Para extender las alas •Capítulo 1•

Aquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de Para extender las alas, de Corintia; una novela homoerótica ambientada en un mundo de fantasía urbana. Si el amor atemporal de los protagonistas no te llega al corazoncito, háztelo mirar. Ahora bien, te advertimos dos cosas:

  1. Esta novela es para mayores de edad por su contenido sexual.
  2. Es una historia adictiva que no podrás dejar de leer.

Aclarado esto, ¡bienvenid@ a este antro!


I. Un pájaro en una jaula

 

A las siete de la mañana comenzaba el típico y constante fluir de personas que salían de casa y tomaban sus vehículos o corrían a la boca de metro más cercana para acudir al trabajo. Eran apenas doscientos metros, pero una carrera a tiempo te podía librar de los vagones abarrotados que llegaban de la zona noroeste. Salvo en aquellas horas en las que todos colonizaban de manera tácita las calles, era un vecindario tranquilo: árboles y setos bajos a lo largo de la carretera, un parque con área infantil al girar la esquina, un supermercado, un banco, media docena de tiendas de móviles… Abundante, notorio y glorioso aburrimiento.

Estaba situado al norte, a un número indecente de paradas del centro, en un área que difícilmente se podía considerar la más elegante de la ciudad. Bloques de apartamentos se mezclaban con algunos edificios que no pasaban de las tres plantas. Los arquitectos parecían haberse puesto de acuerdo en que los frentes de balcones corridos separados con mamparas darían carácter a aquella calle, Dios sabría por qué. En cierta ocasión alguien concibió la feliz idea de desprender los números de toda una fila de aquellas construcciones, y la confusión reinó entre los visitantes durante el tiempo que se tomaron en reemplazarlos. Diferenciarlas no planteaba ningún problema para los residentes; el truco era guiarse por los colores de las mamparas.

El verano estaba próximo y las temperaturas eran suaves. Quizá por eso cierta figura estaba asomada a uno de aquellos balcones encajados entre marcos de acero con cristales armados, disfrutando de la mañana al aire libre. La figura era masculina, como atestiguaba la única prenda que llevaba, sus boxers ajustados negros. Se reclinaba contra la barandilla de piedra y se entretenía en contemplar a los madrugadores mientras apretaban el paso calle abajo o salían pitando con sus motocicletas.

El joven sacó un cigarrillo del paquete que había colocado en precario equilibrio junto a él, le propinó un par de golpecitos contra la piedra y lo encendió, saboreando con ansiedad las primeras caladas del día. Corría una ligera brisa que movía las cortinas al otro lado de la puerta corredera, y las baldosas de piedra aún estaban heladas bajo sus pies desnudos. Se estremeció, pero su cerebro ni siquiera registró esa incomodidad, ocupado como estaba en observar a la gente allá abajo. Se le antojaban una gigantesca colonia de hormigas atareadas, una fila de oscuras obreras que hallaban su camino a base de seguir el rastro de quienes las precedían. Él, en cambio, tenía todo el tiempo que quisiera para sí mismo. Podía tomar un desayuno de varios platos —al mejor estilo hobbit— y salir a dar un paseo, o volverse a la cama, si le venía en gana, y dormir unas pocas horas más. Rio para sus adentros; rio con el poco convencimiento que fue capaz de reunir, tratando de ignorar la pequeña y habitual punzada de amargura.

Apuró el cigarrillo, arrojó la colilla al suelo y encendió otro. No, el plan del desayuno grandioso quedaba descartado, el frigorífico estaba vacío. Lo más sensato era bajar al café y hacer una visita al supermercado antes de ir al gimnasio, aunque lo que la pereza le inspiraba era quedarse en casa, pedir comida por teléfono, saltarse la clase de esgrima… y sumar, así, tres faltas seguidas. O mucho se equivocaba, o alguien vendría pronto y lo obligaría a acudir a punta de espada. Interesante metáfora, se dijo el chico, tanto en el sentido literal como en el sexual. Salvo que en ninguno de los dos casos era una metáfora.

Se dio la vuelta y sus ojos pasaron revista a la porción de salón que se veía a través de la puerta. Estaba bastante desordenado, ya que tampoco se había dignado a abrirle al servicio de limpieza. En consideración a su próximo visitante, más le valía quitar de en medio las cajas vacías de pizza, las latas de refresco, la ropa de las sillas, la guitarra y, sobre todo, los ceniceros llenos de colillas. Esperaba que las ventanas abiertas se encargaran de ventilar la habitación.

La guitarra… Los tres últimos días habían sido intensos, probando la nueva Carvin que él le había regalado. No entendía mucho de instrumentos musicales, pero sonaba mejor que cualquier otra que hubiese tocado. Su única pega era el color, un azul demasiado llamativo. Aún se mordía el labio al recordar su confesión de que lo había elegido «porque le recordaba a sus ojos». Con esto has agotado tu cupo de cursilería para los próximos veinte años, pensó. Aunque estuvo tentado de cambiarla, la impresión al cotillear en Internet y descubrir cuánto había pagado por ella lo hizo cambiar de idea. Cualquier protesta habría sido mezquina, así que la conservó y la disfrutó. Llevaba aquellas tres magníficas jornadas encerrado en casa, escuchando en directo el sonido que salía del amplificador, con tal grado de concentración que hasta había dormido en el sofá.

—Buenos días, Mìcheal. Así da gusto levantarse temprano y salir a ver las vistas.

El chico se giró y descubrió a su vecino, Evan, asomado al balcón contiguo. Con su facilidad para abstraerse, no lo había oído salir. Evan Torres vivía al lado desde que los anteriores ocupantes del apartamento se marcharan, haciendo veladas alusiones a los molestos ruidos que les llegaban desde el otro lado de la pared. Era un diseñador gráfico de unos veinticinco años, delgado, moreno, de piel oscura, con un par de grandes ojos castaños tras los cristales de sus modernas gafas de pasta… y gay. Se lo había confesado tras oírlo enzarzado en el catre o, más bien, en el sofá del salón. Evan bebía los vientos por él, de eso no cabía duda. Era evidente que su cabeza, asomada tras la mampara de cristal, pasaba revista a las abundantes partes expuestas de su anatomía, supliendo con imaginación las que estaban cubiertas por la ajustada prenda negra. En aquel momento no podía distinguir si estaba inspeccionando su entrepierna o el pequeño bordado de un tigre que decoraba la cintura elástica de su ropa interior. Tampoco le importaba, en realidad; la admiración resultaba halagadora, y Evan era una joya de vecino que soportaba con estoicismo sus molestos ruidos, incluyendo sus aporreos a la guitarra. De hecho, a veces venía a verlo tocar con una bolsa de hamburguesas y un pack de cervezas de importación. Siempre flirteaba con él, por más que Mìcheal le hubiese dejado a las claras, desde el primer momento, que tenía pareja. Pero Torres no se amedrentaba; probablemente era un devoto adepto a la creencia de que la esperanza era lo último que se perdía.

Por su parte, el joven moreno sacaba el máximo partido de ver de aquella guisa al regalo del cielo que era su vecino. Mìcheal Munro medía alrededor de un metro ochenta y tenía un cuerpo esbelto, bajo cuya piel clara y sin vello se marcaban los músculos desarrollados por el ejercicio. Su cabello era rubio y desordenado, largo hasta más allá de los hombros, y sus facciones regulares habrían inspirado sobradamente los pinceles de Da Vinci. Podría haber llamado la atención en cualquier sitio… de no ser porque solía llevar gorro y gafas oscuras para privar al mundo de tal maravilla. Paradojas de la vida.

Pero en su casa, al menos, siempre se mostraba desenvuelto, y valía la pena salir al balcón a espiar a través del cristal transparente, o estirar el cuello —aun con peligro de descoyuntarse—, solo para tener una mejor panorámica de aquel placer para los ojos. Cuando le lanzaba esa matadora mirada aguamarina, bendecía su suerte por haber alquilado aquel piso en el quinto pino. Daba gracias a que su casero no se olía lo que pensaba; si le hubiese subido el alquiler al doble, con toda probabilidad lo habría pagado para no tener que marcharse.

—Ah, hola, Evan —saludó el joven rubio, con una de sus sonrisas—. ¿Hice mucho ruido ayer? Creo que se me fue la mano con el volumen.

—Qué va —mintió con descaro el aludido—. Además, me encanta oírte tocar. ¿Cómo va tu composición?

—Composición… —Ocultó su turbación tras una profunda calada—. Yo no me atrevería a llamarla así. Oye, no vayas a decirle a nadie que toco, me moriría de vergüenza. Tú eres el único que lo escucha, y eso porque no tengo compasión y no enchufo los auriculares.

—Tranquilo, soy una tumba. Además, qué diablos, me siento halagado por el privilegio.

—Tendrías que sentirte halagado si fuese bueno, que no es el caso.

—Pues yo creo que sí que…

—Muchas gracias por lo del mural —lo cortó el joven, antes de que empezara a lanzarle cumplidos—. Ha quedado genial.

—No es nada, en serio. Llámame cuando quieras algo más.

—Ni hablar, ya te debo muchos favores y es mi turno de ofrecerte algo a cambio.

—Gracias a ti, siempre bebo de balde cuando voy al club, y allí las copas no son baratas. Apuesto a que ya me has pagado mi peso en whisky de doce años.

Claro que, si insistes, y si fuese posible, me conformaría con una invitación a tu cama, se dijo Torres. El más joven sonrió ampliamente, como si alcanzase a leer sus pensamientos, lanzó al suelo la segunda colilla y se dio la vuelta en busca de un tercer cigarrillo, momento que el diseñador aprovechó para comerse su trasero con los ojos. Al hacerlo, reparó en el único detalle de su cuerpo que rompía la armonía: dos cicatrices simétricas, apenas dos discretas líneas blanquecinas, situadas a ambos lados de sus omóplatos. Ya las había visto antes, no era la primera vez que el rubio salía al balcón sin camisa. Aunque no eran más que dos manchas blancas sobre un fondo blanco, despertaban su curiosidad.

—¿Cómo te hiciste eso? —preguntó mientras Mìcheal hacía chasquear el encendedor.

—¿El qué?

—Las cicatrices de la espalda.

La pregunta pilló desprevenido al chico e hizo que se pusiera rígido. Por el tiempo que se tomaba para responder y la furia con la que aspiraba el pitillo, Torres dedujo que había tocado un tema delicado. Entonces alguien cruzó la puerta corredera, salvándolo del apuro.

El recién llegado era, a su modo, igual de impactante que el joven Munro: alto, imponente, de los que agotaban el espacio de cualquier habitación a la que entrasen; uno de esos hombres que aguijoneaban los instintos primarios de las mujeres e implantaban en su cerebro la idea de que era el momento de ponerse a procrear, con la certeza de que no encontrarían mejor materia prima que la suya. Si Evan Torres hubiese tenido que decidir cuál era su tipo, no habría vacilado en elegirlo. En alguna ocasión se había atrevido a fantasear cómo sería quedarse sin aliento por estar atrapado bajo aquel cuerpo increíble. Sin embargo, las miradas que el tiarrón solía lanzarle eran tan asesinas que ahuyentaban cualquier pensamiento impuro, y el mero recuerdo le agarrotaba los dedos de la mano derecha en mitad de las faenas que emprendía a su salud. Era mejor mantener una distancia prudencial, pues aquel era el poseedor de los derechos exclusivos para hacer gritar a su delicioso vecino.

A sus veintiocho años, Owen Faulkner era un producto de gimnasio de casi dos metros, cuyos anchos hombros hacían juego con su notoria altura. Su frente era amplia y sus cejas daban aún más carácter a unos ojos grises como el acero, tan cortantes como las esquinas de su poderosa mandíbula. Llevaba el cabello castaño pulcramente peinado hacia atrás y hacía poco que se había puesto en manos de un estilista, a juzgar por su manicura. Por lo demás, vestía un impecable y moderno traje gris que se ajustaba a su cuerpo a la perfección, corbata de seda y zapatos de piel gris marengo algo extravagantes, aunque dentro de los límites de la elegancia. Todo él proclamaba que debía ejercer una profesión fuera de lo corriente, ya fuese modelo, actor o esposo florero de millonaria cincuentona bien conservada. A decir verdad, Faulkner era abogado; para justificar su apariencia ostentosa, se habría podido especificar que era un abogado de artistas.

En aquel momento clavaba la reprobatoria mirada en la silueta ligera de ropa de su pareja. No tardó en desviarla hacia Evan, cuya figura se recortaba tras la mampara de cristal, y lanzar un gruñido. Seguía siendo un misterio cómo se las había arreglado Mìcheal para romper uno de los cristales armados. Con todo, el necio de la historia había sido él, por dejarlo ocuparse de la reparación en lugar de hacerse cargo en persona. Lejos de sustituirlo por una de las gruesas placas esmeriladas que se alineaban en la fachada, el chico había dejado que colocaran aquel vidrio transparente que ofrecía poca seguridad y ninguna intimidad. Era muy dejado en lo que se refería a los aspectos prácticos de la vida.

—Owen… —se asombró el joven rubio—. Creí que llegarías más tarde.

—Hola, Mick. Vengo directo del aeropuerto y pensé en darte una sorpresa de camino al despacho.

Mìcheal apartó el cigarrillo y estiró el cuello para responder al beso que sabía que recibiría. No le apasionaba hacer alarde de su relación. Ante terceras personas siempre procuraba escapar con un roce rápido y discreto, pero Faulkner, que tenía sus propias ideas al respecto, le rodeó los costados, se inclinó sobre sus labios y lo forzó a separarlos para deslizar la legua entre ellos de manera bien patente, en un beso voraz y concienzudo. El chico lo dejó hacer, no sin experimentar embarazo por ser el objeto de una típica maniobra para marcar territorio. Intentó apartarlo poco a poco empujándole los hombros con suavidad. Cuando juzgó que ya había causado el efecto deseado, Faulkner se lo permitió.

—Qué hay, Torres —dijo con desgana, sin entonación—. Si no te importa, volvemos adentro, tenemos cosas de las que hablar.

Y dejando al chasqueado vecino al otro lado del vidrio, arrastró al joven rubio hasta el salón y cerró la puerta tras ellos. Una vez allí, Mìcheal se encaminó al pasillo que comunicaba con el baño y el dormitorio. Owen lo sujetó y preguntó:

—¿A dónde vas?

—A lavarme los dientes, he estado…

Los labios del abogado se cerraron de nuevo sobre los suyos, impidiéndole que completara la frase; sus manos se hundieron en los rebeldes cabellos rubios. Ya no buscaba alardear de su propiedad, sino que mostraba un interés genuino en volver a saborear una boca que no había probado en días. Mìcheal nunca tocaba a nadie salvo a él, la única pareja que había conocido en su vida, y se dejó llevar, disfrutando de un contacto que había echado en falta desde su marcha. Sus brazos le enlazaron el torso bajo la chaqueta, pero la fina tela de la camisa le estorbaba, así que deslizó los dedos dentro de la cintura de sus pantalones y tiró con suavidad. Si el destino no iba a atribuirle más amantes… estaba dispuesto a aprovecharse de este.

—Para —pidió Faulkner, desenredándose de su lengua con reluctancia—. Tengo que marcharme enseguida. ¿Quieres que llegue al despacho con el mástil enarbolando la bandera?

—Dios salve a la Reina —canturreó Munro, echando mano de la hebilla de su cinturón.

—No, para —ordenó, sujetándole los hombros con fuerza. Su voz era firme, aunque era evidente que no le habría desagradado permitirle que siguiera—. Esta noche tendremos tiempo para nosotros. Dios, Mick, ¿te has fumado dos paquetes de cigarrillos, o qué?

—Te dije que debía lavarme los dientes —respondió este, frustrado.

—Y has estado fumando en el piso sin parar, a pesar de que te he dicho mil veces que salgas al balcón. ¡Mierda, mira esos ceniceros! Ahora esto apesta a tabaco, por no hablar de ti… Sabes igual que si hundiera el morro en una montaña de cenizas.

Ya que no iba a catar nada más, el joven se liberó de sus brazos, se recogió los mechones sueltos tras las orejas y tomó los sobrecargados ceniceros sin decir palabra, dejando caer algunas colillas. Owen lanzó una ojeada oblicua a su vestimenta.

—¿Tienes que salir así al balcón? ¿Quedará alguien del barrio que no te haya visto en ropa interior? Parece que disfrutas poniendo cachondo al personal, con mención especial de ese vecino tuyo cuatro ojos.

—Shhh, te puede oír…

—Que me oiga. Siempre lo encuentro espiando al otro lado del cristal, lo que no pasaría tan a menudo si salieses vestido como es debido y no le dejaras tomarse tantas confianzas.

—¿Qué más te da, Owen? No va a ponerme las manos encima. —Aquella era la respuesta para todo de Mìcheal—. Así le muestro al mundo la increíble colección de gayumbos exóticos que estoy reuniendo gracias a ti.

El joven se metió en la cocina. Su compañero suspiró; aunque era difícil de confesar, sí que le divertía regalarle ropa interior. Dada la manía del chico de no usar cinturones, con el pretexto de que lo incomodaban, las cinturas de sus pantalones siempre acababan revelando más de lo que debían. Si aquel iba a ser el caso, prefería ocuparse de que vistiera con clase ahí abajo, y no con esos horrores baratos de mercadillo que llevaba con tanta indiferencia.

Observó el desorden reinante. No esperaba menos, siempre hacía lo mismo cuando se quedaba solo: fumaba, comía cualquier cosa y escuchaba o tocaba música. Sus ojos se posaron entonces en la flamante guitarra nueva. Al menos, pensó, al tiempo que una sonrisa aleteaba en sus labios, eso sí le ha gustado. Cogió las grandes cajas vacías y apiló la basura sobre ellas.

Faulkner era un abogado brillante, como lo había sido su padre antes de aquel accidente de coche que le había costado la vida. Fueron los hermanos mayores quienes tomaron el testigo de su ocupación principal, atender los asuntos legales de la empresa de inversiones de la familia. El dinero nunca les había faltado y si Owen hubiese querido, habría podido vivir una vida despreocupada a costa de la cartera de su fallecido padre. En cambio, el joven era ambicioso y había decidido seguir la tradición, si bien sus intereses se habían encaminado a un sector —el artístico— que rozaba lo bohemio, como sus conservadores parientes opinaban. A diferencia de ellos, él profesaba una actitud muy mercenaria al respecto: no era un delito que todos sus clientes se moviesen en la esfera de la música y el espectáculo, y el dinero era dinero, viniera de donde viniese. De todas formas, apenas se hablaba con su familia.

Puede que Owen Faulkner no tuviera los años de experiencia de sus colegas, pero era inteligente, tenía un inmenso talento y una capacidad de persuasión sin límites. Probablemente era esto último lo que lo había ayudado a abrir su propio despacho con dos prestigiosos asociados, y estaba en vías de cazar a un tercero. Poseía un apartamento grande y lujoso en la zona centro, un Porsche que apenas salía del garaje y una cuenta corriente tan abultada como para echarse a dormir sobre ella. Y he aquí que tenía que recorrerse media ciudad, hasta este barrio perdido de la mano del Creador, para poder ver a un amante de diecinueve años que ni quería vivir con él, ni aceptaba un piso en un área más céntrica y más cara. Era para volverse loco. Y Owen, haciendo gala de esa locura recién adquirida, seguía accediendo a ello. ¿Por qué? Quizá fuese por esa pequeña voz interior que lo impelía a sentirse culpable por ciertos hechos del pasado referentes al muchacho. Era la quimera de su propia magnanimidad la encargada de hacerla enmudecer. Después de todo, se decía, nunca me pide nada, y comprendo que quiera una cierta independencia. Además, el club donde se pasa la mitad de las noches está a medio camino y… es muy cierto que no tengo que preocuparme, nadie le va a poner las manos encima. Le dejaré que juegue a ser adulto durante algún tiempo más. Al final, se cansará de vivir solo y vendrá conmigo a casa.

El abogado acarreó los desperdicios hasta la cocina, donde Mìcheal, de espaldas e inclinado sobre el fregadero, lavaba los ceniceros. El lavavajillas era una de las muchas comodidades gratuitas que no aceptaba. En contraste con el resto del apartamento, aquella pieza estaba impoluta, quizás un tanto polvorienta por la falta de uso. El joven le preguntó, sin volverse:

—¿Qué tal el viaje a Estocolmo?

—Exasperante. A ese niñato drogata no le bastó meterse en las bragas de una chica a la que le faltaban unos pocos años para alcanzar la edad legal, no; tuvo que hacerlo, además, en Suecia. Joder, hace dos años que no toco la vía penal, y ya tiene una abogada local. Podrían haberme ahorrado la paliza.

—¿Y por qué fuiste tú? Deberías habérselo pedido a uno de tus asociados.

—Porque es uno de los artistas de Finisatron, la productora musical, y el presidente me pidió, con lágrimas en sus grandes ojos de pescado muerto, que le hiciera el favor en persona. —Faulkner se acercó a aquella espalda desnuda y desprotegida, acarició uno de los omóplatos y lo besó—. Querría que me asegurase de que el tipo no se iba a tirar también a su abogada sueca. Menos mal que esta es mayor de edad. —Su dedo índice trazó el surco de la cicatriz que lo rodeaba—. Lo más importante es que no coincidía con ningún Día Marcado o, de lo contrario, sí que los habría mandado a paseo. ¿Me has echado de menos? —El relevo de la lengua allá donde antes jugueteara el dedo hizo que Mìcheal temblara.

—Si… si no vas a terminar lo que empieces, es mejor… que pares.

—¿Por qué? Mientras no me empalme yo, no hay problema. Quiero dejarte un recuerdo mío hasta esta noche.

La mano del abogado se deslizó hasta su ingle palpando lo que cubría el algodón negro. Sí, allí estaba el recuerdo, bien rígido sobre su bajo vientre. Toqueteó los alrededores con satisfacción.

—Luego me encargaré a conciencia de pagarte todos los atrasos de los días que he estado fuera —le susurró al oído, los cabellos rubios cosquilleando en su nariz—. Vaya… Me temo que hoy, la espera se me va a hacer eterna. —Cerró los labios sobre el lóbulo de su oreja y lo mordisqueó—. No veo la hora de que anochezca.

—Hoy voy al club —la boca de Faulkner se paralizó de sopetón—, uno de los bailarines se ha accidentado y yo he prometido que no faltaría. No querrás que decepcione a Toller.

—Que le den a Toller, lo llamaré y le diré que se busque a otro.

—No, tengo que ir. Ya sé lo que opinas de todo eso, pero es lo único a lo que me dedico y no quiero ser informal. Además, el sábado es un Día Marcado y no podré acercarme por allí.

—De acuerdo —aceptó el abogado, enderezándose—. No te quedes hasta muy tarde ni me obligues a ir a sacarte a rastras, porque hoy lo haría. Y procura no agotarte —añadió, riendo entre dientes—. No creas que voy a ofrecerte compasión.

—No espero ni quiero ninguna. —Mìcheal torció el gesto en una mueca altanera. Faulkner lo miró fijamente, con un matiz de preocupación en sus ojos grises.

—En el salón he dejado una bolsa de comida casera —continuó al fin—. Desayunarás y después irás a clase de esgrima. Me han informado de tus ausencias y confío en que no se repitan, Mick, ya sabes que no se trata de ningún juego.

Ah, pensó el joven, ya se ha enterado de mis escaqueos. Ya tardaba en dejármelo caer.

—Sí, Owen.

—Debo irme, o llegaré tarde. Si no vivieses en el culo del mundo, no tendría que correr tanto.

También estaba tardando en echarme en cara eso. Mìcheal pescó un cigarrillo y un mechero y acompañó a su pareja hasta la entrada sin decir una palabra. El recibidor era amplio y estaba en penumbra. Una ancha pared blanca era lo primero con lo que los visitantes se topaban tras atravesar la puerta y la reja adicional que Faulkner se había empeñado en instalar. El abogado se inclinó para besar a su compañero antes de apretar el botón que abría la reja. Mick encendió entonces el cigarrillo; sus grandes ojos azules se iluminaron al recordar algo.

—Hey, Owen, mira esto.

Presionó el interruptor de la luz, haciendo visible la pared. Sobre ella había pintadas unas enormes alas negras, con tal realismo y lujo de detalles que daban ganas de acercarse a acariciar los estilizados contornos y las nervaduras de las plumas, oscuras y brillantes como la obsidiana.

—Te he dicho que no quiero que fumes en… —le reprochó el abogado desde el otro lado de la reja. Al volverse y ver aquel fresco, el resto del sermón se le quedó trabado en la garganta. Sus ojos lo recorrieron, bajo un ceño muy fruncido—. ¿Quién ha hecho eso?

—He sido yo, ¿te gusta? —respondió, tras pensárselo unos instantes.

—No mientas, Mick.

—Vale, ha sido Torres, en un gesto de buena vecindad.

—No me hace gracia que lo dejes husmear por aquí, y menos para hacer… eso. Además, le das falsas esperanzas…

Volvió a dejar la frase sin concluir, porque Mìcheal, tras arrojar el cigarrillo al suelo de granito, se reclinó sobre las impresionantes alas, flexionó la pierna izquierda y extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo. Los cabellos rubios le ocultaron parcialmente el bello rostro, pero no lo suficiente para disimular su amplia y desafiante sonrisa. Las líneas de su cuerpo, apenas cubierto por su ropa interior, resaltaron sobre aquel fondo de plumas negras.

Faulkner contempló la insinuante pose a través de la reja de la puerta. Cómo lo deseaba… Con idéntica intensidad que cuando se conocieron, o incluso más. Aunque empujó de manera inconsciente los barrotes, el pestillo ya se había cerrado, separándolo de él. Se le antojó un hermoso pájaro, la misma visión sublime que lo sobrecogiera tras su primera vez, tres años atrás…

Un hermoso pájaro en una jaula.

El acero en sus ojos brilló al endurecerse su mirada. Apretó los labios y soltó las frías barras de metal.

—Nos veremos luego, Mick. No tardes.

El abogado cerró la puerta con gran estruendo.

 

A las diez de la noche, Munro abandonó su apartamento y se dirigió a la estación de metro con una placidez que nada tenía que ver con las prisas matutinas ni con los grupos que regresaban del trabajo por la tarde. Él caminaba despacio, disfrutando el aire fresco y mostrando un discreto interés en los escasos vecinos que se cruzaba por la calle.

La austera imagen que ofrecía en aquel momento no se correspondía con el evidente desenfado de sus salidas diarias al balcón: pelo recogido, gorra calada hasta los ojos, camiseta y sudadera de manga larga, vaqueros y deportivas de caña alta. Al principio solía llevar su mochila con la ropa para cada sesión; desde que Toller empezó a divertirse jugando a vestir a las muñecas con él, se permitió ir por la vida ligero de equipaje.

Bajó las escaleras de acceso, validó la tarjeta y continuó el descenso hasta en andén, donde esperó en la zona más tranquila. Cuando llegó su tren, eligió el vagón más vacío y se quedó de pie en un rincón apartado, a pesar de los numerosos asientos desocupados. Aunque el metro lo hacía sentirse incómodo, era un mal necesario. En más de una ocasión había pensado en buscarse un trabajo con el que costearse un ciclomotor, para así adquirir cierta independencia, pero Owen ponía muchas pegas; él, por su parte, siempre rehusaba las ofertas de su adinerado amante de llevarlo en coche o pagarle los viajes, porque ya dependía en exceso de su buena voluntad y no quería soportar más heridas en su amor propio. Ante el continuo tira y afloja y la falta de otras opciones, viajaba en metro con mucho cuidado, siempre evitando las horas punta, siempre apartado de la gente, siempre procurando pasar desapercibido…, y todo, para evitar el contacto. Él era ese idiota que llevaba capucha y mangas largas en todas las épocas del año, incluidas las jornadas de verano en las que el calor apretaba tanto que los vagones se convertían en hornos rodantes. Una actitud poco práctica si no quería llamar la atención, pero que debería seguir manteniendo por el momento.

Pasó revista a lo que había hecho desde la partida de Owen. Había acudido a esgrima, había asegurado al instructor que no faltaría a más clases, había tomado su primera comida decente en días, había ordenado la casa… Se había comportado como un adulto responsable y digno de confianza. Y ahora, cumplidas las pesadas obligaciones, iba de camino a su lugar favorito, al santuario que le permitía desnudar su cuerpo y su alma ante todos sin temor al roce ni al dolor, en el que podía sentir la admiración, y el deseo. Siempre estaría fuera del alcance de sus manos, pero sus ojos eran otra cuestión, y la intensidad de sus miradas casi era comparable al roce de una caricia. Casi.

Veinticinco minutos y un transbordo más tarde, Mìcheal llegó a su destino. El club Under 111 era propiedad de C.C. Toller, uno de los clientes de Faulkner. Toller, que permitía a muy pocos llamarlo por sus iniciales[1] —de sobra sabía que lo hacían a sus espaldas—, y cuyo auténtico nombre era conocido por muchísimos menos, era un empresario de renombre en el mundo de la música. Poseía también intereses en la productora Finisatron —la firma cuya defensa legal estaba en manos del bufete de Owen—, en un conocido club gay y en una productora de películas de porno gay, pues Toller nunca había ocultado su falta de interés en los miembros del sexo opuesto. Había quienes murmuraban que seguía con interés las carreras de sus jóvenes actores, sobre todo fuera del plató.

El club era la niña de sus ojos, el lugar que lo había ayudado a sumar los primeros ceros a su cuenta bancaria. Pasaba por él con asiduidad y se ocupaba en persona de su funcionamiento. El buen ojo del que hacía gala para elegir a los artistas consagrados y promocionar a los nuevos talentos no lo había abandonado.

El nombre del local siempre había suscitado controversia entre sus conocidos. Había quienes afirmaban que hacía referencia a una temperatura en grados Fahrenheit, a un tridente o al número de amantes que Toller había coleccionado hasta el momento de abrirlo. Al ser interrogado, el empresario nunca soltaba prenda; si acaso, reía entre dientes y murmuraba que una cantidad tan pobre de escarceos era un insulto. Fue al descubrir la existencia del mismo cuando Faulkner comenzó a hacer todo lo posible por acercarse a él e investigarlo, dado que esa cifra tenía connotaciones muy explícitas para su gente. No logró descubrir nada sospechoso, pero sí consiguió que Toller reparase en su prometedora carrera y lo contratase. El empresario confiaba lo bastante en su propia experiencia como para no necesitar exigirla en los demás. Lo que buscaba en sus colaboradores eran talento, juventud, energía y atractivo…, y a Owen Faulkner, a sus veinticinco años, no le faltaban ninguna de esas cualidades. Por su parte, aquella fue una gran etapa para el abogado: obtuvo su primer cliente importante y a Mìcheal.

Al encontrarse ante la amplia fachada, con el gran letrero blanco de metal y neón, el joven se fumó un cigarrillo con calma y caminó hacia el lateral. Solo usaba las puertas de la entrada principal cuando estaban desiertas, y entonces había un pequeño grupo de ociosos frente a ellas. El vigilante lo reconoció y lo dejó pasar, tras avisarle de que Toller quería verlo.

El Under 111 era un club musical en el que convivían diferentes ambientes, con varios miles de metros cuadrados distribuidos en tres plantas. La planta baja, a la que daba acceso la entrada principal, era una enorme sala de conciertos con un gran escenario al fondo, tres barras, cabina de DJ, camerinos y una pequeña sala de prensa. Las noches en las que no había ningún concierto proyectado sonaban los últimos éxitos del momento, pop, rock, indies o cualquier cosa que hubiese captado la atención del propietario.

Por la izquierda se accedía a una terraza interior. Unas escaleras de metal conducían a la primera planta y desembocaban en una sala que ocupaba dos terceras partes de la misma, con dos barras y también con su propia cabina de DJ y camerinos. Era el espacio del tecno y la electrónica, y la decoración, las pantallas de proyección y las luces podían volver epiléptico a cualquiera. En la otra estancia, más pequeña, se celebraban conciertos y actuaciones de diversos estilos.

Entre ambas, unas nuevas escaleras metálicas llevaban hasta otra terraza situada en el ala derecha del nivel superior. Esta daba paso a una habitación para celebrar fiestas y eventos privados y, finalmente, a los dominios particulares de Toller, precedidos por un enorme ascensor de acceso restringido.

Aún era temprano y había poca gente, y Munro se permitió el placer de subir al despacho de Toller por las escaleras, en lugar de utilizar el ascensor. Aun así, fue cuidadoso, porque no eran infrecuentes los encontronazos inesperados. El guardia frente a la puerta se imaginó enseguida quién sería aquel visitante que se acercaba bajándose la capucha. Al ver la coleta rubia confirmó su suposición, y lo dejó pasar con una ligera inclinación a modo de saludo.

Toller estaba pegado a su iPhone, como de costumbre, pero sonrió y le indicó que se sentara en uno de los llamativos sillones de cuero morado que decoraban su despacho. Munro paseó la vista por la habitación. Coleccionar arte homoerótico era una de las aficiones del empresario, y a menudo descubría una pieza nueva expuesta en sus estantes y vitrinas. Sobre la pared de honor colgaba un nuevo cuadro de dos jóvenes marineros muy muy ligeros de ropa, tirando de una soga. Nada escandaloso en exceso; Owen le había confiado que atesoraba las piezas más pornográficas en la habitación privada del fondo, o bien en su casa. Por qué frecuentaba Owen la habitación privada del fondo era una cuestión que había cruzado la mente de Munro. El abogado, leyendo sus pensamientos, le había respondido que su relación era estrictamente profesional. Luego había añadido, con un suspiro, que Toller había dejado de apremiarlo para que se acostara con él al descubrir lo bueno que era en su trabajo. Su acoso había durado, más o menos, un año…

C.C. Toller era un hombre de unos cincuenta años que llevaba varios cumpliendo los cuarenta y cinco. Dado que se conservaba en buena forma y su cabellera era abundante y de un brillante color negro —gracias al tinte—, la pretensión daba el pego sin problemas. Su padre, un soldado estadounidense afroamericano destinado a una base militar, le había legado unos rasgados y astutos ojos oscuros, un tono de piel envidiable y un carácter emprendedor que él se había esforzado en desarrollar por su cuenta, sin dormirse en los laureles de su atractiva herencia genética.

Su padre había sido asimismo responsable de elegir el nombre del pequeño, Cassius Caesar. Era extravagante hasta para los círculos en los que se movía, motivo por el cual utilizaba sus iniciales y concedía a pocos la libertad de dirigirse a él pronunciándolas en voz alta. Faulkner era uno de los escasos afortunados. En cuanto a Munro, se limitaba con alivio a usar su apellido.

Toller, orgulloso de la adquisición que había supuesto su joven y guapo abogado, estuvo más que satisfecho de tutelar y mimar a su aún más joven y guapo amante. Jamás hacía ascos a rodearse de bellezas del sexo masculino, y aquellos dos eran una pareja de lo más notable. A Faulkner le había costado dos años presentarle a Mìcheal a su cliente y grabarle en el cerebro que el chico estaba fuera de los límites, y jamás lo habría hecho si este no hubiera amenazado con cometer un disparate de persistir en mantenerlo encerrado entre su apartamento, el gimnasio y las clases de esgrima. El club se había convertido en su refugio para escuchar música, para bailar. Allí tenía la oportunidad de hacerlo a salvo de las multitudes.

Aquella era una particularidad de Munro que sorprendía a Toller: su completo horror a que lo tocasen. Faulkner le había explicado que era un caso extremo de afenfosfobia, y que cualquier roce ajeno le provocaba genuino dolor físico. El empresario se preguntaba cómo era posible, pues, que su enamorado sí pudiese sobarlo con toda libertad, aunque no había hecho hincapié en la cuestión. Él había sido testigo de un episodio de contacto fortuito con un extraño, y el sufrimiento del chico le había parecido muy real. Era una lástima, porque tocar semejante maravilla, e ir mucho más allá del simple roce, habría sido delicioso… Pero los negocios eran los negocios, y debía aceptar ciertos sacrificios si aspiraba a tener una relación pacífica con el productivo —y posesivo— Owen. Se contentaba con observar de lejos a aquella buena pieza rubia, vestirla, darle libre acceso a todas las áreas del club, disfrutar de sus movimientos mientras bailaba y asegurarle que su dinero no valía allí, ni tampoco el de sus amigos. El de su amigo, para ser más exactos; solo tenía uno, aquel tipo moreno y con gafas que se ahogaba en su propia saliva cuando lo veía. A él, y al resto de los varones con un buen culo, todo había que decirlo.

—Mi queridísimo Mìcheal —saludó Toller tras dar por finalizada la llamada—, qué gran placer.

El propietario del club se acercó y le palmeó el hombro. No existía problema alguno en el contacto sobre la ropa; era la exposición directa a una piel extraña lo que hacía reaccionar al joven y, en cualquier caso, ya había aprendido a tolerar la proximidad de Toller. ¿Que lo miraba con insistencia? Adelante, mirar era gratis. ¿Que tenía una forma muy curiosa de hablar, amanerada y untuosa en exceso? Eso no hacía daño a nadie. Además, sospechaba que solo era una máscara que llevaba de cara a la galería, y que su comportamiento era mucho más sencillo en la intimidad. Bueno, era inútil pensar en ello. Él nunca lo vería en la intimidad.

—Tienes un aspecto fabuloso, y no te digo nada que no sepas. Y tu hombre, ¿ya ha regresado de Suecia? Su asistente me explicó no sé qué historia cuando lo llamé, y entonces caí en la cuenta de que tenía que ver con uno de los chicos de mi compañía. ¡Vaya pájaro! Lo visten con ropa sacada de un contenedor de desperdicios, lo dejan campar quince días sin lavarse esas greñas que llamaremos pelo porque le crecen en lo alto de la cabeza y ¿qué esperan? Inevitablemente se comportará como basura. Y entiéndeme, encanto, yo no estoy en contra de que se comporte como le venga en gana… siempre que lo haga sin que lo pillen.

Mìcheal se las arregló para meter dos palabras de canto y dijo que sí, que Owen ya había vuelto.

—¡Menos mal! Tengo que hacerle una consulta que me tiene superpreocupado. Ah, dejemos de hablar del aburrido trabajo. —¿Dejemos?, pensó el joven. ¿Cuándo he hablado yo?—. Ahí sobre la silla tienes tu ropa, guapísimo. Yo bajaré luego a alegrarme los ojos, después de conversar con ese Heracles que tienes por enamorado. Te veo después, Mìcheal.

La atención de su interlocutor volvió de nuevo al teléfono. El joven dio las gracias, bajó hasta uno de los camerinos de la sala de tecno y se mudó. Toller le había elegido una sudadera sin mangas con una gran estrella plateada sobre el pecho, unos pantalones negros que se ceñían de forma sugerente a la cintura y las piernas y unas deportivas del mismo color, con sendas estrellas plateadas a los lados. Luego se escurrió hasta el acceso restringido a la pasarela superior —que circundaba la sala ofreciendo una panorámica privilegiada de la pista y el escenario—, saludó a una de sus compañeras con una sonrisa y caminó hasta su pequeña plataforma, suspendida sobre la multitud congregada allá abajo. Cuando la noche estuviera en su apogeo, él y los demás bailarines serían iluminados por haces de luces enloquecidas y brillarían igual que faros en medio de la marea humana, bien visibles, pero por completo inaccesibles. Aquella era la maravillosa y bendita razón por la que Mìcheal amaba el lugar: podía bailar entre cientos de personas, libre y a salvo.

Los focos se apagaron y el DJ mix comenzó a sonar. El acelerado latido de la caja de ritmos reverberó a lo largo de las paredes y en el suelo; las vibraciones subieron por las plantas de los pies de cada uno de los asistentes; el impulso eléctrico se propagó por sus columnas vertebrales y se expandió en sus estómagos, golpeando al unísono con sus corazones… Sumergidos en la claridad que inundó las plataformas, Munro y los demás bailarines se hicieron notar.

Si bien el joven no poseía los músculos extremadamente abultados de sus compañeros varones, su cuerpo era hermoso. Tenía oído y sentido del ritmo, y el gimnasio y las prácticas lo habían dotado de la destreza y soltura necesarias para destacar en el corto periodo de tiempo —un año apenas— que llevaba bailando. Cuando sus caderas se sacudían y su espalda se arqueaba, muchos ojos quedaban prendidos en él y bebían con avidez cada uno de sus movimientos. En algún momento de la noche siempre se desprendía de su top. Sus manos se desplazaban a la cremallera, la bajaban despacio, y la prenda volaba hasta la pasarela, revelando las líneas de sus pectorales y abdominales, brillantes por el sudor. Era entonces cuando se materializaban los temores de Faulkner, porque no era infrecuente que, con el vaivén de las caderas, sus pantalones se deslizaran y revelasen su caprichosa ropa interior. Lo que Mìcheal no sabía era que ese gesto tenía admiradores, fetichistas que se esforzaban por distinguir si el negro de su cintura elástica era liso o estaba decorado con algún bordado de fantasía. Satisfecha su curiosidad, las miradas continuaban el viaje al norte o al sur, dependiendo de sus preferencias.

Era tan excitante sentirse deseado… De su condena a no disfrutar otras manos sino las de Owen, de su pretendida fobia al contacto, Mìcheal se vengaba en su pedestal metálico, seduciendo a muchas mujeres y a no pocos hombres con la sensualidad que gritaban las ondulaciones de su figura. Aquella noche, el joven se ahogó en el ritmo, se desconectó de lo que lo rodeaba. No era el tipo de música que solía escuchar en la intimidad, pero era lo que necesitaba, la corriente eléctrica que ponía en funcionamiento aquella maquinaria de hacer belleza. Toller no se privó de darse una vuelta por la pasarela y regalarse la vista con el espectáculo. Oficialmente, se suponía que cuidaba de que la mercancía propiedad de Faulkner permaneciese intacta; extraoficialmente, lo que hacía era disfrutar del muchacho de la única manera que podía. Aunque no iba a negar que había tenido a hombres tan atractivos como él a lo largo de su vida, Munro poseía el encanto de lo prohibido.

Mucho más tarde, el cuerpo le pidió un descanso y un cigarrillo. En la intimidad de los camerinos desiertos, se remojó la nuca con una botella de agua y sacudió los cabellos mojados, salpicando en todas direcciones. Alguien rio; al volverse hacia la puerta, descubrió a una de las bailarinas mirándolo, con una sonrisa descarada en sus labios pintados de rojo. Vestía un top con cristales y unos minúsculos pantaloncitos de lentejuelas negras. Supuso que era nueva, nunca la había visto antes.

—Hola, guapo. ¿Tienes un pitillo?

—Claro. —Depositó el paquete y el encendedor sobre la mesa para que ella se sirviera.

—¿Te importa si te lo devuelvo luego? —dijo, sacudiendo el mechero en el aire—. O mejor aún, ven a echarte uno conmigo.

—Tengo que volver a la pista —respondió Munro sin pensar. Al instante cambió de idea, porque él también se estaba muriendo por fumar—. Espera, por qué no.

La sonrisa de la chica se volvió más abierta. Subieron a la terraza del piso superior —ella delante, luciendo sin remilgos una buena porción de nalgas desnudas— y se reclinaron sobre la barandilla. Él se ofreció a darle fuego antes de servirse. En el frío de la brisa nocturna, el cigarrillo resultaba reconfortante.

—No sé si es una buena idea salir afuera después de sudar tanto. Por cierto, soy Olivia, ¿y tú?

—Mìcheal.

—Mìcheal… ¿Como Michael? Qué manera tan rara de pronunciarlo. ¿Es irlandés?

—En realidad es escocés.

—Y dime, chico escocés, ¿llevas mucho tiempo haciendo de animador?

—Solo de vez en cuando. Digamos que soy amigo de un amigo del dueño y…

—Ah, ya. —La sonrisa de la joven se congeló—. Eres de la otra acera.

—¿Qué?

—Que no tengo nada que hacer. Que no te van las tías, vaya.

—No sé si me van las tías, nunca he estado con una.

Ella lo miró extrañada, preguntándose si le estaba tomando el pelo. ¿Eso significaba que era gay o que no lo habían estrenado? Tardó poco en recuperar parte de su aplomo. Le encantaban los retos y aquello no sonaba tan poco prometedor, al fin y al cabo.

—A estas alturas ya deberías saber si te interesan, ¿no crees, chico escocés? Ya me imaginaba que te iría más la carne que el pescado… Eres demasiado guapo y tienes demasiado desparpajo eligiendo la ropa.

—¿Desparpajo?

—Bonitos gayumbos. —Señaló a la cintura de enrevesada decoración y soltó otra risita.

—Gracias. —Tras una profunda calada al cigarrillo, volvió la vista al frente—. Me gustaría devolverte el cumplido y decirte que bonitas bragas, pero no llevas.

Munro se asustó de su propia osadía. ¿En qué estaba pensando? Ya era tarde, las palabras habían abandonado su boca, y la de la chica, por cierto, se había abierto de par en par. Decididamente, pensaba, aquello no sonaba tan poco prometedor.

—Vaya —alcanzó a replicar Olivia—. ¿Cómo puedes saberlo?

—Porque esos pantalones son tan pequeños que es imposible que quepa nada más.

Se volvió de nuevo hacia ella y la observó con interés, preguntándose por qué le estaba siguiendo el juego cuando ni siquiera lo atraía. Y no era nada personal; hacía mucho tiempo que no se le iban los ojos detrás de nadie, ya que no tenía sentido interesarse por algo que jamás podría tener. Había aprendido por las malas. Sin embargo, nunca había intentado tocar a una chica. ¿Y si su condición solo se manifestaba con los hombres? Faulkner no se mostraba celoso cuando las mujeres se fijaban en él, eran los varones quienes recibían las miradas de aviso que tan bien funcionaban. Olivia tenía razón, no creía que las chicas fueran lo suyo, pero merecía la pena probar si… Compuso una expresión seductora y se acercó aún más. Ella posó la mano libre en su costado desnudo, por encima de la cadera.

Habían pasado meses desde el último incidente y su cuerpo no lo había olvidado. El dolor…

El dolor del roce era una quemadura de hielo. No lo hacía gritar enseguida, sus terminaciones nerviosas se tomaban su tiempo para hacerle llegar la información al cerebro; ahora bien, cuando se manifestaba, ya no había nada que pudiera detenerlo. Bajaba por su espina dorsal, se demoraba en su estómago y en su vientre, y allá por donde pasaba dejaba una estela de alfileres helados. Y lo peor era que perduraba, aumentaba de intensidad si el toque persistía y seguía atravesándolo incluso después de que la piel o el cabello invasores se retiraran. No importaba lo rápido que se apartase. No importaba cuánto aullara en su mente, cuánto suplicara que parase, que el contacto se había roto, que ya no lo haría nunca más. El dolor era implacable.

Presionándose el vientre con fuerza, Munro se dobló sobre sí mismo. Por su parte, la chica tampoco se divirtió con la experiencia. El contacto tenía el efecto de una descarga electrostática, y era mucho más inquietante. Rápida como un resorte, retiró la mano y frunció el ceño.

—¿Qué crees que estás haciendo, Mick?

Mìcheal no pudo responder. Olivia sí se volvió hacia el recién llegado, un tipo grande y atractivo, vestido con un traje gris, que no era otro que Faulkner. El abogado la ignoró, caminó hacia el rubio, lo obligó a enderezarse y lo remolcó escaleras abajo. Tras asistir a su marcha, ella tiró el cigarrillo a la mitad y volvió a la pasarela. Tíos raros…

Entre los espartanos muebles del apartamento de Mìcheal, la enorme cama situada en el centro del dormitorio se salía bastante de lo corriente. Contaba con una base muy firme y un cabecero de barras de metal, perfectos para moverse con brusquedad y así poder practicar ciertos jueguecitos. En lugar de las habituales esposas acolchadas, Faulkner se había decantado por el cuero, una larga ristra de pequeñas tiras endurecidas que se sujetaban a las muñequeras con resortes metálicos. No le complacía usarlas, porque provocaban rozaduras delatoras, pero aquella noche no estaba de muy buen humor. Y cuando no estaba de muy buen humor, no le hacía tantos ascos a dejar un par de marcas.

Mìcheal yacía boca abajo, con el rostro hundido sobre el colchón, las caderas alzadas y los brazos extendidos a ambos lados. Sus dedos, blancos como el hueso por efecto de la tensión, se agarraban a las correas de cuero que le mordían las muñecas. El abogado le encajó los suyos en la boca para evitar que hablase, y la saliva, que amenazaba con desbordársele, los empapó. No tenía humor para oír excusas ni súplicas; al notar la lengua revolviéndose en torno a ellos, incrementó la intensidad de la cruel mordaza. Después se instaló entre sus piernas, las separó con la rodilla y se sumergió dentro de él a todo lo que dio de sí. Tres años de sexo habían cincelado la forma de su aparato dentro de Mìcheal, en su boca y entre sus nalgas; a pesar de su fenomenal tamaño, no era nada que este no estuviese preparado para soportar. Los dedos de su mano libre estaban clavados en la ingle del muchacho, muy cerca de su miembro hinchado y húmedo, aunque sin tocarlo. Dejaban profundas huellas en la carne, que cedía con docilidad a la presión.

Su polla, hundida hasta las cachas, abandonó de súbito el túnel en el que se había abierto camino y luego volvió a penetrar como un ariete, con un golpe que imitó el sonido de un latigazo. Mìcheal gimió de nuevo. Al percibir, por el rabillo del ojo, que la piel de sus nalgas enrojecía, Owen apretó aún más los dedos, pintando círculos pálidos en la superficie rosada.

—Te digo que vuelvas pronto, y tengo que ir… —latigazo, gemido— a buscarte, y te encuentro sobando… —latigazo, y de nuevo aquel sonido agudo tan satisfactorio a sus oídos— a una de aquellas fulanas. No sé qué me decepciona más, que te plantees engañarme… —otro golpe; a cada pausa en el discurso de Faulkner, su arma perforaba con brusquedad— o que seas tan estúpido. Si tanto te calienta el dolor… no hay necesidad de que busques fuera de casa.

Continuó con las embestidas, sin molestarse en reemplazar el lubricante que, al contacto con el aire, había perdido su eficacia. El cerebro del más joven procesaba mensajes confusos en los que se mezclaban sin distinción el deleite y la agonía. Por más que deseara correrse, la mano despiadada que rondaba su entrepierna no le dispensaba ni una caricia; aquella forma de follárselo no hacía más que llevarlo hasta el borde sin proporcionarle el empujón final. Trató de girarse y recibir, al menos, el roce de la cama, pero el inconmovible Faulkner lo sujetó en aquella posición.

—¿Para qué quieres una chica, Mick? No creo… que se te levante siquiera. Tras todo este tiempo, sabes que yo… soy lo que necesitas. —Apretó los dientes. La fricción tampoco era agradable para él—. ¿Esto te gusta?

Cerró los dedos sobre el glande del joven rubio, que se estremeció y empezó a respirar más ruidosamente. Justo cuando iba a dispararse, la mano bajó a la base del rígido miembro y apretó con fuerza, interrumpiendo su orgasmo. Mìcheal casi lloriqueó: era la segunda vez que se lo hacía aquella noche. Conocía muy bien su cuerpo, sabía leer sus gemidos, sus sacudidas. El hombre de cabellos castaños se inmovilizó dentro de él y, cuando juzgó que su polla había vuelto al estado de dolorosa excitación, apartó la mano de ella y retiró asimismo los dedos de su boca, dejando un hilo de saliva tras de sí que resbaló por la barbilla del joven. Las muñecas ligadas tiraron con fuerza, sus caderas se sacudieron en un intento por liberarse de la poderosa presa. Jadeó, desesperado.

—Ah… O-Owen, por… por favor, no me dejes así, ugh… Tócamela, déjame… ah… correrme…

—Claro, pero antes —los dedos del abogado se clavaron sobre su nalga, amasándola, exponiendo más y más una abertura que ya estaba llena de él— tendrás que prometerme que nunca más pretenderás tocar a nadie, solo a mí. —Empujó con más fuerza, aunque no había forma humana de que penetrase más adentro. Mìcheal lanzó un quejido al notar aquel gran cuerpo cubriéndolo por completo, y aquellos labios pronunciando junto a su oído—: Prométemelo, Mick.

—Te… te lo prometo, Owen…

—Y ahora suplícame, suplícame para que te dé lo que quieres. —Palpó sus testículos y la base de su miembro, sin demorarse lo suficiente para darle placer—. Suplícamelo.

—Te lo suplico, haz que me corra… Por favor…

Faulkner atrapó con los dientes el lóbulo de su oreja. La mano izquierda, aún húmeda de su saliva, subió y se entrelazó con la que estaba atada al cabecero, y la derecha rodeó su erección. Mìcheal intentó empujar dentro de ella, una maniobra difícil con aquella pesada torre musculosa aprisionándolo. El abogado reanudó los vaivenes. También estaba a punto, tanto más cuanto que escuchaba sin trabas los gemidos agudos que profería su compañero, ya no de dolor, sino de excitación. Como no quería que alcanzase el clímax antes que él, mantuvo laxos los dedos que lo masturbaban, hasta que eyaculó con un suspiro ardiente cuya calidez bañó los cabellos rubios. Mientras su polla aún bombeaba dentro de las apretadas paredes, sujetó con más firmeza la del joven y la frotó de un extremo al otro, exprimiendo hasta las últimas gotas de líquido preseminal. El anhelado orgasmo sacudió a Mìcheal, haciéndolo gritar, jadear y estremecerse durante los largos segundos que se prolongó su placer.

Los espasmos cesaron. Su cuerpo yacía exánime, y sus manos atadas ya no se agarraban al cuero, sino que colgaban inertes. Se había quedado reducido al estado de un pajarillo desmadejado que luchaba para hacer entrar el aire en sus pulmones… Faulkner retiró la mano, salió de él y tomó un alambre de la mesita para apretar el resorte que abría los mosquetones de las muñequeras. Entonces sonó el móvil.

No era el de su trabajo, se cuidaba bien de ponerlo en silencio durante aquellas sesiones: era el otro móvil, el que nunca se permitía desconectar. Mìcheal supuso que respondería enseguida, pero el abogado liberó sus muñecas antes de hacerlo, las acarició al retirar las tiras de cuero y lo besó en los labios.

—¿Sí? ¿Jaleesa?

Jaleesa era la asistente de Faulkner, y uno de ellos. Era muy raro que usaran aquella línea fuera de los Días Marcados. En cualquier caso, el joven rubio no se quedó a escuchar, sino que se las arregló para incorporarse, echó mano de una caja de pañuelos de papel y luego caminó despacio hasta la ventana, deseoso de fumarse un pitillo. El aire fresco de la noche bañó sus sienes cubiertas de sudor. Se apoyó sobre el alféizar y disfrutó los momentos de tregua; todavía le temblaban las piernas.

No comprendía por qué le atraía aquello. Owen nunca había sido un mal amante, que él supiera. No tenía con quién compararlo, pero si correrse como una bestia una y otra vez era la señal de que te lo estaban haciendo bien, entonces a él siempre se lo habían estado haciendo muy bien. Sin embargo, el placer había dejado de satisfacerlo con el paso del tiempo. Aunque siempre estaba ahí, le producía ansiedad, desasosiego…, la sensación de estar en una jaula que no se atrevía a abandonar, pese a tener la puerta abierta. No podía tener derecho a ser dichoso en una relación en la que se sentía atrapado e incapaz de huir. El dolor, las ligaduras y el cansancio, por el contrario, obraban un efecto curioso: lo azuzaban y le procuraban una paradójica paz de espíritu que los colchones blandos y las caricias no conseguían. Le hacían ver la puerta de la jaula bien cerrada, sin ninguna posibilidad de escape, y aquello lo reconfortaba. Estaba donde debía estar. El dolor era real, era un ancla firme y sólida. El dolor hacía que no necesitara pensar.

Al principio Owen, poco partidario de tales prácticas, se había negado. Todo lo que quería era estar encima de él, dentro de él, sin excentricidades y sin complicaciones. ¿Atarlo a la cama? ¿A la ducha? ¿Qué clase de psicópata se creía que era? Mìcheal había tenido que insistir mucho para que acabara cediendo. Era un juego, las primeras veces; apenas unos pañuelos de seda rodeando sus muñecas, unos movimientos más bruscos mientras lo penetraba, un mordisco esporádico, en alguna zona discreta… Con el tiempo le resultó más y más fácil seguirle la corriente y atender a sus demandas, sobre todo cuando lo ponía de mal humor, ya fuese fortuita o intencionadamente. Mìcheal se aprovechaba de esas reacciones violentas para alimentar su remedo de masoquismo, aunque luego sufría remordimientos al ver a Owen sumido en su propio sentimiento de culpabilidad por responder con sadismo a sus provocaciones. Era un círculo vicioso extraño y, en cierta forma, enfermizo.

—¿Cuándo dejarás de fumar, Mick? —Después de colgar, Owen se le acercó enarbolando la bandera de la desaprobación.

—¿Y qué más da? No me va a matar el cáncer, ¿verdad? —Para enfatizar el desafío de sus palabras, las acompañó con una bocanada de humo.

—A mí sí me da. Te recuerdo que mi lengua entra en esa boca tuya.

—¿Qué quería Jaleesa? —lo cortó el rubio, para no discutir.

—Uno de los Grises estaba rondando la casa de Davenport, así que temo que nuestro objetivo ha dejado de ser un secreto. Tendré que vigilarlo de cerca hasta que madure o me arriesgaré a perderlo y, tal y como están las cosas, no puedo permitírmelo.

—¿Cómo es ese tal Davenport?

—El sábado lo verás —respondió el abogado, con voz tensa.

—Ah, sí.

Una chispa de excitación encendió los ojos de Munro. El sábado, el próximo Día Marcado, era el primero en el que Faulkner lo dejaría salir con él… Aspiró el humo con fruición, hasta que su compañero le quitó el cigarrillo de las manos, lo aplastó contra en vidrio y enlazó su cintura.

—Deja eso, Mick, yo no he terminado contigo. ¿Qué tal si pasamos al segundo asalto? Y ahora, sin interrupciones. —Hundió el rostro en su cuello y lo mordisqueó. El joven lanzó un suave gruñido.

—¿Cuál es tu plan? ¿Atarme las muñecas a los tobillos? ¿Una buena mordaza y una venda? ¿Has encontrado, al fin, un consolador que sea más grande que tu po…?

Owen no lo dejó rematar la gracia. Lo cargó al hombro, lo lanzó contra el colchón y se le echó encima, mirándolo a los ojos.

—Haremos el amor, simple, lisa y llanamente, Mick. Nada más que eso. —Presionó con el índice los labios que iban a lanzar una queja—. Y te encantará. Pero antes… habrá que despertar a tu amiguito, que se ha amodorrado.

Su boca tomó el lugar del dedo, besando y lamiendo. Bajó por su barbilla a lo largo de su cuello, se detuvo a conciencia en la escotadura y siguió la senda hasta su ombligo antes de aposentarse en su pubis rasurado. Lo volvía loco pasar la lengua por toda la piel lisa y sin vello de su cuerpo, incluidos los huecos de sus axilas. Aunque depilarse no hacía muy feliz a Mìcheal, transigía con ello. Solía pedírselo con frecuencia y… tenía sus consecuencias positivas, después de todo.

Owen esquivó al amiguito que dormitaba y se dedicó a mordisquear sus testículos. Cuando consideró que ya lo había calentado, su lengua experta se deslizó por la cara inferior hasta el surco en el que desembocaba la pequeña abertura y lo lamió. Tenía ese sabor tan excitante, ese aroma que le recordaba que ya lo había hecho correrse y tenía el poder para volver a hacerlo a voluntad. La blanda carne desapareció poco a poco en su boca.

La respiración del muchacho se aceleró al contemplar la cabellera que subía y bajaba sobre su entrepierna. Era estimulante, cierto, pero nunca estaba de más un empujoncito extra… Estiró los brazos hasta que localizó las tiras de cuero que aún colgaban del cabecero, las sujetó con fuerza y dio una vuelta alrededor de sus muñecas, usándolas después para impulsarse dentro de aquella boca dominante. Oh…, oh, sí, pensó, a medio camino del éxito. Ya estoy a punto… Faulkner se paró de repente y alzó la vista a las manos de su pareja. Al verlas de nuevo enrolladas en las ligaduras frunció el ceño; tiró de ellas hasta soltarlas, las atrapó sobre la aureola de cabellos rubios esparcidos sobre la almohada y entrelazó los dedos. Mìcheal se atrevió a cruzar su mirada aguamarina con el hipnotizador gris brillante que escrutaba sus facciones. Separó las piernas y rodeó con ellas las musculosas caderas.

No volvió a hacer trampas. Le habían dado una orden, «te encantará», y él obedecería igual que siempre. Al acariciar la ancha espalda, sus dedos índices trazaron las líneas de las dos cicatrices perfectamente simétricas que flanqueaban los omóplatos de Faulkner.


[1] Las iniciales C.C. en inglés se pronuncian igual que sissy, ‘nenaza’, ‘afeminado’.

One reply on “Para extender las alas •Capítulo 1•

  • Lupe Trejo

    Quisiera leer el epilogo de para extender las alas de Corintia..hace tiempo compre el ebook por amazon y hasta hoy me entero q hay un epilogo :para extender las alas: en las alturas

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