza si quería que se mostrara comunicativo.

—¿Casualidad? —inquirió.

—Me refiero a Niko y a ti, que tenéis unos ojos y unos rasgos fuera de lo común, y…

Se interrumpió, incómodo. Daba la impresión de estar muriéndose por preguntar algo y tener la lengua machacada de tanto mordérsela. El problema de hacer preguntas, y Nathan lo sabía, era que después te exponías a tener que responderlas.

Kei también lo sabía.

—Es curioso que menciones lo del club —observó mientras reclinaba, con toda naturalidad, la mejilla en el hombro de Nathan—. En realidad, es una de las razones por las que nos hicimos amigos. Aunque nuestros padres eran socios y ya se conocían, nosotros no supimos de nuestra mutua existencia hasta que nos encontramos en el mismo colegio, y en la misma clase, y al profesor se le ocurrió sentarnos por orden de apellidos, uno junto al otro.

»Cuando se tienen quince años se es muy sensible a las diferencias. Yo era el japonés de los ojos azules y él, el griego, a pesar de que los dos nos habíamos criado en Inglaterra. Hicimos causa común en base a lo que nos diferenciaba de los demás y… ya te imaginas.

—Ya. Pues la imaginación no me alcanza para comprender cómo te convertiste en compositor. Toda esa historia de que trabajabas en un estudio… Podrías haberlo dejado caer antes. —El tono de reproche fue más evidente del que había pretendido mostrar.

—Toco el piano desde los tres años. Tengo dos hermanas mayores que se ocupan de seguir los pasos de mi padre, y a mí se me permitió dedicarme a la vida bohemia. —Le rozó con suavidad el mentón; su sonrisa se hizo más abierta—. Podrías haberme preguntado antes. Tampoco supe que eras actor hasta que el alcohol habló por ti.

—Ah, eso, bueno… Yo soy de Clondalkin, un suburbio de Dublín. Allí teníamos el Clondalkin Youth Theatre, el grupo de teatro al que me uní cuando era un chaval. Siempre supe que quería ser actor. Ya actuaba en las funciones del colegio y nunca me atrajo otra cosa. Y como sacaba buenas notas y leía bastante, mi familia me lo permitió, pensando que era una fase inofensiva que ya se me pasaría. No se me pasó.

»A duras penas terminé la obligatoria. Aquella fue… una mala racha —su voz bajó de volumen— y luego tuve que venirme a vivir aquí. Creí que en una ciudad grande sería mucho más fácil encontrar trabajo, pero… también hay muchos más hijos de puta.

Colocó la mano sobre la de Kei, que aún descansaba en su rostro, y la empujó hacia sus labios. No fue consciente, hasta ese instante, de que nunca antes había compartido un momento tan cotidiano en la cama.

Porque la intimidad se desvelaba con mucha más claridad a través de las palabras que a través del sexo.

Se asustó.

 

El resto de la jornada averiguó más datos acerca de su compañero sin tener que ofrecer gran cosa sobre sí mismo a cambio. Para empezar, preparó el desayuno en la gigantesca y reluciente estancia de color negro y acero que era la cocina, después de constatar que Niko era el entendido culinario del dúo y que Kei carecía de las mínimas aptitudes necesarias para hervir un huevo. Tampoco las necesitaba, puesto que el joven era vegetariano y la leche era la única extravagancia de origen animal que se permitía. Preparaba, eso sí, un delicioso té chino de hojas envasadas al vacío que guardaba en el refrigerador. Por lo demás, Nathan confió en su experiencia de más de tres años delante de los fogones. Poseer habilidades útiles era un motivo de alivio para él; por nada del mundo se iba a convertir en una carga durante su estancia en aquella casa.

A continuación, su guía lo condujo a la sala del piano y le explicó que era su lugar de trabajo favorito. Aunque las actividades en el estudio y las colaboraciones con otros artistas se llevaban gran parte de su tiempo, donde se sentía realmente cómodo para componer era sentado ante su reluciente instrumento. Tener aquella hilera de teclas blancas y negras frente a los dedos espoleaba su creatividad. Lo único que precisaba para crear una pieza era estar lúcido —Niko aseguraba que, a veces, tarareaba incluso en sueños—, y eso lo podía hacer en cualquier parte del globo, pero para él no había nada como el hogar.

Como había mencionado ese tipo de la fiesta, el tal Adrian, estaba inmerso en un proyecto para una película de cine, algo independiente y de bajo presupuesto, para cuya realización le habían concedido carta blanca. Ya había visionado el montaje definitivo y elaborado un guión con el director, y durante algunos días trabajaría en casa, concibiendo los cimientos de lo que luego desarrollaría encerrándose en el estudio y proyectando las imágenes una y otra vez.

Nathan estaba cautivado: ese era el tipo de carrera artística a la que aspiraba. Al volver a posar la vista en los álbumes que el joven había publicado, se preguntó si él también conseguiría que su nombre figurara en la parte alta de un cartel de cine. Siendo justos, aquel poseía la ventaja de diez años de experiencia, una familia con dinero y buenos contactos. Detalles que simplificaban mucho las cosas, ¿no era cierto?

No quería pensar mal. Su familia se movía en los mismos círculos influyentes que la de Niko y, aun así, él elegía una producción modesta e independiente porque le concedía libertad creativa. Además, seguro que tenía talento. Carecía de cultura musical para juzgarlo, pero…

En alguna parte, su teléfono móvil lanzó un pitido de mensaje entrante. Eran las indicaciones para acudir al casting del anuncio del que le había hablado su otro colega de piso, y se celebraría un par de días más tarde. Kei le aconsejó que probara suerte; luego se disculpó, porque su nuevo trabajo era un encargo a contrarreloj y debía ponerse manos a la obra. Era libre de entrar a la sala, o de escuchar, si le apetecía, aunque para llamar su atención solía ser necesario gesticular junto a su cara. «En ocasiones, mi facilidad para abstraerme ante el piano se vuelve embarazosa», confesó con una sonrisita.

Nathan se tomó la libertad de vagabundear por la casa. El pequeño gimnasio de la planta alta era dominio casi exclusivo de Kei, ya que, según palabras textuales de Niko, «detestaba sudar en público». A las habitaciones de sus compañeros únicamente les había echado un vistazo fugaz, y despertaron su curiosidad al pasar frente a sus puertas abiertas. Para su sorpresa, la de Niko era más neutra de lo que esperaba: pulcra, ordenada y tan minimalista como la que le habían asignado a él. Nada de la escasa decoración en tonos oscuros identificaba las aficiones de su propietario, aparte de la entrada a un vestidor que tenía pinta de ser monstruoso. Aventuró una miradita y se halló frente a una sucursal de tienda de alta costura masculina que lo impulsó a huir, asqueado.

El cuarto de Kei decía mucho más de quien lo ocupaba. Puede que el joven fuera un producto de manufactura inglesa, pero no despreciaba su herencia nipona, desde luego. El mobiliario estaba hecho de madera lacada y desentonaba con el resto de la vivienda. Grabados y pequeños objetos asiáticos se exhibían en las paredes y las estanterías, mezclados entre más discos compactos y libros de música, y Nathan supuso que serían recuerdos de su madre, quien, según tenía entendido, había fallecido. Por doquier se respiraba una sensación de desorden, de que alguien habitaba allí, de la que carecía el dormitorio de Niko, sacado de una revista de decoración.

No pudo decidir cuál de los entornos le resultaba más cómodo para vivir. El desapego de uno por una casa en la que no pasaba mucho tiempo; la satisfacción del otro en el santuario donde, según le había confesado, estaba su lugar de trabajo favorito…

La verdad era que los entendía a los dos.

Por último, se pasó por el dormitorio extra, por la primera estancia con la que había trabado un… conocimiento íntimo. ¿Podía definirse como un picadero de lujo? Suponía que sí. Nunca había visto uno, salvo en las películas, y la alfombra mullida, los cojines y la extraña cama de estructura metálica le producían una sensación desconcertante. Se animó a estudiar el cuarto de baño sin ventanas que se comunicaba con él. Constituía una réplica a escala en mármol de lo que él estimaba que debían ser unos decadentes baños romanos, con una bañera de hidromasaje de amplios rebordes en la que cabían varias personas con comodidad —Ja, ja, pensó, en eso hace juego con la cama— y una ducha que desaguaba en el centro de la pieza, enfrente de un banco desde el que se disfrutaban buenas vistas. Los pequeños engranajes de la sección de su cerebro que se ocupaba de gestionar los ímpetus libidinosos encajaron unos en otros con un sonoro clic.

Regresó al dormitorio. Llamó su atención un armario empotrado en el que no había reparado antes y, aunque no era curioso por naturaleza, no pudo frenar el impulso de inspeccionar lo que contenía.

Estaba cerrado con llave. Soltando un pequeño gruñido, abandonó aquellos dominios que le inspiraban tan perversas ideas y buscó refugio en el piso inferior.

Se preguntó si a Kei le molestaría que aceptara su oferta de espiarle. Se acercó a la sala, de puntillas, y no pudo oír nada; la insonorización era impecable. Abrió la puerta una rendija y halló la figura del joven en el mismo sitio en el que la había dejado, ante el teclado, dándole la espalda. Si se había percatado de su presencia no mostró señales de ello, pues continuó ejecutando variaciones de un tema, ora cambiando el tempo, ora reemplazando y añadiendo algunas notas aquí y allá. Se quedó a observar, admirado. Las secuencias de notas se hicieron más largas y definidas, hasta que concluyeron en una rapidísima interpretación sin titubeos, repetida más tarde con un aire menos vivo, que Nathan juzgó que sería la versión definitiva. Entonces, y solo entonces, tomó el intérprete un modesto lápiz y un cuaderno de música, despreciando los recursos tecnológicos que lo rodeaban, y comenzó a llenarlo de anotaciones.

Gracias a ese inciso, la conciencia del silencioso espectador retornó a él. No, Nathan no era un entendido musical, pero sabía lo que le gustaba, y lo que había escuchado era hermoso. Excitaba ese rincón de su intelecto que le permitía reconocer la belleza y sentirse atraído por ella, desconectando de todo lo demás.

Puede que Kei se hubiese mantenido sordo a todo lo que no fuese la música mientras tocaba. Ahora bien, no era ciego, y al tomarse la pausa para escribir notó el reflejo de la puerta abierta en la pulida superficie de su instrumento.

Como si pudiera leer los pensamientos de Nathan, las comisuras de sus labios se alzaron ligeramente.

 

Las discusiones telefónicas para elegir el menú de la cena tardía se saldaron con el ofrecimiento casi tiránico del nuevo habitante de la casa, que se ocuparía de cocinar. Tras sustituir el entrenamiento por una sesión ligera en el pequeño gimnasio y una ducha, puso manos a la obra, asaltó el frigorífico y exhumó verduras, patatas y pollo —porque ni él ni Niko habían renunciado a la carne—, y preparó un curry al que solo haría falta añadirle el arroz. Luego lo dejó todo reluciente, tomó prestado un libro sobre cine de una estantería y se reclinó en la chaise longue del mastodóntico sofá de cuero negro del salón. En el último minuto pospuso el momento de salir a fumar. Quería comprobar cuánto aguantaba sin hacerlo.

Kei se le unió más tarde, asegurando que el aroma de la cocina era delicioso. Subió para despejarse de las largas horas encerrado en su estudio particular y apareció fresco y renovado, con el pelo aún mojado y ligeras prendas deportivas que se adaptaban a su cuerpo de nadador. Acariciando la nuca de Nathan al pasar, se detuvo a subir el termostato de la calefacción un par de grados, se sentó cerca de él y le acompañó en la sesión de lectura.

El irlandés, que aún saboreaba el tacto de los dedos sobre la piel, no dejaba de mirar a su compañero por el rabillo del ojo. El flequillo húmedo le caía en desorden y cubría en parte su rostro; se le ofrecía, en cambio, un inmejorable perfil de sus labios, que dejaban escapar algunas notas furtivas de tanto en tanto. El algodón azul de su camiseta y sus pantalones era tan fino que revelaba la atractiva definición de sus brazos, piernas y torso. Lástima que el libro tapaba otra zona que le habría interesado examinar…

El recuerdo de lo que había bajo esa tela barrió las defensas de su compostura y echó a patadas a todas las otras imágenes que deambulaban pacíficamente por su memoria. Estaba allí, al alcance de la mano, apenas cubierto por una ropa que no le llevaría más de tres segundos arrancar, y podía percibir lo bien que olía —¡Mierda! ¿Por qué estoy olfateando igual que un chucho?, pensó— y lo agradable que sería pasear la nariz por su cuello.

Era oficial: iba tan quemado que la situación demandaba un cruce de piernas táctico. Nunca, en todos los años que llevaba en aquel país, se habría llegado a imaginar que tendría que esperar, quietecito, a que un segundo tío entrara por la puerta y le concediera permiso para realizar un ataque coordinado sobre el objeto de sus deseos. Por otro lado, ¿qué había de malo en toquetear un poco la mercancía? Se lo pensó dos veces. Sí, claro, acurrucarse junto a él como el baboso chillón que se había tirado hacía semanas en aquella hospedería —una de las clases que más detestaba— y, de paso, que notara lo salido y lo desesperado que estaba. ¿Y por qué se acordaba de un… baboso chillón al que se había tirado hacía semanas? La respuesta era bien sencilla: porque no se había acostado con nadie más desde entonces.

Comenzaba a ponerse furioso. Furioso, y cachondo; genial. Y, como bien le había hecho notar el playboy medio griego, la ira se la ponía aún más dura. Hizo lo que pudo por calmarse, pero no tuvo mucho éxito. Lo cabreaba que Kei estuviera ahí sentado, tan tranquilo, sin intentar siquiera entablar una conversación, y sin…

¿Sin desearle?

En ese instante, el objeto en cuestión apartó la vista del libro y se volvió hacia él.

—Niko no tardará nada en llegar.

La mirada permanecía serena, pero la voz era muy reveladora. Fue su interés, más que su gentileza, lo que consiguió apaciguar sus ánimos, y a la vez desencadenar una nueva corriente eléctrica que sacudió su entrepierna.

Las palabras fueron proféticas. Al poco, el sonido de una llave en la cerradura y la jovial voz de Niko al móvil llegaron del vestíbulo.

—… Para mañana por la mañana. Y ya he entrado en casa, te dije que la conversación finalizaría cuando lo hiciera… No, me temo que no te oigo, no te oigo…

El recién llegado silenció el móvil, lanzó el portafolios a uno de los muebles de la entrada con puntería infalible y se libró de la chaqueta. Acuerdo tácito o simple casualidad, el hecho era que él también se había saltado el gimnasio.

—¡Al fin! Lamento la tardanza y el retraso de la hora de la cena. Y que conste que he vuelto como una exhalación. Hola, amor.

Se inclinó sobre Kei, que estaba más cerca, y lo besó. A continuación se aproximó a Nathan, aflojándose la corbata. Sus ojos rondaron el libro que, abierto sobre su regazo, le parapetaba la zona genital, y sonrió.

—Hola, encanto. Tuve que apropiarme de mi beso de despedida a traición. ¿Me será más fácil recibir el de bienvenida, o eres arisco con los besitos en general?

—A lo mejor eres tú el que se pasa de moñas.

—Qué crueldad. —Se llevó la mano al corazón, en ese gesto suyo que pretendía representar una herida de muerte—. Mmmm… Espera… ¿Y esa maravilla que huelo? ¿Es cierto que me ha salido un competidor en la cocina? ¿Qué hay de ce…?

Un brusco tirón a su corbata hizo que Niko cayera sobre sus rodillas, flanqueando las caderas de Nathan. Con los rostros a pocos centímetros el uno del otro, el irlandés articuló:

—Me has tenido esperando todo el día.

—Vaya, no imaginaba que me ibas a echar tanto de menos. Tienes razón, podríamos variar el orden del menú y… —El moreno señaló el libro que permanecía entre sus piernas—. ¿Qué tienes ahí abajo, Nate?

El aludido apartó el objeto, mostrando el abultamiento que había estado alentando durante un buen rato.

—El puto primer plato.

Por algún motivo, se moría de ganas de verlo de rodillas. Le encantaba que Niko se la chupara, aunque él siempre se las componía para hacerlo desde una posición dominante. Esta vez deseaba disfrutar de un primer plano de su cabeza subiendo y bajando entre sus muslos. Y no se perdería nada, pues no había probado una gota de alcohol y gozaba de un maravilloso estado de sobriedad.

Los labios de Niko se arquearon burlonamente y bajaron a su ombligo. El joven se dejó resbalar entonces hasta el suelo, extendió la lengua para que fuera bien visible y la paseó a conciencia. Dado que llevaba el cabello recogido, el agasajado no tuvo que molestarse en apartarlo para mirar; estaba esperando, con avidez, que tironeara de sus pantalones y descubriera que no llevaba nada más ahí debajo…

Y que había perdido algo más que la ropa interior.

—Oooh, Nathan… Qué… maravilla… —El inglés sonrió de oreja a oreja al exponer la piel desnuda de su ingle. Solo había conservado un triángulo de corto vello rojizo, en el que sumergió los labios tras apartar el miembro con la mejilla. Las manos del más joven lo obligaron a abrir la boca y se lo encajaron sin miramientos.

—No te he dicho que pares. Y con esto no te creas que… ah… voy a correr a obedecer todas las peticiones absurdas que me hagas.

Hasta Niko sabía cuándo tenía que mostrarse dócil. Ofreció una buena exhibición de idas y venidas a lo largo de la más que notable erección, y el rubio obtuvo lo que buscaba. Solo que ese día no se olvidó de la persona que aguardaba a su lado; girándose hacia Kei, lo asió por la muñeca y lo atrajo hacia sí. El joven tampoco se resistió cuando Nathan lo colocó a horcajadas sobre su cintura, le sacó la camiseta de un tirón y se fue derecho a los pequeños pezones oscuros, los únicos elementos que rompían la lisa y suave uniformidad de la piel color crema de su pecho. Mientras los lamía, las manos se le perdieron sobre los costados y abrazaron su espalda, tirando hacia abajo para que abriera más las piernas. Acabaron dentro de sus pantalones y se hundieron en la carne elástica de sus glúteos. Él tampoco llevaba nada más, sino ese tejido azul que delineaba a la perfección la silueta de los dedos intrusos. Amasó aquellos montículos y los separó, conteniendo a duras penas el impulso de morder lo que tenía entre los dientes.

Demasiados estímulos… A ese paso, se correría en la boca de Niko, y no era ese su plan. Liberó las manos con reluctancia, apartó la cabeza morena de su entrepierna y desnudó por completo a Kei. Y de nuevo, las palmas abiertas tomaron posición sobre sus nalgas e hicieron hueco para que la polla se le deslizara entre ellas, buscando un ángulo de entrada.

—Espera.

En ese breve lapso de tiempo, Niko se había levantado a rebuscar en uno de los muebles, y ahora susurraba a su espalda. Un helado tubo de lubricante se deslizó por su torso. Kei lo interceptó, vertió una generosa cantidad en sus manos y masajeó a conciencia el tronco que había pretendido abrirse camino a pelo dentro de él. Tenía una o dos ideas sobre lo que debía hacer para complacerlos a los dos, así que se acomodó de rodillas, con los antebrazos en el respaldo del sofá, y le hizo señas a Nathan para que se colocara a sus espaldas. Frente a él, el más alto del trío se libró de su camisa sin tomarse la molestia de desabotonarla, se desabrochó el cinturón y la bragueta en un tiempo récord, tomó en sus manos el rostro de ojos rasgados y lo guió hasta su bajo vientre. Ya estaba bastante duro ahí abajo. Le sujetó las mejillas y se hundió en su boca hasta la mitad. Luego quiso dedicarse a un juego más sibarita y se sumergió con calma entre los labios húmedos, saliendo hasta el extremo y volviendo luego a la carga, un poco más cada vez.

Nathan encontró difícil despegar los ojos del show, aunque su apetito se vio de nuevo capturado por ese trasero estrecho que se sacudía delante de sus narices. A pesar de que no podía contener las ganas de follárselo, deseaba tomarse algo de tiempo entre sus nalgas. Las abrió a todo lo que dieron de sí y descubrió su abertura, sellada en medio de un círculo de piel suave. Su pulgar, ahora resbaladizo por el lubricante, se aventuró a través del músculo y lo expandió, ayudado por su lengua. Ahondó todo lo que pudo en busca de una zona interesante, algo que lo hiciera estremecerse como nunca lo había hecho antes.

Las contracciones y el pequeño aumento de volumen de los gemidos fueron más de lo que pudo soportar. Separó con rudeza las piernas de Kei, le sujetó las caderas y lo penetró hasta el fondo. No, ahora no estaba borracho, ni furioso, ni quería ser brusco, pero se había puesto tan cachondo que estaba a punto de explotar. Tragó saliva, se inclinó sobre la arqueada espalda y empujó.

El golpe húmedo de su ingle restalló como un látigo y produjo, más o menos, un efecto parejo en sus nervios.

Joder, oh, joder, no puedo… No voy a poder aguantar…

Otra estocada más, y luego otra; y entonces hubo de apartar la mirada, porque si la hubiera posado por accidente en lo que estaban haciendo los otros dos, se habría visto empujado sin remisión al orgasmo.

No se dio cuenta de la proximidad de Niko hasta que sintió su respiración pesada en el rostro, sus dedos sujetándole la barbilla y su lengua bien profunda.

—Tranquilo, córrete —susurró en su boca, con voz ronca y sensual—. Yo me encargaré de… terminármelo. —Nathan no reaccionó. Siguió embistiendo, obstinado—. ¿Qué? ¿No quieres que tu leche y la mía se mezclen ahí dentro y que después la saque… toda resbaladiza de ti?

¡Hijo de… puta! ¡Ah…!

Apretó los dientes y luchó por contenerse, en vano. Que le dijeran guarradas al oído no era la mejor forma de ayudarlo a practicar el autocontrol. Acabó por estallar a borbotones, sintiendo, más que viendo, la sonrisa de Niko contra sus labios. Sus planes de tomárselo con calma se habían ido al traste.

Unos brazos de piel tostada lo abrazaron por el costado. Kei se giró hacia ellos dos, levemente sofocado, y se llevó la mano a la entrepierna. Quizá sí era mejor dejar que su compañero rematara el trabajo. Se deslizó fuera de él, maravillándose de lo que la ausencia de un condón le hacía sentir, y se concentró en el aparato que, brillante de saliva y gel, le tomó el relevo en el territorio recién marcado. Niko no se detuvo a juguetear. Arremetió con fuerza, con la intención de que no notara el cambio de ritmo, le atenazó las caderas y lo forzó a que fuera su propio cuerpo el que se sacudiera y se empalara en su polla. Frunciendo las cejas, el joven aumentó la velocidad a la que se masturbaba.

Nathan tenía otros planes para él. Había mucho espacio en aquel sofá, y le apetecía tumbarse y llevarse algo a la boca. La mano de dedos largos y finos fue apartada sin contemplaciones y sus labios ocuparon su lugar. Ni siquiera tenía que moverse, ya que los asaltos de Niko enviaban a Kei una y otra vez hasta el fondo de su garganta. Le acarició el perineo; le masajeó los testículos; agitó la lengua, como un remolino, alrededor de su glande hinchado… A pesar de la rigidez que delataba lo próximo que estaba a eyacular, apenas se oía un murmullo amortiguado entre los pliegues de cuero negro. Continuó con el puño y se alzó hasta mirarlo a los ojos, decidido a servirle él mismo de respaldo. Si no podía hacerlo gritar, quizá privándolo de respiración alcanzara a sentir el eco de su frenesí.

Su beso prescindió de toda suavidad. La violencia de sus avances no halló resistencia, tan solo otra lengua complaciente y deseosa de enlazarse con la suya desde todos los ángulos posibles. Eso, y jadeos ardientes, y un tímido gemido que resonó en sus bocas unidas.

A continuación notó los espasmos bajo los dedos, y los impactos contra su pecho; y los quedos juramentos de Niko, que, agradeciendo al cielo o al infierno, se clavaba una vez más hasta la empuñadura y añadía su descarga a la que ya había disparado Nathan.

El irlandés no se mostró muy piadoso con Kei, ya que no se separó para permitirle recobrar el aliento. Estaba un tanto picado por su aparente calma. ¿Qué hacía falta para arrancar gorjeos del gaznate de aquel pájaro? Sus dedos exprimieron, al descuido, los últimos restos del miembro que aún sostenía. Su beso se volvió perezoso, calmada su excitación en gran medida tras el clímax de sus compañeros.

Una bocanada de aire caliente le golpeó el rostro cuando los labios se separaron de él y aspiraron con fuerza. Los ojos azules estudiaron su figura, reparando en las gotas lechosas diseminadas sobre su pecho. El joven se inclinó hasta ellas, borrando su rastro a base de lametones.

Nathan no dejó de mirar. El gesto de aparente sumisión, unido al hecho de que Niko todavía estaba hundido en su trasero, agitó algo en sus entrañas. Y en otro lugar. Una cierta parte de su anatomía habría resucitado de un brinco si el tercero en concordia no se hubiera inclinado y anunciado, con animación:

—¡Uf!, me muero de hambre. ¿Qué tal si, antes de seguir, repostamos algo de ese combustible que huele de maravilla?

«Antes de seguir» sonaba prometedor, y la verdad era que estaba hambriento. Y a la vista de los hechos, Kei también…

 

La cena no fue tan reposada como el cocinero la había planeado. Los comensales, vestidos con unos simples pantalones, se contentaron con arreglar un espacio en la isla central de la cocina en tanto él volaba a hervir el arroz y calentar el curry. El menú, al menos, recibió elogios, a pesar de que Nathan casi le sirvió el pollo a quien no debía.

Aparte de las felicitaciones y exclamaciones de satisfacción, el evento transcurrió en un relativo silencio y con celeridad. El irlandés masticó con furia, y se vio obligado a tomar un buen sorbo de agua para hacer pasar un bocado. Claro que aquello no era lo único que tenía atragantado.

Al final no pudo aguantar más.

—Tengo que decir que nunca tardo tan poco en… —Carraspeó—. Bueno, que me tomo mi tiempo. No sé qué diablos me ha pasado hoy.

Niko sonrió. El destello burlón en sus ojos no pasó desapercibido para Kei, que se ocupó de hacerle llegar una muda advertencia.

—Tranquilo, Nat —suspiró, renunciando a la oportunidad de tomarle el pelo—. Yo tampoco he brillado en mi mejor actuación. Es normal, ¿no? Estamos conociéndonos y lo lógico es tener el gatillo fácil. Kei está muy bueno, tú estás muy bueno…

El rubio dejó caer una cucharada de curry en su pecho desnudo. Mientras buscaba una servilleta de papel para limpiarse, la mirada escrutadora de Niko se fijó en su persona. Era difícil ignorarla.

—¿Qué? —inquirió—. ¿Estás esperando que te diga que tú también estás muy bueno?

Puede que sí lo esperara. En cualquier caso, ni lo pidió, ni lo recibió; su interés se había concentrado en la mancha anaranjada sobre la piel blanca. Tras pasarle un brazo por la cintura para atraerlo hacia sí, se inclinó a lamerla. La temperatura del irlandés en el sector de sus bajos subió varios grados del golpe, porque aquella era, más o menos, la misma zona del torso en la que Kei había estado haciendo desaparecer… otro tipo de aperitivo.

La hacendosa lengua siguió subiendo para ponerse a la par con la suya. Los ojos azules lo observaron. Había tanta lascivia en ellos que era imposible malinterpretar sus intenciones.

—¿Te has saciado, rubio? Deberíamos ir a darte otra ducha —sugirió—. Mira cómo te has puesto.

La mano abandonó la cintura y se trasladó a las regiones más al sur, apretando con fruición; duro y firme por todas partes.

Sí. Había que ver cómo se había puesto.

 

Estaba ante la primera panorámica que disfrutaba de la espalda desnuda de Niko, y era tan increíble como se la había imaginado: centímetros y más centímetros de piel lisa y bronceada que cubrían una perfecta colección de músculos, y que desembocaban en un culo redondeado en el que daban ganas de hincar los dientes, aparte de otras cosas. Y ni la sombra de una línea de bañador. O bien tomaba el sol en pelotas, o la naturaleza lo había dotado de ese color. Al pasear las yemas de los dedos por sus contornos, empapados con el agua de los chorros que brotaban de la pared y el techo, Nathan se embelesó con el contraste entre el tono tostado y su propia palidez. Lo encontró hermoso, aunque no llegó a recrearse en su apreciación. Estaba demasiado excitado.

Igual que le había sucedido con Kei, los planes de detenerse sibaríticamente en cada parte de su cuerpo chocaron de frente con su ansia de hundírsele bien adentro.

Ahuecó la palma para amoldarla a las curvas de su trasero, su boca buceando en el cuello velado por largos cabellos negros y mordisqueándolo. La mano libre se adentró entre sus muslos y los separó, alzándose de nuevo hasta la parte baja del surco que separaba los dos montículos broncíneos. Más que con la mano, prefería presionar con algo diferente… Para que no le quedara duda, deslizó el ariete en posición a lo largo de la brecha, buscando a tientas el acceso. Su víctima en ciernes se revolvió.

—No. —La calmada voz de Kei le llegó amortiguada por el borboteo de la ducha—. Tienes que prepararlo primero, Nathan. Inconvenientes de estar tan bien dotado.

A ti te entra de maravilla sin enviar una sonda previa, pensó el joven. Aun así, hizo lo que le pedía y adelantó un par de dedos para abrir el camino. El músculo se contrajo al instante en torno a ellos, y un débil quejido hizo eco contra la pared de azulejos. Sonrió, empujó más hondo y les impartió un movimiento circular.

—Estás muy estrecho aquí abajo, Nikolaos —dijo, afianzando la otra mano en su vientre—. ¿Qué le pasa, Kei? ¿No deja que te lo folles con regularidad?

—Me deja, sí que lo hace. —Y puntualizó, con un matiz irónico—: En las fiestas de guardar.

—Qué egoísta. —Tiró hacia sí para que sintiera su erección escarbándole en la carne. Su lengua, remontándose por los regueros que le bajaban por el cuello, se coló dentro de su oreja—. Deberías complacer mejor a tu chico.

—Creo que tú… ah… no eres quién para hablar —masculló el aludido. Nathan se apretó aún más contra él.

—¿No vienes, Kei? —Introdujo un nuevo dedo.

—Tranquilo.

El espectador se sentó en el banco de la pared, con una de las piernas flexionadas y la mano ocupada sobre la desnuda piel de su ingle; se uniría, sí, pero más tarde. La apreciación del irlandés respecto a la vista que se disfrutaba desde allí no había sido errada, y la noche anterior Kei no había contado con una posición tan buena para asistir a la primicia: otra persona dentro de la única parte de Niko que había sido solo suya durante quince años. Y una persona como Nathan, además.

Se le había puesto dura otra vez. Su palma se cerró y comenzó a bombear, sin prisas.

En cuanto a Nathan, acababa de juzgar que el paso se había ensanchado lo suficiente. Evitando rozar el miembro de su pareja, volvió a tirar para que se apartara del muro en el que se apoyaba y abriera más las piernas. La pequeña diferencia de altura no iba a impedirle un acceso completo. Entró, con más gentileza de la que había empleado con Kei, y continuó hasta que los jadeos se relajaron.

Emprendió una sesión de idas y venidas, probando diferentes ángulos, aguzando el oído para captar sus reacciones. Niko no era silencioso en absoluto, ni se molestaba en reprimirse. Un gemido más sonoro reveló el lugar en el que debía insistir; eso, y la repentina necesidad del joven más alto por masturbarse. Nathan no se lo permitió. Atrapó sus muñecas contra la pared, entrelazó los dedos y las dejó allí clavadas mientras sus embestidas arreciaban.

Te gusta justo ahí, ¿eh?, pensó, sin quitar los ojos de su polla entrando y saliendo de aquel culo perfecto. No le preguntó en voz alta para recibir confirmación, porque no era necesaria; gritaba de gusto y suplicaba un poco de contacto en el ala frontal. Giró entonces los ojos hacia Kei, que parecía divertirse en silencio con lo que veía y había separado aún más los muslos para ofrecerse a inspección detallada. Como si lo que estaba haciendo no bastara ya para volverlo loco.

El exhibicionista solitario no tardó mucho en acercarse y deslizarse entre ellos y la pared, en medio de los brazos estirados de ambos. Su barbilla se acomodó sobre el hombro moreno y Nathan besó los labios empapados de agua. Pronto, el joven se dejó caer sobre las rodillas, se apoderó de las caderas que se balanceaban ante él e hizo desaparecer la erección de Niko dentro de su boca.

Los ojos rasgados atisbaron hacia lo alto, al rostro extático de su compañero que mostraba a las claras lo cerca que estaba de correrse. No, el día no iba a saldarse con las más prolongadas interpretaciones de los otros dos. Por otro lado, habría sido decepcionante que lo hiciera.

Una descarga de líquido caliente, seguida de varias otras… Con un jadeo aliviado, Niko bajó la cabeza y sus miradas se encontraron.

Sonreían.

 

—Joder… En unas horas voy a tener que arrastrarme a la oficina hecho un auténtico zombie. Eso sí, un zombie con una sonrisa de gilipollas en la cara. El cabroncete de mi asistente va a volver a tener motivos para convocar una junta informal en la sala de descanso y hacer comentarios sobre mis ojeras. A estas alturas, ya debe ser un experto.

Sus actividades se habían trasladado a la «cama grupal», como Nathan había empezado a considerarla. Los tres se habían tendido, exhaustos, dejando al más joven en el medio, y descansaban sobre el revuelto cobertor. A pesar de la frenética actividad, nadie deseaba irse aún a dormir.

—¿Tienes un asistente? —preguntó Nathan—. Qué poco me sorprende. ¿Está bueno? ¿Y cómo te asiste? ¿Te la chupa debajo de la mesa?

—Qué mente tan sucia tienes, Nate. Nunca me liaría con alguien de la empresa, es contraproducente y no trae más que problemas. Si quiero que me hagan un trabajito debajo de la mesa, no tengo más que llamarte a ti. Bueno, primero te entrenaría bien para que aprendas a engullir este paquetón hasta las cachas sin ahogarte.

—Capullo… No la tienes tan grande.

—La tengo más grande que tú. —En los ojos claros brilló un destello malévolo.

—Pppfff… Eso habría que verlo —farfulló el rubio con poca convicción—. Además, no se trata solo de la longitud, sino del grosor y…

—¡Ajá, luego admites que la tengo más larga!

—Yo no admito nada —replicó, molesto por esa costumbre que tenía el moreno de interrumpirlo.

—Comprobémoslo. Vamos a buscar algo para medir, ponemos a los soldados de nuevo en posición de firmes y los comparamos multiplicando la longitud por el perímetro, para que no lloriquees pidiendo justicia. Y Kei tiene que tomar parte.

—¿De nuevo en posición de firmes? Me parece que no —rechazó el aludido, alzando una ceja.

—¡Oh, vamos, no seas aguafiestas! O lo hacemos todos, o no tiene gracia.

—De acuerdo, participaré. —El joven lanzó una rápida ojeada a los pequeños contendientes y compuso una mueca compungida—. Vaya, he perdido. Lástima. Aunque os puedo ahorrar el esfuerzo, si queréis: va a ganar Nathan.

Mostró su sonrisa más zorruna y se reclinó sobre un costado, como si aquello no fuera con él. Niko gruñó y corrió a buscar lo que necesitaban para la comprobación, regresando con una regla y una cuerda fina, que fueron lo mejor que pudo localizar. Después procedieron a llamar a los cadetes a formar, tarea nada rápida después de las veces que los habían movilizado durante la velada.

Tras el pertinente recuento de pulgadas, el moreno obtuvo un resultado de 55.5. Por desgracia para su orgullo, la pequeña ventaja que le daba su longitud no bastó para desbancar los 56 del rubio, que mostró todos los dientes en una mueca de triunfo descarado.

—¡Ja! —se burló—. ¡Serás dos pulgadas más alto, pero para superar esto también tendrías que tenerla dos pulgadas más larga!

—Eres la peste calculando reglas de tres, irlandés —rezongó el derrotado.

Kei asistió a la controversia con esa placidez suya tan característica. Hacía mucho tiempo que no veía a su compañero tan animado, y era todo tan pueril… Parecían un par de críos decidiendo…, en fin, precisamente eso, quién la tenía más grande.

No tenía ganas de levantarse. Lo que quería era escurrirse entre ellos, sentir su calor y caer dormido, flanqueado por aquel par de cuerpos magníficos. Lo que quería era…

Niko rompió a reír a pleno pulmón. Lo miró.

—Voy abajo. Portaos mal dentro de unos límites razonables.

Saltó de la cama, les sonrió y se dirigió a la puerta, sin molestarse en vestirse. Nathan observó su esbelta silueta de espaldas y experimentó una pequeña punzada de inquietud. Como el gato de Cheshire, justo como ese maldito gato, pensó, sin saber muy bien por qué, recordando la ocasión en que el taller de teatro del colegio había adaptado Alicia en el País de las Maravillas.

—¿Le ocurre algo? —preguntó.

—¿Qué? Oh, no, no te preocupes. A veces, a Kei le viene la inspiración y baja en mitad de la noche a encerrarse con el piano. Es normal que se esfume sin avisar, ya puedes empezar a acostumbrarte.

—Es… chocante —comentó, incapaz de contenerse por más tiempo—. Llega a ser tan silencioso que siempre me pregunto si se lo está pasando bien o la estoy cagando en algo.

—Te has dado cuenta, ¿eh? —El moreno rio por lo bajo—. Esa es otra de las cosillas a las que tienes que habituarte. Pero tranquilo, él es así con todos, incluso conmigo. Lo único capaz de provocarle un rictus apasionado es ese dichoso piano.

¿Era un deje de celos eso que se percibía en su tono de voz? Nathan no empleó mucho rato en darle vueltas a la cuestión, pues Niko se había lanzado sobre su cuello y lo estaba cubriendo de pequeños mordiscos y lametazos.

—Hmmm… Tengo un problema, rubio. Después del último restregón, mi soldado no quiere romper filas.

—¿Quieres echar otro polvo?

—¿Te has creído que soy un puñetero fenómeno? —Palideció ante la idea—. Estaba pensando que podrías devolverme el favor de esta mañana. Si voy a tener ojeras, qué diablos…

Las miradas que intercambiaron no tenían nada de amables. Nathan lo empujó sobre su espalda y se tendió sobre él, haciendo que sus respectivas erecciones entraran en contacto. El gemido hambriento que brotó de su garganta encendió aún más al joven, que frotó su ingle a conciencia. Casi se relamió, cuando notó cómo separaba las piernas.

Niko aferró sus mejillas, tiró hasta que los labios se colocaron a su alcance y se hundió entre ellos con tanta violencia que sus mandíbulas colisionaron. Su respiración se aceleró. Su pecho se vaciaba y se volvía a llenar, sin tregua, mientras empujaba la cabeza rubia hacia su vientre y aguardaba a que llegara a su destino.

A pesar de que su técnica era brusca, comparada con la maestría de Kei, no pensó precisamente en entrenamientos ni en pedirle nada refinado. Nathan era terco y exigente. Le gustaba la manera que tenía de intentar dominarlo y, a la vez, esforzarse por complacerlo; una combinación que lo desconcertaba. Y esos ojos oscuros, siempre espiando desde el borde, bebiendo de la excitación que él mismo despertaba…

Niko tampoco era sumiso por naturaleza. Había creído, hasta entonces, que solo existía una persona capaz de hacer que comiera de la palma de su mano.

—Ah… Nathan… No te pares… A-ahí, sí…

Arqueó la espalda, anhelando penetrar más adentro. Resolvió que no estaría mal permitir al irlandés rubio que tomara las riendas de tanto en tanto. Durante el sexo, al menos.

 

Ninguno de los tres durmió gran cosa aquella noche.

Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de La otra versión del Trío. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de ver cómo va evolucionando esta relación a tres bandas, así que ya sabes: pásate por nuestra tienda. wink

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