Slave •Capítulo 2•

2. Descubrimiento

 

Humillación.
Sé perfectamente que no debo alzar la mirada.

 

CHRIS

—De rodillas, la cabeza al suelo.

No consentí de inmediato, así que sentí un enérgico tirón del collar que aprisionaba mi cuello y me vi forzado a inclinarme de forma brusca, casi perdiendo el equilibrio por culpa de mis manos atadas. Privado de todo apoyo, me precipité hacia delante doblando las piernas. Antes de que llegara a golpearme la cabeza contra el suelo, alguien frenó mi veloz trayectoria sujetando la cadena. El cuero nuevo se hincó en mi piel, provocándome una lacerante fricción alrededor de la garganta. Unas manos tomaron mis cabellos con enérgica autoridad, retorciendo mi cuello en un ángulo casi imposible. Jadeé, pero solo conseguí emitir un sordo gruñido y que mi saliva oscureciese parcialmente la suave seda encarnada que separaba mis labios.

—Tienes que aprender a obedecer, zorra.

No me dio tiempo a reaccionar. Un dolor agudo, punzante, atravesó mis desprotegidas nalgas trazando una insoportable línea de fuego. No lo esperaba, así que me estremecí violentamente y cerré los ojos con fuerza a pesar de la espesa venda que los cubría. Mi respiración se aceleró en el acto, tensé la mandíbula y contuve el grito. No estaba allí para experimentar placer, sino para aumentar el placer de otros. Con el sobresalto, había levantado ligeramente el torso. Mi hostigador me devolvió a la posición requerida colocándome una de sus gruesas botas de cuero en la parte posterior de la cabeza. Hizo fuerza y, por inercia, volví a inclinarme para ofrecer mi trasero sin posibilidad de hacer otra cosa. El otro mantuvo el pie firmemente apoyado sobre mi cuello para impedir que me moviera. Seguramente, la suela se me quedaría marcada en la mejilla.

El segundo azote me hizo apretar los dientes para contener un débil gemido.

Sabía que Foster estaría allí sentado, observándome atentamente. Despiadado y calculador. Conocía demasiado bien el nivel de mi resistencia, pero no por ello se privaría de comenzar despacio para ir probándome. Solo por una macabra curiosidad, me hubiese gustado prescindir de todo límite para ver hasta dónde sería capaz de llegar el viejo conmigo. Al todopoderoso Foster solo le frenaban las sutiles advertencias de aquel que le alquilaba el delicioso juguetito sumiso durante unas horas. Así pues, su ilustre señoría se cebaba lo justo como para, posteriormente, evitar responder por daños mayores. Por mi parte, agradecía el llevar los ojos vendados para no tener que soportar la nauseabunda visión de aquel asqueroso rostro complacido mientras me humillaba. Sabía que al viejo le excitaba enormemente escucharme suplicar. La fusta volvió a caer con fuerza sobre mis expuestas nalgas, aunque fui capaz de sobreponerme enseguida al insoportable escozor. Acostumbrado a prácticas más extremas, sabía que no me costaría excesivo esfuerzo sobrellevar ese tipo de golpes. Mi respiración volvía a tener un ritmo normal.

—Espera. Usa el látigo. Y quítale la mordaza.

El necesario orgullo que me faltaba en la vida diaria se manifestaba entonces allí, cuando ni siquiera era considerado un ser humano. Me castigaba a mí mismo por disfrutarlo, por obligarlos forzosamente a que me hiciesen más daño. Era enfermizo, despreciable. Casi me moría de ganas por demostrarles todo lo que aún sería capaz de soportar.

—De pie —me indicaron simplemente tirando hacia arriba de mis cabellos.

Me incorporé mientras me quitaban las esposas y volvían a sujetarme las manos, aquella vez por delante. Sentí el leve roce de una gruesa cuerda en mi antebrazo. Segundos después ya tenía los brazos completamente estirados por encima de la cabeza, y dejaron la soga tan sumamente justa que apenas podía llegar a apoyarme sobre los dedos de los pies. Aquella complicada postura me obligaba a mantener las piernas abiertas, continuamente estiradas hasta el límite, si no quería perder el equilibrio y despellejarme las muñecas. A mi espalda, el inconfundible chasquido del látigo me hizo ser plenamente consciente de lo que iba a pasar. No era frecuente su uso, debido a las dolorosas secuelas, así que aquella velada debía de ser especial. Sentí un leve cosquilleo impreciso en la parte baja de mi espalda. Aquella odiosa espera formaba parte del castigo.

Lenta y deliberadamente, alguien me introdujo los dedos en la boca y me retiró la mordaza. Aún no habían empezado y ya me dolían los músculos por la forzada tensión, el sudor brillando en mi piel nacarada. Una angustiosa incertidumbre me hacía clavarme las uñas en las palmas de las manos hasta dejarlas marcadas por unos pequeños surcos sanguinolentos. Si hubiese sido más valiente, quizá les hubiese suplicado que me soltaran. Mi respiración se aceleró y asomé levemente la punta de la lengua para humedecerme los labios. Iba a necesitar hasta la última gota de todo mi autocontrol.

—Uno.

No quería gritar, y no lo hice.

—Dos.

No aún.

—Tres.

Todavía podía aguantar…

—Cuatro.

… o quizá no.

—Cinco.

Mi entrenada resistencia se tambaleó peligrosamente, pero de nuevo conseguí respetar mi orgulloso silencio mordiéndome el labio hasta hacerlo sangrar. Aquello no era más que el macabro juego del tira y afloja entre el viejo y yo, aunque sabía perfectamente que no iba a ganar.

—Seis.

Jadeaba convulsivamente, sintiendo aquella inevitable y vergonzosa humedad en mis ojos. Ya comenzaba a ceder.

Y me gustaba.

—Siete.

El aire se congeló en mis pulmones, provocando que durante los primeros instantes se me desenfocase la vista en mitad de la oscuridad. Tenía el cuerpo tan sumamente rígido que comencé a temblar.

—Más fuerte —exigió Foster, con un impaciente matiz de contrariedad.

—Ocho.

Mi espalda se desgarró en una brutal explosión de dolor, lanzándome a un negro abismo donde mis propios esfuerzos me arañaron despiadadamente la garganta al contener el quejido.

—Nueve.

Uno más, uno más.

Solo uno.

—¡Más fuerte! —repitió el juez sin poder contener la excitación ansiosa que le descomponía la voz—. Quiero que lo rompas.

—Diez.

El látigo volvió a caer.

Cedí al fin, doblegándome, y mi voz retumbó en las paredes desde lo más hondo de mi garganta. Se me doblaron las rodillas y sentí el consiguiente pellizco abrasándome las muñecas. Toda la piel de mi espalda era el mismísimo infierno. El insoportable escozor me nublaba cualquier pensamiento coherente. Ya me costaba un mundo seguir manteniendo el equilibrio apoyándome apenas en los dedos de los pies. Agradecí a Dios, si es que verdaderamente había alguno, que la implacable disciplina tuviese la bendita virtud de no dejarme sentir otra cosa más que el dolor.

—Así está mejor —aprobó el viejo regodeándose aún con aquel desgarrador alarido—. Sigue.

—Once…

—¡BASTA!

No reconocí la voz, aunque sí me di cuenta de que ambos sentíamos la misma rabia. La única diferencia radicaba en su intención, sobre todo porque yo jamás hubiese pedido que me dejaran.

Se me paró el corazón.

 

—¿Chris?

Alguien entró con cuidado en mi cuarto y buscó a tientas la pequeña lamparilla que había en el escritorio, localizando enseguida su interruptor. Un agradable resplandor iluminó de nuevo los colores y formas.

—¿Estás despierto?

Su pregunta iba dirigida a mí, al inmóvil muchacho que estaba tumbado boca abajo sobre la cama.

—No te he llamado, Tara —gruñí con fastidio entreabriendo los ojos.

—Pero tu tío sí —me informó ella mientras dejaba sobre la colcha su maletín quirúrgico—. Dice que ayer, cuando volviste, a duras penas te podías arrastrar. Está preocupado.

Enterré la cara entre las sábanas para ocultar una cínica sonrisa. Un loable gesto, que a esas alturas se molestara por mí. Sin embargo, sabía perfectamente que solo miraba por el negocio. Nuestra complicada relación estaba basada en el beneficio mutuo, donde cada uno de nosotros tenía sus propios intereses.

—Estoy bien —mentí con aplomo—. Vete.

—Solo déjame echarte un vistazo, por favor. —Sin darme tiempo a obtener de mí otro más que probable rechazo, Tara se sentó a mi lado en el borde de la cama—. Te ayudaré a quitarte la camisa.

La tela no presentaba restos de sangre, cosa que muy raras veces había llegado a ocurrir, aunque ya conocía de sobra lo que había debajo. Tara tragó saliva con un nudo en la garganta cuando descubrió aquella extensa porción de piel inflamada, surcada por incontables líneas rojizas que se entrecruzaban unas sobre otras. En algunos lugares la piel había estado a punto de desgarrarse. Ni siquiera intentó rozarlas. Cualquier mínimo contacto me hubiese resultado insoportable.

—Foster, ¿verdad? —adivinó reconociendo enseguida el crudo ensañamiento en aquellas marcas.

Asentí en silencio.

—¿Tienes alguna otra herida más?

Bueno, mi labio inferior estaba un poco hinchado por habérmelo mordido de forma salvaje. Tal y como había supuesto, algunos tacos de bota se me habían clavado en la cara dejándome unas leves marcas amoratadas. Tenía las rodillas y las muñecas casi en carne viva y también me dolía el trasero por la forma en que habían dado por finalizada aquella extrema sesión, pero eso no iba a decírselo a ella.

—Estoy bien —insistí una vez más.

Seguramente, Tara ya se había dado cuenta de que no podía ni moverme.

—Te daré unos analgésicos —me dijo ella al tiempo que buscaba las anunciadas pastillas en los múltiples bolsillos del maletín—. Tienes un poco de fiebre, pero se debe a la inflamación. Te calmarán el escozor.

Tara me entregó varias cápsulas de diferentes formas junto con el vaso de agua que encontró en la mesilla de noche. El simple hecho de alzar levemente la cabeza para poder beber me provocó un brusco calambrazo de dolor. Sentía como si aún me estuviesen abrasando la espalda. No me acordaba bien, pero hubiera jurado que alguien llegó a pronunciar el número veinte.

—Estaré un rato más en la casa, por si me necesitas.

—Hmm…

Tara apagó la luz y salió del dormitorio dejándome a solas. Un repentino sopor pareció envolverme como una crisálida, sumiéndome en un liviano estado de inconsciencia. Ya sospechaba que Tara me habría colado entre los analgésicos alguna pastilla para hacer que durmiera. Mi mente regresaba de nuevo a la oscuridad.

 

—¡BASTA!

—Es solo un juego, Eric. En el fondo lo disfruta.

 

¿Eric? El sueño me aprisionó entre sus garras arrancándome definitivamente de la sórdida realidad.

Era un bonito nombre para alguien tan bocazas.

 

ERIC

En la televisión de pago no estaban dando nada interesante, si exceptuabas los canales de porno y te centrabas exclusivamente en lo que solía ser normal en un aburrido domingo por la noche. Hacía un par de meses que Dallas me había pirateado hábilmente el sistema electrónico de mi apartamento, así que tenía gratis un montón de canales privados y podía conectarme a Internet desde mi portátil gracias a la ignorada generosidad del vecino de al lado.

En circunstancias normales habría seleccionado el porno gay para recrearme un rato la vista, pero el sexo me había mostrado su cara más oscura y ya no podía quitármelo de la cabeza. Cerré los ojos con fuerza mientras un resignado suspiro moría lentamente entre mis labios.

Ni siquiera había podido verle los ojos.

Adormilado como estaba, casi eché el corazón por la boca cuando el teléfono móvil que había a mi lado empezó a tronarme el pegadizo estribillo de una de las canciones de moda. Dallas también me lo había conseguido gratis.

—¿Sí? —contesté con voz enérgica intentando paliar aquella súbita taquicardia.

—¿Hablo con el calientapollas de mi asistente?

—Lo que faltaba. —Armándome de paciencia, puse los ojos en blanco—. Hoy es domingo, Drew, el día del Señor. Ya seguirás acosándome laboralmente mañana.

—No te llamo por asuntos de trabajo, rubiaza. Quería saber cómo estás.

Arrugué las cejas en un sorprendido gesto de extrañeza. Hacía ya algunos años, desde que decidí mudarme a mi modesto apartamento para solteros de oro, que Drew no me había hecho aquella sencilla pregunta. Era sencilla en apariencia, pero no en su trasfondo. Ambos lo sabíamos perfectamente.

—¿Yo? Pues bien, como siempre. ¿Acaso me echaste cianuro en la copa y querías saber si la había palmado?

—Anoche no pronunciaste ni una sola palabra cuando salimos del restaurante.

Más de tres segundos en silencio hubiesen bastado para delatarme. Drew no era mi padre, y yo le agradecía enormemente que tampoco se empeñara en comportarse como tal. Sin embargo, el muy condenado me conocía como si me hubiese parido. No le mentí, como hacía con casi todo el mundo para no tener que dar explicaciones. Drew y la sinceridad caminaban necesariamente de la mano.

—Aquello fue un poco… —No encontraba la palabra exacta—. ¿Desconcertante?

—Sí. Admito que a mí también me impresionó.

—¿Se puede saber en qué coño piensa ese asqueroso viejo del demonio? Es imposible que alguien mentalmente cuerdo disfrute con eso.

—Pues no te incluyas en la definición, Eric. Estabas tan empalmado que creí que acabarías decapitando a Foster si se te reventaban los pantalones.

—Sí, bueno…, pero fue…, no sé. —Me froté nerviosamente los ojos, agradeciendo que el sonrojo no pudiese ser visible por vía telefónica—. Quiero decir que le estaban haciendo de todo. ¡¿Viste su espalda?! ¡Tenía que doler de cojones!

—El sadomasoquismo es una práctica más común de lo que crees. Aunque eso sí, quienes están metidos en ese mundo no lo anuncian alegremente. Ya viste todo el tinglado místico que se montó el viejo.

—Pffffff… Fue algo increíble.

—Dallas dice que fue una experiencia curiosamente didáctica. A ver si ahora tú te vas a volver un adicto. —Drew estalló en ruidosas carcajadas.

—No, no lo creo. Me encanta el sexo duro, pero sin llegar a extremos.

—Eric Monroe, el terror de todos los culos vírgenes de la Costa Este y alrededores.

Fue mi turno de echarme a reír.

—Una bien merecida fama. —Presumí componiendo una traviesa sonrisa.

—En fin, pichabrava, te dejo que voy a ir haciendo la cena. A Shawn le toca turno de noche en el bar, así que intentaré no quemar la cocina.

—Si al final tienes que llamar a los bomberos, que no se te olvide darles mi número de teléfono.

—Ah…, cómo se nota que aún eres joven y vigoroso. Te tiras a todo a lo que ya le haya salido barba. Haces que me sienta un pobre desecho inútil, calvo y rechoncho. Mañana me vengaré, dejando que todo el peso de mi enorme frustración caiga irremediablemente sobre ti.

—Para variar —protesté con un resoplido.

—Dale un beso a Adam, y descansa. Ni se te ocurra tocarte que mañana te quiero en plena forma.

—Vaaaaaaaale, nada de pelis porno. Que tengas buenas noches, viejo barrigón.

Con una sonrisa de oreja a oreja, colgué el teléfono y me estiré cuan largo era en el destartalado sofá. El cítrico humor de mi jefe y su lengua descarada siempre conseguían animarme, a la par que sacarme de mis casillas.

Le debía tanto… Después de aquel fatídico día en que mi vida se rompió en mil pedazos y de los otros infernales que le siguieron, fue precisamente Drew quien me encontró acurrucado en el portal de su casa, con la ropa sucia de varios días y toda la pinta de empezar a devorarle por los pies. Me obligó a subir a su apartamento, me metió en la bañera y me hizo un terrorífico plato de espaguetis. Aquella noche dormí en el sofá, con un pijama prestado y la solemne intención de marcharme al día siguiente.

Creo que es la única vez que he roto una promesa.

Mi vida no ha sido fácil, pero soy un chico fuerte por naturaleza. No creo en todas esas malditas patrañas de la buena suerte o el destino. Las cosas ocurren porque han de ocurrir, y lo que verdaderamente importa es el modo en que decidas enfrentarte a ellas. Si algo he aprendido es que cuanto más grande es la hostia, más deprisa has de levantarte.

Era domingo, sí, y una hora a la que normalmente ya habría llamado a la canguro y me hallaría en el garito de moda flirteando con algún mozalbete interesante. Aquella noche, sin embargo, había cambiado el ardor masculino por un montón de canales con películas porno y unas hormonas rugientes que, gracias al cielo, me mantenían muy calentito ante las bajas temperaturas.

—Papi… —Escuché unos pasitos familiares sobre el suelo de tarima.

Bueno, las pelis guarras tendrían que esperar. Mi diablillo de cuatro años apareció en el salón, descalzo y con su inseparable pijama de Barrio Sésamo. Volví a sentarme y lo cogí para izarlo en el aire, acomodándolo sobre mi regazo. Adam se restregó los ojos, frotó la cara contra mi pecho y bostezó.

—¿Te has cepillado los dientes? —empecé mi interrogatorio habitual.

—Sí.

—¿Has hecho pipí?

—Sí.

—¿Te has lavado las manos?

—Sí…

—¿Has puesto la ropa sucia en el cesto de la colada?

—Que sí…

—¿Vas a darle un beso de buenas noches al mejor padre del mundo?

Me lo dio, dejándome unas pocas babas en la mejilla. Yo lo besé entre su suave pelo rubio y después en la frente. Le había ayudado a bañarse hacía un par de horas y percibí su familiar aroma a champú infantil. Antes de que pudiese escaquearse, lo retuve a traición en un enorme abrazo de oso. Adam rio, protestó y pataleó a partes iguales.

—¿Quieres que te acompañe a la cama? —le pregunté mientras lo soltaba y lo ayudaba a bajar del sofá.

—No, que ya soy mayor —me contestó muy serio.

Tuve que reprimir una sonrisa al ver tan dignamente erguido su escaso metro de estatura. Cuando fruncía el ceño de aquella manera, entre el enfado y la concentración, siempre le salía un gracioso hoyuelito en la mejilla izquierda.

—Buenas noches, enano. Te quiero.

—Yo también. Hasta mañana, papi.

Se fue derecho a su dormitorio y escuché cerrarse la puerta.

A estas alturas supongo que os estaréis preguntando qué diablos hacía un atractivo y exitoso jovencito gay con un adorable (y legítimo) retoño. Para simplificar las cosas, de momento solo os diré que Adam ha sido el mejor error de toda mi vida. Y, con el angelito durmiendo tranquilamente en su cuarto, papi podía retomar su necesario entretenimiento masculino. Regresé a mis ansiadas películas esperando poder suplir con la vista y mi traviesa imaginación la triste ausencia de un buen trasero imberbe. Solté un resoplido de fastidio porque era repetida y, como todas las del género, ya conocía perfectamente el final. Cruelmente desengañado, apagué la caja tonta para volver a tumbarme en el sofá.

Y descubrí preocupado que no podía dejar de pensar en él.

Desistí de luchar contra ello para dar rienda suelta a mis más oscuras fantasías. Cerré los ojos de nuevo y mi mente regresó, una vez más, a aquella sala en penumbra. Tuve que reconocer que, quizá, aún no había podido abandonarla del todo. No me sentía capaz de describir mis emociones al respecto. Claro que me había excitado, tras comprobar incrédulo que el muchacho azotado también lo estaba. No lo comprendía. Al principio me pareció un simple acto de tortura sin ningún tipo de consideración, pero en verdad daba la confusa impresión de que le estaba gustando. Era imposible.

Los primeros latigazos me dolieron incluso a mí, por eso me había levantado gritando.

 

—¡BASTA!

—Es solo un juego, Eric. En el fondo lo disfruta.

Tras aquella sorprendente respuesta, Foster me observó con una especie de retorcida sonrisa paternal. De inmediato sentí la férrea mano de Dallas agarrándome por el codo, instándome a que cerrase el pico y no espantara los últimos y moribundos restos de mi escaso sentido común.

—Le estáis haciendo daño —los acusé indignado.

—De eso se trata. —Foster dejó escapar una condescendiente risita—. Esta magnífica puta que ves aquí, goza increíblemente con el dolor. Si no conoces este mundo, será mejor que observes con atención. Yo te demostraré hasta dónde pueden llegar los límites del placer.

Claudiqué confuso, dejándome caer en la silla mientras trataba de controlar aquel imprudente acceso de ira. Dallas se inclinó hacia mí para decirme algo al oído. Estaba tan ofuscado que ni siquiera lo escuché.

El muchacho que permanecía en la tarima jadeaba ruidosamente, tratando de volver a tener el control absoluto de su agitada respiración. Diez finas líneas rojizas se apreciaban claramente en la pálida piel de su espalda. No se hallaba lo suficientemente cerca como para poder recrearme en detalles, aunque me di perfecta cuenta de que el chico estaba empleando todas sus fuerzas en contener los sollozos. A una pactada señal del juez, el hombre que manejaba el látigo se le acercó por detrás, acariciando suavemente las heridas con las puntas de sus dedos. El muchacho emitió un agudo gemido, volvió a tensar el cuerpo y se estremeció. La cuerda se aflojó de repente e, incapaz de sostenerse sobre sí mismo, cayó de bruces al suelo.

—Eric, ven aquí —me pidió Foster de forma inesperada.

Dudé unos segundos, pero la curiosidad fue más fuerte que todo distorsionado prejuicio. Me acerqué hasta donde estaba el juez, al mismo tiempo que el muchacho atado era obligado a hacer lo propio arrastrándose sobre sus rodillas. Cuando lo tuve justo delante, pude comprobar que era bastante joven. Tenía el pelo más negro y brillante que había visto nunca, reforzando el precioso contraste con su pálida piel de porcelana. La tela que le vendaba los ojos solo me dejó contemplar una perfecta nariz de estatua griega, unos altivos pómulos sonrojados y unos labios bien perfilados y sensuales que aún emitían débiles jadeos. Era tan hermoso que casi se me olvidó respirar.

Foster aferró despiadado sus cabellos revueltos y, sin contemplaciones, empujó su cabeza hacia delante.

—Métele los dedos en la boca.

Mi mandíbula inferior cayó en picado unos seis centímetros hacia el suelo, mientras mi atribulado cerebro trataba de procesar aquel sorprendente mandato. No sabía ni lo que estaba haciendo. Alargando tímidamente una mano, rocé de forma indecisa aquellos sugerentes labios. Yo mismo tuve que sofocar un débil gemido, mezcla imprecisa de excitación y remordimiento, cuando al sentir el leve roce la lengua del joven humedeció automáticamente las sudorosas yemas de mis dedos.

El chico lo hacía despacio, provocativo, sabiéndose perfectamente el centro de atención. Se me había secado la boca, así que tragué saliva esquivando el palpitante nudo que me oprimía la garganta. Mi acalorada imaginación me jugó una mala pasada, haciendo que mi bulliciosa ingle se estremeciese en un repentino espasmo. Durante unos enloquecidos segundos deseé que aquel sometido muchacho, arrodillado ante mí, me chupase la polla igual de entregado que lo hacía con mis dedos… El corazón se me disparó de forma salvaje, e incluso sentí un ligero mareo al comprender repentinamente la causa exacta de mi descontrolada reacción.

Jamás, jamás en toda mi vida, alguien había logrado ponerme tan sumamente cachondo.

Aquella lengua lasciva me abrasaba por dentro.

Foster rompió súbitamente el contacto apartando al muchacho de un despreocupado ademán, como si no fuese más que algo molesto e insignificante. Cayó de costado, reprimiendo un sordo gemido al sentir que su arañada espalda acusaba enseguida el brusco movimiento.

—¿Has cambiado ya de idea, Eric?

Pero yo no podía hablar. Mi voz y mi cordura formaban parte de la sucia humedad que me envolvía los dedos. Mis enturbiados ojos de color miel se cruzaron con la astuta mirada de Foster, provocándome un indescriptible escalofrío. El juez me señaló mi sitio y me apresuré a volver de nuevo junto a Dallas y Drew, evitando a toda costa mirar a mi jefe.

—Podemos continuar.

El joven fue devuelto a la tarima, nuevamente arrodillado. Daba la impresión de que no existía más postura que aquella cuando se trataba de él. Rodeándole despacio su hostigador se situó de frente, apoyándole el mango del látigo bajo la temblorosa barbilla. Empujó hacia arriba e hizo que el joven cautivo lo mirara, aunque con los ojos vendados no lo acertase a ver. El mango del látigo descendió hasta su pecho, rozándole deliberadamente un pezón. Se le escapó otro jadeo culpable. El hombre del látigo escupió despacio, dejando caer su espesa saliva entre los entreabiertos labios de su víctima.

—Chupa.

La misma operación volvió a repetirse mientras el joven lamía aquellos nuevos dígitos con fruición, indiferente a la extraña mezcla de fluidos. Yo les observaba sin perder detalle, completamente hechizado.

¿Cómo sería tener el control total sobre otra persona? ¿Qué se sentiría al poder imponerle libremente tu voluntad? ¿De dónde salía aquella devota entrega?

Un audible jadeo de dolor. Le habían pellizcado con saña el otro inflamado pezón, estirándole del pequeño aro metálico que lo atravesaba. El hombre abandonó su boca con despiadada rudeza, clavándole los dedos mojados en ambas mejillas mientras le sujetaba la cara. Un beso sucio, húmedo y apremiante abusó de la ofrecida cavidad del muchacho, que de pronto se revolvió iracundo para tratar de huir del grosero contacto. Tuve la extraña impresión de que no quería que lo besaran.

El hombre volvió a colocarse a su espalda, observando sus piernas entreabiertas.

—Separa las rodillas.

Y lo hizo, exponiéndose de una manera vergonzosamente descarada.

Una mano separó sus pálidas nalgas y, sin previo aviso, dos lubricados dedos irrumpieron dentro de él. El muchacho protestó adolorido, súbitamente rígido por aquella brusca intrusión. Comenzó a ser embestido de forma lenta pero imparable. Tras unos tensos segundos de lucha, el chico dejó a un lado la propia decencia y ya no fue capaz de contener unos profundos gemidos de placer. Me removí en la silla. Era lo más erótico que había escuchado nunca.

Contemplé embelesado aquel magnífico cuerpo que se sacudía en electrizantes espasmos, con el miembro erecto y pulsante evidenciando orgulloso que en verdad disfrutaba con todas y cada una de las cosas que le estaban haciendo.

—Suficiente —ordenó Foster alzando una mano—. Sigue con el látigo.

El hombre retiró sus dedos al mismo tiempo que el joven emitía un impotente gruñido de frustración. Seguramente había estado a punto de correrse… al igual que yo.

Sujetaron la cuerda al techo para estirarle otra vez los brazos, aunque fue obligado a permanecer semierguido sin posibilidad de dejar caer su peso sobre las rodillas flexionadas, manteniendo el torso ligeramente inclinado hacia delante. Por las visibles gotas de sudor que recorrían su cuerpo, aquella forzada postura tenía que ser inhumana.

—Once.

Fue en ese momento cuando comprendí la razón de que las puertas que daban al restaurante estuviesen convenientemente insonorizadas. El desgarrador bramido del joven habría llegado a los sorprendidos oídos de todos los comensales. Demasiado sensible al dolor, precisamente por el tortuoso placer que había recibido minutos antes, aquel azote parecía haberle partido por la mitad. El misterioso secreto, por lo que ya comenzaba a entender, radicaba en la potente fusión de aquellos dos sentimientos tan dispares.

—Doce.

El angustioso grito de agonía retumbó en mis oídos. Supe que el joven era demasiado orgulloso como para sollozar en voz alta, pero las lágrimas caían silenciosas desde la oscura prisión que cegaba sus ojos dándole un aspecto mucho más vulnerable. El dolor debía de ser atroz, por eso yo no alcanzaba a explicarme de qué manera el joven sumiso aún era capaz de mantener erguida su palpitante erección. Tanto que parecía que iba a estallar.

Dos latigazos más, y el verdugo se arrodilló tras él. Las piernas abiertas del muchacho temblaban violentamente. Gimió derrotado, casi implorante, cuando el mango del látigo acarició suavemente el interior de sus muslos.

—¿Quieres más? —le retó una tenue voz en el oído.

No contestó, aumentando con su imprudencia el frenético ritmo de las caricias. Con la mano que le quedaba libre, el hombre rodeó sus caderas hasta alcanzarle la polla y comenzar a friccionar. El chico se retorció como pudo bajo las cuerdas y no tardó en jadear lascivamente en agradecida respuesta a tan inesperado placer.

—¡¿Quieres más, puta?!

—S… sí…

Aquella voz ronca, masculina y excitada me traspasó los tímpanos y se grabó con tinta indeleble en lo más profundo de mi memoria. El hombre se bajó la cremallera liberando su propia erección, sacando el látigo de entre sus muslos para obligarlo a sujetarlo entre los dientes. Perdió los cinco segundos indispensables en colocarse un preservativo, le abrió las nalgas de forma ruda y entonces lo penetró hasta el fondo de una única embestida. El muchacho mordió rabiosamente el cuero y gritó de dolor, sintiendo una insoportable molestia al tener que abrirse tan forzosamente. Una vez completamente dentro, el hombre empezó a bombear.

Estaba tan rígido que sentí un repentino calambre en los tensos músculos de mi espalda. Los violentos envites sacudían el pálido cuerpo, arrancándole ahogados gemidos y despojándolo triunfalmente de cualquier pequeño intento de rebelión. Lo único que impedía que el chico cayese al suelo era la tensa cuerda que bajaba del techo inmovilizando sus manos. Las del hombre ni siquiera lo tocaban. Yo adoraba el sexo libre, libre de falsas promesas y fingidos gestos de amor, pero jamás habría concebido que alguien pudiese ser utilizado de aquella asquerosa manera.

Foster abrió la veda siendo el primero en levantarse.

—Muy bien. Por turnos, caballeros.

¡¿Qué?! ¡¿Acaso iban a beneficiárselo todos los presentes?!

—Vámonos ya, Eric.

Ni siquiera me había dado cuenta de que Dallas y Drew se habían puesto de pie. La voz de mi jefe me arrancó del sueño y me levanté de la silla de manera automática, con un incomprensible pero necesario deseo de salir inmediatamente de allí.

 

No podía describirlo, claro que no.

Me encogí de pronto sobre el sofá, al sentir una molesta punzada en la entrepierna. Con la respiración acelerada, metí mi mano bajo el pantalón del pijama y comencé a masturbarme con un sentimiento impreciso. Lentamente me llevé la otra mano a mis propios labios, la misma que sufriera los desvergonzados lametazos de aquel excitante joven.

La verdad es que me hubiese encantado poder follármelo allí mismo.

¿Habría alguien capaz de rendírseme tan absolutamente? ¿De entregármelo todo? Me habían regalado la caja de Pandora, pero sabía perfectamente que estaría perdido sin remedio una vez que la abriera. Ese chico perverso se había convertido en mi obsesión.

Imaginé aquellos labios mojados rodeando mi glande, obligado a tragársela hasta el fondo. Contuve un grito para no despertar a Adam cuando aumenté el ritmo y recordé aquel rostro perfecto, contraído a partes iguales por el placer y el dolor. Doblé las piernas y me mordí rabiosamente los dedos, gimiendo entrecortadamente mientras el brutal orgasmo me vaciaba del todo hasta dejarme sin fuerzas.

«Descansa. Ni se te ocurra tocarte que mañana te quiero en plena forma».

Entre pequeños jadeos, logré esbozar una sonrisilla culpable.

—Lo siento, Drew…

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